Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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Por lo tanto y en cierto modo, don Diego ante Yaye era un vasallo y un vasallo culpable.

Porque don Diego creia, que al reconocer Yuzuf á su hijo, al entregarle su corona, le habria revelado el contrato que existía entre las dos familias, contrato á que don Diego habia faltado entregando su hermana á otro hombre.

Lo que don Diego no podia comprender era cómo Yaye, que dos noches antes habia despreciado la mano de su hermana, se mostraba entonces tan ansioso de ella.

De lo que no podia dudar don Diego, era de que Yaye estaba perdidamente enamorado de doña Isabel.

Esta certidumbre le aterraba porque preveía fatales consecuencias.

Durante algun tiempo, guardó silencio. Yaye se habia sentado y estaba cubierto. Don Diego permanecia descubierto y de pié. Doña Elvira que conocia la altivez de su marido no sabia explicarse la causa de aquella posicion humillante á que don Diego se resignaba.

– Espero, dijo Yaye al fin, que contareis con medios bastantes para impedir ese casamiento, y que no me obligareis á tomar en vos una venganza implacable.

– Estad seguro, señor, de que sino hubiesen mediado gravísimas razones, yo nunca me hubiera atrevido á faltar por mi parte al solemne convenio celebrado por nuestros padres, y mediante el cual vuestro casamiento con mi hermana era una cosa decidida.

– ¡Cómo! ¿existia un convenio entre nuestros padres? exclamó con violencia Yaye, ¿y vos os habeis atrevido…?

La voz de Yaye temblaba, se habia puesto de pié y miraba de una manera amenazadora á don Diego.

– Escuchadme, señor, y no me condeneis sin oirme.

– Antes de conocer á mi padre, cuando solo me creia moro, me inspirábais aversion como renegado: ahora que sé de quien soy hijo, ahora que el poder de mi padre ha pasado á mis manos, encuentro que á mas de renegado sois traidor.

– Mi traicion es hija de un horrible compromiso, dijo todo desconcertado don Diego: no sabeis hasta que punto he sido engañado por ese infame Miguel Lopez: pero no importa: Ayala habrá llegado: de todos modos hasta que yo hubiera ido no se hubiera efectuado el casamiento: yo soy su hermano mayor, su padre en una palabra…

– ¡Y la habeis vendido…! ¡la habeis obligado!

– Me hallé vendido y obligado, señor; ese Miguel Lopez es un morisco renegado, un infame delator… tiene papeles que me comprometen… papeles escritos por mí á vuestro padre… papeles que no sé en poder de quién estan: de otro modo ya hubiéramos encontrado medio de deshacernos de ese hombre… ¿quién habia de pensar, que vos, el amante de mi hermana, habiais de presentaros para decirme: dame tu hermana Isabel, porque yo soy el poderoso emir de los monfíes?

– ¡El, emir… rey…! exclamó con orgullo doña Elvira que seguia escuchando tras el tapiz.

– Pero el matrimonio de mi hermana con ese hombre no se hará: mi hermana será vuestra, y de este modo, al mismo tiempo que vos y ella sereis felices se conciliaran todos los intereses de entrambas familias: es verdad que vos, rey de la montaña, teneis la fuerza, y hasta cierto punto el derecho; es verdad que las Alpujarras os pagan tributo, que os obedece un ejército de valientes monfíes; pero tambien es cierto, que yo Aben-Humeya, descendiente del Profeta, nieto de los califas de Córdoba, tengo tambien derechos que reconocen los moriscos de Granada, y los de las alquerías de la Vega: los de Almería y los del marquesado del Zenete cuentan conmigo: al primer levantamiento, al primer grito de guerra, yo seria proclamado rey de Granada; esto se comprende perfectamente: los moriscos desprecian de tal manera la memoria de Muley Abd-Allah, que sus descendientes no pueden tener esperanza de que los moros de Granada los sienten en el trono de su abuelo. Fuera de la descendencia de Muley Abd-Allah, ¿qué otro mas que vos ó yo podemos ser reyes de Granada? vos, como emir de los monfíes, teneis las Alpujarras: yo, como descendiente de los Omeyas, lo demás del reino… una alianza entre nosotros es de todo punto necesaria para evitar una guerra civil, que, si por dicha triunfásemos del cristiano, volveria á ponernos destrozados en su poder. Aquí ha habido mucho de fatal: antes de anoche vos mismo despreciásteis la mano de mi hermana.

– Yo os creia renegado.

– ¡Oh! ¡fatalidad! yo sabia que amábais á mi hermana: pero creí que erais un hidalgüelo castellano, destinado á llevar una golilla ó un roquete. Culpad al misterio en que os ha envuelto vuestro padre: yo ignoraba que fuéseis lo que sois.

– Yo mismo lo ignoraba ayer.

– ¡Fatalidad! ¡fatalidad!

– Mi noble padre quiso que antes de que ciñese su corona, supiese conocer á los hombres.

– En fin, no hablemos mas de eso y vamos á lo que importa. El casamiento de mi hermana con Miguel Lopez no se hará. Si por desgracia, y como no es de suponer, mi enviado ha llegado tarde… Miguel Lopez morirá.

– ¡Oh, alentais una duda y permaneceis aquí, entreteniéndome acaso para ganar tiempo! exclamó Yaye encaminándose violentamente á la puerta.

– ¿Qué quereis hacer, exclamó don Diego, que en efecto, temiendo mas á la denuncia de Miguel Lopez que á la venganza del emir, habia preferido la última y entretenia á Yaye, qué quereis hacer? ¿á dónde vais?

– ¿En qué iglesia se casa vuestra hermana?

– ¡Oh! ¡un escándalo!

– ¡Corred! ¡corred vos mismo! ¡yo os espero!

– ¡Ira de Dios! exclamó don Diego tomando al fin una resolucion desesperada: por nada me obligareis á dar un paso que pondria mi nombre en boca de todo el mundo.

– ¡Ah! ¡me habeis engañado! ¡me habeis entretenido, para que entre tanto!.. pero… no os salvareis… yo… mis monfíes… talaremos vuestros Estados de las Alpujarras… si escapais de mis manos… os entregaré al rey de España con cartas semejantes á las que os han obligado á vender á vuestra hermana á ese Miguel Lopez…

Don Diego exhaló un grito: se encontraba enteramente perdido.

– Una palabra señor, exclamó arrojándose á los piés de Yaye: tened compasion de mí y protejedme: yo os seguiré; seré uno de vuestros mas fieles vasallos…

– ¡Tu hermana!

– ¡Oh! exclamó don Diego, esperad: voy yo mismo: puede que aun sea tiempo…

Y se dirigió á la puerta de la estancia.

En aquel momento apareció en la puerta un paje que dijo:

– Señor, vuestra noble hermana y su esposo acaban de llegar.

El paje volvió á cerrar la puerta. Don Diego arrojó un grito de espanto, y se volvió desesperado y anhelante á Yaye: este al escuchar las terribles palabras «vuestra hermana y su esposo acaban de llegar» hizo un movimiento semejante al de quien ha sido herido de muerte: se puso rojo, mas rojo; la mirada de sus ojos se hizo atónita, se contrajo su boca, y cayó al suelo como herido por un rayo.

Entonces se levantó el tapiz, tras el cual escuchaba doña Elvira, y apareció esta pálida como una muerta.

– ¡Ah! venis á tiempo, señora, dijo don Diego que no estaba en estado de reparar en lo extraño de la llegada de su esposa, ni en su palidez, ni en su conmocion: ved si podeis hacer volver en sí á ese caballero… yo os disculparé con esas gentes.

Y partió.

Por la primera vez doña Elvira se quedaba sola con Yaye. ¿Pero en que situacion? levantóle del suelo, con mas facilidad de la que podia suponerse en una mujer delicada, y era que el amor la daba fuerzas; le colocó en un sillon, le abrió el justillo, roció su rostro con agua, y sin considerar si podia ó no ser vista se arrodilló á sus piés, asió sus manos, las estrechó contra su seno, y exclamó alzando al cielo los ojos cubiertos de lágrimas:

– ¡Señor! ¡señor! ¡mi salvacion por su vida!

Y permaneció de rodillas delante de Yaye.

Al cabo de algun tiempo Yaye suspiró.

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