Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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– Perdonad, señor, pero el estado que acabo de tomar… yo os juro que si vuestra felicidad está en mi mano sereis feliz, muy feliz… ¿no es esto amaros, señor… como os puedo amar ahora? mañana tal vez…
– ¿Quién sabe lo que sucederá mañana? dijo Miguel Lopez, sin apearse de su dureza, aunque algo mas tranquilo, porque tenia fe en la virtud de doña Isabel.
– Por lo mismo que no sabemos lo que sucederá mañana, dijo don Diego, será prudente que por ahora no os veleis.
– ¿Es decir que solo tengo á medias á doña Isabel?
– Debeis comprender que cuando esto os digo tendré motivos poderosos. Por ejemplo, mañana podreis morir.
– ¡Oh! ¡no lo quiera Dios! exclamó cediendo á su natural virtud doña Isabel.
Miguel Lopez se dulcificó un tanto, interpretando de una manera falsa, por amor propio, la frase de doña Isabel en su favor, frase que tenia muy distinto sentido y que hizo estremecer á don Diego y á don Fernando.
– Nadie tiene la vida segura, dijo, y si á eso nos atuviesemos, jamás nos casariamos por temor de dejar á nuestra esposa viuda.
– Pues es muy posible que vos dejeis viuda á nuestra hermana, repitió don Diego.
– ¡Ah! ¡eso no sucederá! exclamó levantándose doña Isabel pálida y con la mirada fija en su hermano porque le comprendia perfectamente: Dios no querrá que eso suceda.
– ¿Y pensábais que mi hermana no os amaba? dijo don Diego.
– Pero en fin ¿qué peligro amenaza á… á mi esposo…? dijo doña Isabel haciendo un esfuerzo para pronunciar por la primera vez aquella palabra.
– Si, si, sepamos, dijo con acento duro y receloso, Miguel Lopez; sepamos qué peligro es ese, y si vuestras palabras son una amenaza ó un aviso.
– Siempre torceis las intenciones, Miguel, contestó con calma don Diego: ese peligro de muerte próximo, es amenaza como me amenaza á mí, á mi hermano, á nuestros parientes, á nuestros amigos, á todos los moriscos que tienen amor á la patria y fe en el Dios Altísimo y Único. En una palabra, Miguel: el edicto de don Carlos, promulgado antes de ayer y á un mismo tiempo, por decreto del emperador, en Granada y en las Alpujarras, ha indignado al emir de los monfíes, que ha venido en persona á mandarme que en el momento marchemos los mas que podamos á las Alpujarras.
– ¡Oh! ¡si, si! ¡vais á rebelaros! exclamó doña Isabel.
– Hermana: dijo severamente don Diego: las mujeres deben callar y obedecer siempre, y mucho mas cuando se trata de ciertos asuntos… asuntos de que yo no hubiera hablado delante de vos á no haberme provocado Miguel.
– Pero vos no debeis rebelaros, hermano, exclamó con severidad doña Isabel: el rey os honra, sois cristiano, lo soy yo…
– ¿Lo veis Miguel? repitió don Diego.
– Esposa mia, dijo Miguel Lopez, dejad que lo que Dios quiere que haya de suceder suceda y nada temais: si muero, por fortuna aun no me teneis tanto amor que mi muerte os desconsuele.
Y el acento de Miguel era amargamente irónico.
– Pero es que yo no quiero que murais…
– Ven, ven conmigo, hermana, dijo don Diego: perdonad un momento Miguel, voy á llevar á mi hermana junto á mi esposa á fin de que podamos hablar libremente.
Doña Isabel deseaba hablar á solas con su hermano y le siguió.
Apenas estuvieron en lugar donde de nadie podian ser oidos, doña Isabel dijo á don Diego:
– ¿No te basta haber cometido un crímen enlazándome á ese hombre contra mi voluntad, sino que por razones que no acierto, quieres cometer otro? ¡hermano! ¡hermano! yo creo que esa rebelion es una mentira: que tú tienes otros proyectos.
– Mira, dijo don Diego que acababa de entrar en su aposento mostrándola la carta de Yuzuf-Al-Hhamar que le habia entregado Yaye.
Doña Isabel la tomó y la leyó.
Su contenido era el siguiente:
«En el nombre de Dios Altísimo y Unico, dador de la prosperidad y del infortunio: Muley Yuzuf Al-Hhamar, á su muy querido sobrino Sidy Aben-Humeya: – Un pacto sagrado existe entre nuestras familias: segun él, tu hermana doña Isabel, debe ser esposa de mi hijo Sidy Yaye. Acabo de renunciar en él mi corona y mi espada: Sidy Yaye, es desde hoy emir de los monfíes de las Alpujarras. El matrimonio concertado, debe, pues, efectuarse. Mi hijo me ha dicho, que tú, faltando al respeto que debes á la voluntad de tu padre, y al temor que mi poder debe inspirarte, has dispuesto de la mano de tu hermana. Mi hijo, el poderoso emir de los monfíes, te entregará por sí mismo esta carta. Si tu hermana es libre, rompe las obligaciones que con otro hayas contraido, y que doña Isabel sea esposa de mi hijo. Si, por desdicha, doña Isabel fuese de otro, ¡ay de tí y ay de él! – Yuzuf-Al-Hhamar.»
– ¡Ah Dios mio! ¡Dios mio! exclamó doña Isabel: ¡con que no se llamaba Juan de Andrade! ¡con que es verdad que es moro, y ademas de moro es monfí!
Y doña Isabel se cubrió el rostro con las manos.
Debemos recordar, para que no parezca extraño el dolor de doña Isabel, que la palabra monfí significa salteador, bandido.
– Pues bien, dijo al fin la jóven alzando la frente radiante de dignidad: no hay motivo para que te arrepientas de lo que has hecho, porque por mas que yo le haya amado, por mas que á mi despecho le ame, jamás, aunque quedase viuda, me casaria con un rey de bandidos: con un hombre que ha rechazado mi mano… que me ha dejado cruelmente abandonada á mi destino… no, no, y cien veces no.
– Ese hombre está muriendo por tí.
– ¡Muriendo por mí! exclamó aterrada doña Isabel.
– Ven, añadió don Diego, y abrió la puerta secreta, descendió rápidamente las escaleras llevando á su hermana asida de la mano, y entró con ella en el aposento donde habia dejado á Yaye y á su esposa.
Doña Elvira, que estaba arrojada sobre el lecho de Yaye que deliraba, se levantó al sentir los pasos de don Diego y de doña Isabel.
– Y bien, ¿traeis ya al médico? exclamó con impaciencia.
– Acaso, acaso señora, contestó don Diego adelantando con doña Isabel.
– ¡Ah! exclamó doña Elvira al ver á doña Isabel, al mismo tiempo que esta al ver á Yaye postrado en el lecho, con el semblante lívidamente pálido y los ojos desencajados y fijos, lanzaba un grito de espanto, emanacion involuntaria de su alma.
– ¡Está muriendo por vos, y pensais en la vida de otro hombre, hermana! dijo don Diego.
Doña Isabel cayó de rodillas, y don Diego, aprovechando aquella ocasion, salió y cerró la puerta dejando á las dos mujeres encerradas con Yaye.
Poco despues, y al mismo tiempo que entraba un médico anciano en la habitacion donde estaba Yaye, salian de Granada á caballo y á la ligera, don Diego de Válor, su hermano don Fernando y Miguel Lopez, acompañados de algunos lacayos armados á la gineta.
CAPITULO VIII.
¡El emir se ha perdido!
El médico declaró que la enfermedad de Yaye era peligrosa, y que se necesitaba sumo cuidado, gran reposo para el enfermo, y sobre todo la ayuda de Dios.
Lo primero que hizo doña Elvira, cuidando de que Yaye tuviese todo el reposo necesario, fue sacar del subterráneo á doña Isabel.
Esta se encontraba en el estado mas terrible en que podia encontrarse una mujer.
Lo que primero la aterraba era el estado de Yaye; despues el crímen que habia comprendido meditaban sus hermanos contra Miguel Lopez, luego, en fin, los zelos.
Los zelos, porque habia adivinado en un solo momento que su cuñada doña Elvira amaba á Yaye.
Ella le amaba tambien; habia sacrificado su cuerpo pero no su amor: no podia confesarle ante los hombres, pero podia guardarle en el fondo de su alma, como en un santuario.
Doña Elvira se habia abrogado enteramente el cuidado del enfermo: es cierto que doña Isabel no podia estar junto á él ¿pero acaso, doña Elvira no era tambien una mujer casada?
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