Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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– ¡Oh! ¡oh! dijo aquella sombra: se trata de un asesinato infame. Pues bien, es necesario impedir ese crímen.
Y se puso en seguimiento de los monfíes, pero á larga distancia y recatándose.
Miguel Lopez, entre tanto, velaba, entregado á encontrados pensamientos; parecíale por una parte que su recelo era infundado: por otra un secreto instinto le decia que desconfiase, y entre seguridad y desconfianza, llegó hasta las ánimas sin acostarse, dando paseos á lo largo del aposento y lanzando de tiempo en tiempo una feroz mirada á los pedreñales (pistolas se llaman ahora), que tenia sobre la mesa.
Pero acordóse una y cien veces que tenia sujeto á don Diego por medio de prendas que podian perderle; que para atentar á su vida no hubiera esperado á hacerle esposo de su hermana, y sobre todo, que despues del aprieto en que ponia á los moriscos el edicto del emperador, nada tenia de extraño que el emir de los monfíes hubiese llamado al morisco mas influyente de Granada, y que este morisco, es decir, don Diego, se prestase dócil y aun voluntariamente á obedecer las órdenes del emir.
Estos pensamientos le tranquilizaron algun tanto: dilatáronse las profundas rugas que hasta entonces habian plegado su frente, y su imaginacion tomó un rumbo distinto. Acordóse de su desposada, de la hermosa doña Isabel, de quien tan brúscamente habia sido separado: representóse en su imaginacion la alegre fiesta de bodas que indudablemente hubiera tenido lugar aquella misma noche, á no haber mediado el urgente mandato del emir de los monfíes. Sucesivamente fueron pasando por su imaginacion cien tentadoras imágenes, cien esperanzas defraudadas por el acaso, ese eterno burlador de la dicha humana; suspiró ruidosamente, y, no teniendo otra cosa que hacer, se recogió al lecho, y perdido de todo punto su recelo, reconcentró su pensamiento en el recuerdo de doña Isabel, y poco despues dormia y soñaba.
Pasaron una, dos, tres horas. La luz del belon que habia dejado el ventero, empezó á debilitarse falta de pábulo; osciló algunos momentos y al fin se apagó.
Luego solo se oyó el poderoso aliento producido por el pecho de toro de Miguel Lopez, que continuaba durmiendo.
Si no hubiera dormido tan profundamente, hubiera podido percibir cierto leve murmullo de voces que hablaban juntas, que cesaban, que volvian á escucharse, que se acercaban, que se alejaban. Hubiera percibido, al fin, los pasos de una persona que se acercaba recatadamente, que se detenia junto á la puerta y escuchaba, retirándose despues: hubiera oido, por último, unos pasos mas fuertes que cesaron delante del aposento; luego ruido de pisadas de caballo y cierto tráfago en la parte baja de la venta: pero Miguel Lopez nada de esto oyó, y fue necesario que diesen sobre la puerta tres fuertes golpes para que despertase.
– ¡Voto á mil legiones! exclamó; me han quitado el sueño mas hermoso del mundo; como que me figuraba que…
Miguel Lopez concluyó con un ruidoso suspiro estas frases que habia pronunciado medio dormido, y luego, notando que la luz se habia apagado, se levantó de un salto, tomó á tientas uno de los pedreñales que habia puesto sobre la mesa, y dijo con voz ronca y amenazadora:
– ¿Quién va?
– ¿Quién ha de ir ni venir? dijo detrás de la puerta la voz de don Diego de Válor: vestios pronto hermano, que suceden grandes cosas.
– ¡Ah! ¿sois vos, don Diego? dijo dejando el pedreñal sobre la mesa Miguel Lopez; pues bien, creo que puedan suceder grandes cosas y que sea necesaria gran diligencia; pero si quereis que me vista pronto, entrad y dadme luz: la mia se ha apagado.
Abrió la puerta el morisco, y don Diego entró con una vela de sebo encendida, puesta en una palmatoria de barro cocido.
– ¿Qué hora es, hermano? preguntó soñoliento Miguel Lopez.
Don Diego sacó de entre su ropilla un enorme reloj de oro semiesférico, objeto de gran lujo en aquel tiempo, y dijo consultando la muestra:
– Las doce y veinte minutos.
– ¿Y podemos fiarnos de ese embeleco?
– Como que está fabricado en Bruselas, y es mas seguro que la máquina de la torre de Santa María de la Alhambra.
– En efecto, muy grave debe de ser el asunto que nos hace madrugar tanto, dijo Miguel Lopez atacándose los gregüescos.
– Como que tenemos encima al emir.
– ¡El emir!
– Sí, el emir con seis mil monfíes, que adelanta hácia Granada, á la que piensa llegar antes del amanecer.
– ¡Diablo! ¡diablo! ¿es decir que hoy mismo tendremos batalla?
– Es mas que seguro; por lo mismo importa que nos preparemos cuanto antes: en Cádiar hay un capitan del rey con algunos soldados y un alcalde con treinta cuadrilleros: es necesario sorprender á esa gente para que no puedan dar aviso á Granada y prevenir á nuestros enemigos. Asi, pues, acabaos de ajustar las agujetas del jubon y á caballo.
– ¿Os ha enviado algun correo el emir? dijo Miguel Lopez acabándose de apretar las hevillas de las espuelas.
– Sí, sí por cierto; me ha enviado uno de sus walíes.
– ¿Y dónde está ese walí?
– Ha partido con toda diligencia á poner en armas las taifas de monfíes de la taha de Lanjaron, donde tambien hay gente del rey.
– Pero os habrá dejado á lo menos un guia.
– No, pero me ha avisado el lugar donde podré encontrar al emir.
– ¿Y qué lugar es ese? dijo Miguel Lopez saliendo con don Diego de la habitacion.
– A un tiro de arcabuz de Orgiva, en el lecho del rio.
– Vamos, pues.
Por prudencia, segun creia Miguel Lopez, no hablaron ni una palabra mas. Bajaron tranquilamente las escaleras, don Diego pagó el gasto al fingido ventero, y él, Miguel Lopez y don Fernando de Válor, montaron en los caballos que les tenian los criados, y seguidos de estos, tambien á caballo, salieron de la venta y tomaron ostensiblemente el camino de Orgiva.
La noche era un tanto clara, y lo hubiera sido enteramente merced á la luna, á no ser por los densos nubarrones que cruzaban el espacio: de cuando en cuando se veia lucir un relámpago en lontananza, allá entre las profundas quebraduras, y empezaban á escucharse truenos lejanos.
– Famosa noche ha elegido el emir para su empresa, dijo Miguel Lopez que caminaba delante, y que al parecer habia perdido hasta la última sombra de recelo.
– Guardad silencio, hermano, dijo don Diego, que no sabemos quién puede escucharnos, y aguijad vuestro caballo á fin de que lleguemos pronto. Hasta que nos encontremos al lado del emir y entre los monfíes, nos hallamos en peligro.
Y para dar el ejemplo, don Diego aguijó su caballo y pasó adelante.
Los tres ginetes y los lacayos siguieron marchando en silencio.
A poca distancia de la poblacion, don Diego revolvió su caballo y empezó á descender por un oscuro sendero, perdido en la penumbra de un profundo barranco, formado por la abertura de dos montañas; á medida que adelantaban se percibia mas distintamente el ronco ruido de la corriente del rio de Orgiva, corriente rapidísima á causa del gran desnivel del terreno; el fondo del barranco, por el centro del cual corria, saltando entre las breñas, un arroyo, se iluminaba de tiempo en tiempo por la brillante y fugitiva luz de un relámpago.
Hallábanse á la mitad de la garganta, cuando, de repente, el caballo de don Diego se detuvo, lanzó un relincho agudo y resistió á la espuela.
– Debemos estar cerca del emir, dijo Miguel Lopez; vuestro caballo siente las yeguas.
– ¡Callad! ¡callad en nombre de Dios! exclamó don Diego; callad y detened vuestros caballos.
– ¿Pues qué sucede? dijo Miguel Lopez.
El zumbido de un venablo que pasó cortando el aire por cima de las cabezas de nuestros personajes, fue la contestacion que obtuvo Miguel Lopez: don Diego, su hermano y los lacayos, se habian lanzado con las espadas desnudas en la direccion que parecia haber traido el venablo.
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