Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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Asi silenciosos y mohinos, habiendo invertido todo el dia en la jornada, llegaron cerca de Orgiva á una venta situada en el recodo de un camino y flanqueada por altas y peladas rocas.

El sol tocaba al horizonte y su dorada y lánguida luz se perdia á lo lejos bajo las frondas de un espeso olivar que se veia en el fondo de un pequeño valle, entre una abertura de las breñas; al occidente, recortando fuertemente sobre el rojo color del cielo su oscura silueta se veian Orgiva y su castillo: por el opuesto lado la vista se detenia ante un monte cubierto enteramente de naranjos y limoneros.

Parecia que la venta se habia buscado exprofeso, oculta, por decirlo asi, en un recodo de un camino pendiente y en un seno de la montaña. Por todas partes se veian breñas: oíase en ellas el áspero graznar de las águilas que anidaban en las cimas, y á lo lejos el ruido de la violenta corriente del río de Orgiva.

El lacayo, que habiéndose adelantado, esperaba á la puerta de la venta á su señor, se acercó y le tuvo el caballo; al mismo tiempo el ventero, mozo fornido y de mala catadura, adelantó sombrero en mano.

– Bien venidos sean vuestras señorías á mi casa, dijo el ventero; este buen mozo, añadió señalando al lacayo, me ha avisado de antemano y nada falta.

Pareció como que se cruzaba una mirada de inteligencia, pero rápida y casi imperceptible, entre don Diego y el ventero.

– ¿Decís que nada falta? preguntó don Diego.

– Nada de cuanto se me ha pedido, contestó con desenfado el ventero: es verdad que ha sido necesario ir á buscarlo algo lejos; pero ello es que nada falta, nada.

– ¿Y qué quiere decir que nada falta? dijo Miguel Lopez con recelo.

Miró fijamente el ventero al que le preguntaba.

– No faltan ni buen lecho, dijo, ni buena cena, ni buen aposento: ¿qué mas quiere tener el hidalgo en medio de un camino?

– Menos palabras y mas obras, contestó siempre con su tono agresivo Miguel Lopez, y puesto que teneis buena cama, y buena cena, dadnos cuanto antes de cenar á fin de que cuanto antes podamos dormir.

El ventero desapareció hácia el interior y los lacayos desaparecieron con él, sin duda para ayudarle en los preparativos.

– ¿Sabeis lo que pienso Miguel? dijo don Fernando.

Miró con atencion y descaro Miguel Lopez al jóven como diciéndole:

– ¿Y bien qué pensais?

– Pienso, continuó don Fernando, que despues de las villanas sospechas que habeis concebido acerca de nosotros, no debemos permitir que durmais en el aposento en que nosotros durmamos.

– ¡Eh! ¡tanto me da!

– ¡Si insistís!

– Creo que he hecho muy mal en salir de Granada.

– ¡Os afirmais, pues, en vuestras dudas! pues bien: dormireis en aposento aparte… ó si os place mejor… Orgiva está cerca; en ella teneis, no solo conocidos y amigos, sino parientes: seguid hasta Orgiva, si os place: pero si tal haceis, os rogamos que no digais á alma nacida que paramos en esta venta: cuando se anda en empresas arriesgadas toda precaucion es poca.

– Me quedo, dijo Miguel á quien sin duda daba vergüenza llevar el temor hasta el extremo.

– Pues si os quedais, tomad aposento aparte.

– Le tomaré.

– Entonces, pues, no hablemos mas, y como creo que la cena nos espera entremos y cenemos.

Entraron y en el fondo del zaguan en un cenador que daba á un huerto, se sentaron alrededor de una mesa servida, y asistidos por los lacayos y por el ventero, empezaron á cenar en silencio.

Concluida la cena cada cual se retiró á su aposento.

La venta quedó envuelta en el mas profundo silencio.

Avanzó la noche.

A las ánimas tocaban las campanas de la iglesia de la cercana villa de Orgiva, cuando el mismo ventero que tan ligeramente hemos descrito, se levantó de junto á una mesa sobre la cual habia estado dormitando hasta entonces, ocultó la lámpara de hierro que le alumbraba, y en paso recatado atravesó el zaguan, abrió la puerta de la venta, la cerró de nuevo, atravesó el camino en direccion opuesta á Orgiva, y muy pronto se encontró marchando á largo paso entre las quebraduras.

Trepaba por uno de esos barrancos que suben por las faldas de las montañas y que al fin se extinguen, se pierden, se borran, acabando en punta, como si fueran un pliegue del terreno; cuando llegó á la parte media se detuvo en la oscura grieta de una caverna, y lanzó un silbido tan leve como el de una culebra.

A aquel silbido contestó otro en el interior.

– ¡Ah! ¿estais ya ahí? dijo el ventero.

– Si, si, pardiez, Reduan, dijo una voz áspera: y no alcanzamos por qué razon nos has hecho esperar en la cueva, cuando hubiéramos estado mucho mejor en la venta.

– Cada cual sabe lo que se hace, contestó el llamado Reduan. ¿Cuántos sois?

– Seis, que creo que bastamos para cualquier empeño de honra. ¿De qué se trata?

– De ganar cien doblones, dijo Reduan, á quien habian rodeado seis sombras que debian ser la de seis membrudos cuerpos de monfíes.

– ¿Y qué hay que hacer para ganar esos cien doblones? dijo uno de ellos.

– ¡Poca cosa! matar un hombre.

– ¡Ah! ¡pues si no es mas que eso…! ¿y donde está ese hombre?

– En mi casa.

– ¡Ah! ¿es acaso el hombre que acompañaba hoy por el camino á don Diego y á don Fernando de Válor?

– El mismo. Pero tú debes conocer á ese hombre, Farix, añadió Reduan dirigiéndose al que habia hablado.

– Si por cierto; es el renegado Miguel Lopez, á quien tengo grandes deseos de antecoger delante de mi ballesta. Es un traidor.

– ¿Y cómo sabeis vosotros que Miguel Lopez acompañaba á don Diego y á don Fernando de Válor?

– Esta mañana el wali Harum nos ordenó en nombre del poderoso emir, que observásemos el camino, sin dejar de reparar si iban ó venian golillas, hidalgos ó soldados.

– Es verdad: se nos aprieta tanto por ese endiablado rey de España, que será necesario romper por todo y hacer lagos de sangre cristiana para bañarnos en ella. Dia llegará en que… pero por ahora pensemos en nuestro negocio: el asunto de que se trata es un asunto particular de don Diego de Córdoba y de Válor. Ya sabeis que es pariente del emir, y que estamos obligados á servirle, sobre todo, cuando tan bien lo paga.

– Es muy justo.

– Pero importa que nadie sepa que le hemos servido. Ya sabeis que el emir castiga á sangre toda muerte que se hace, como no sea en combate ó por órden expresa.

– ¿De modo que á don Diego le estorba ese renegado?

– Algo debe de haber: lo que yo sé es que á media tarde llegó un lacayo de don Diego y me dió una carta: aquella carta decia en arábigo: «Es necesario que, para servicio de Dios y del emir, tengas prevenidos para esta noche algunos de los monfíes mas valientes que se encuentren por los alrededores.» Os avisé. Despues llegaron don Dieg, don Fernando y Miguel Lopez. Cenaron, y luego Miguel Lopez se encerró en un aposento aparte y en otro los dos hermanos. Los lacayos se fueron al pajar: yo entonces subí al aposento de don Diego por la ventana del cuarto, segun me lo habia dicho don Diego, aprovechando un descuido del Lopez, que se muestra muy receloso, y cuando estuve dentro me dijo que os ofreciera cien doblones por matar un hombre y que, si consentiais, os llevase al huerto y que él mismo hablaria con vosotros. Puesto que consentís seguidme.

Los monfíes siguieron en silencio á Reduan, descendieron á una rambla y á través de algunas quebraduras llegaron á las bardas de un huerto, y uno tras otro las saltaron con la agilidad y el silencio del gato montés.

Apenas habian desaparecido entre las quebraduras, cuando salió de la cueva otro hombre que, sin duda, habia estado oculto en su fondo entre las tinieblas, por lo que los monfíes no habian reparado en él.

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