Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Aquel suspiro, fue para el corazon de doña Elvira como un bálsamo maravilloso para una herida: con el consuelo recobró la reflexion y se alzó.
Yaye abrió los ojos, pero en sus ojos estaba pintada la expresion de la locura.
Empezó á delirar: su sangre se habia agolpado á su cabeza y habia trastornado sus facultades.
Afortunadamente habia perdido la memoria de la causa de su accidente, y no pretendia levantarse del sillon.
Su locura era una locura tranquila.
Se reia pero su risa era horrible.
De una manera horrible sufria tambien doña Elvira.
Ella hubiera dado su vida por verse amada de aquel modo: unos zelos mortales la devoraban: al mismo tiempo sentia una ansiedad horrible: temia por la vida de Yaye: su delirio era cada vez mas intenso, don Diego no volvia y doña Elvira no se atrevia á llamar á nadie.
Al fin, resonaron pasos: se abrió una puerta: era don Diego.
– ¿Vive? dijo con afan.
– Si, contestó doña Elvira, valiéndose del dominio que tenia sobre sí misma para no demostrar mas conmocion que la natural en aquellas circunstancias: vive, pero creo que está en peligro de muerte.
Don Diego examinó un momento á Yaye, luego fué á un lugar de la tapicería, oprimió un boton dorado, y se abrió una puerta secreta: tras ella se veia una escalera oscura recta y estrecha.
– Ayudadme, señora, la dijo volviendo junto á su esposa, ayudadme y concluyamos.
Entre tanto don Diego habia encendido una bugía.
– ¿Qué pensais hacer? dijo doña Elvira.
– Es necesario conducirle al subterráneo.
Doña Elvira no contestó, ayudó á don Diego á cargar con Yaye, y con gran trabajo le introdujeron por aquella puerta que don Diego cerró tras sí: bajaron las escaleras y atravesando una estrecha mina, llegaron á un aposento espacioso y bien amueblado en que habia un lecho.
Aquella puerta secreta, aquella mina que se prolongaba mas allá de la habitacion donde los dos esposos habian introducido á Yaye, y aquella habitacion, eran un lugar seguro de refugio, preparado por don Diego, para el caso en que por un accidente desgraciado, ó por una traicion de sus parciales invadiese su casa la justicia del rey. Aquello era un escondite: mas adelante veremos que era tambien una comunicacion.
Estas minas y estos aposentos son muy comunes en el Albaicin de Granada. Apenas habrá una casa de moros que no tenga alguna de estas comunicaciones subterráneas, de las cuales se conocen muchas.
Cuando Yaye estuvo colocado en el lecho, don Diego le desciñó el talabarte, le quitó la daga y la espada, y dijo á su esposa.
– No sabeis cuánto nos interesa la salvacion de este jóven: pero si muere, lo que está en manos de Dios, nos interesa tambien sobre manera que no se sepa que le ha matado el amor de mi hermana. Si muere no saldrá de aquí. Escuchad: yo voy á ausentarme.
– ¡A ausentaros! exclamó, conteniendo mal su alegría doña Elvira.
– Si, es preciso; preciso de todo punto: mi ausencia será á lo mas de quince dias: cuidad vos entre tanto al enfermo: pero vos sola.
– ¡Yo sola! ¡abandonado…! ¡sin los auxilios de la ciencia…!
– No, no he querido decir tanto: antes de marchar avisaré á nuestro médico; es un buen morisco, un noble anciano y guardará el secreto: solo he querido deciros que vos, sola vos, sereis la enfermera.
– Os amo tanto, esposo y señor, dijo hipócritamente doña Elvira, que no perdonaré por vos ningun sacrificio.
– Si, si, ya lo se, doña Elvira, y mereceis que yo… os prometo corregirme… dejarme de locuras… pero adios: no olvideis lo que os he encargado.
– Id tranquilo, señor, no lo olvidaré.
Don Diego salió dejando sola á su mujer con el hombre á quien amaba.
Un momento despues, tranquilo y sonriendo entraba en la gran cámara de recibo de su casa.
En ella estaban doña Isabel de Válor, pálida, pero con la palidez mas hermosa, su hermano don Fernando de Válor, los testigos que habian asistido á la ceremonia y algunos convidados, entre los cuales se contaba don Gabriel Coloma, marqués de la Guardia.
Miguel Lopez, el reciencasado, estaba allí tambien:
Era un hombre como de cuarenta años, moreno oscuro, cegijunto, estrecho de frente, sesgado de boca y avieso de mirada: estaba ricamente vestido, pero á pesar de la riqueza de su trage se notaba lo villano de sus maneras: estaba sombriamente ceñudo y miraba con recelo en torno suyo; don Diego se acercó á él sonriendo, pero, á pesar de su sonrisa, densamente pálido.
– Hermano, dijo asiéndole las manos con cariño; tengo que hablaros, y vosotros, señores dispensad; pero la repentina indisposicion de mi esposa, de que antes os he hablado y que me ha impedido asistir á la celebracion del casamiento, es mas grave de lo que yo creia y me obliga á suspender por el momento la fiesta de bodas.
Todos callaron, pero todos se pusieron de pié: habian comprendido que cortesmente se les despedia: uno tras otro, despues de algunas palabras vacías de sentido fueron despidiéndose.
Por último, el marqués de la Guardia se dirigió á don Diego.
– ¡Diablo! dijo: siento en el alma la indisposicion de doña Elvira, pero de todos modos deseo que ello no sea nada y que pueda acompañarnos al bateo de mi hijo ó de mi hija cuando nazca… que debe ser segun los doctores, este mes: por lo demás si me necesitais para algun empeño, añadió en voz baja indicando con una rápida é intencionada mirada á Miguel Lopez, mirada que solo fue vista por don Diego, podeis contar con lo que puedo y con lo que valgo. Ya sabeis que somos antiguos amigos.
– Adios, marqués, adios, contestó don Diego estrechándole la mano: aprecio vuestra oferta, pero por ahora no os necesito sino para serviros.
El marqués despues de un expresivo apreton de manos á don Diego, de un galante saludo á doña Isabel, que le contestó maquinalmente, y de un frio y altivo saludo á Miguel Lopez, que casi no le contestó, salió de la cámara en la que quedaron solos don Diego, doña Isabel, su hermano don Fernando, que se paseaba pensativo, y Miguel Lopez que miraba alternativamente á doña Isabel y á don Diego, con la impaciencia de un lobo hambriento.
– ¿Me querreis explicar lo que ha pasado esta mañana, don Diego? exclamó Miguel Lopez volviéndose todo hosco á su cuñado apenas quedaron solos.
– Eso significa, que no habiendo yo podido asistir á la ceremonia, envié á Ayala á avisaros que se efectuase sin mí.
– ¿Y cual ha sido la causa de que no hayais podido asistir? replicó con un grosero acento de recelo Miguel Lopez: porque yo no creo en el mal de doña Elvira: creo mas bien en cierto mancebo, con quien segun me han dicho, os encontrásteis á la puerta de la casa.
– Veo que Ayala os ha dicho mas que lo que yo le habia mandado que os dijese. Pues bien ese mancebo…
– Ese mancebo es…
Don Diego interrumpió á tiempo á Miguel Lopez y acercándose á él le dijo rápidamente al oido.
– Ese mancebo es el emir de los monfíes de las Alpujarras.
– ¡El emir de los monfíes de las Alpujarras! exclamó Miguel Lopez, sin cuidarse de recatar su acento.
– ¡Una rebeldía contra el rey! exclamó toda trémula doña Isabel, que lo habia oido.
– ¿Veis Miguel, veis lo que es obligar á los hombres á que digan ciertas cosas delante de las mujeres?
– Es que yo creo que se me engaña.
– Dejemos palabras duras que no deben sonar entre nosotros: amabais á mi hermana, mi hermana es vuestra, y no solo vuestra sino que…
– Me ama, si, si en verdad, dijo con amarga ironía Miguel Lopez.
– Os juro, señor, dijo doña Isabel con voz firme y tranquila, que nadie me ha violentado para que fuese con vos al altar.
– Pero habeis ido desesperada; como si hubierais ido á vuestros funerales; pálida, llorosa.
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