Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Don Diego comprendió que estaba enteramente cogido.
– Os pido veinte y cuatro horas para contestaros, dijo á Miguel Lopez.
– Tomaos si quereis cuarenta y ocho ó ciento. No me corre gran prisa.
– Quiero ademas ver algo de lo que vos habeis visto.
– ¡Ah! ¿quereis ver si vuestra hermana ama al señor Juan de Andrade? En buen hora. Id mañana al amanecer á mi casa. Entre tanto, que os guarde Dios: os dejo en libertad para que mediteis.
Y salió.
Por mas que meditó don Diego no encontró medio para salir del atolladero en que le habia metido la traicion de Miguel Lopez. Por mas vueltas que le dió, solo encontró una solucion: la de casar á su hermana con aquel bandolero, y estar en acecho de una venganza terrible.
Al dia siguiente al amanecer, don Diego acompañado de Miguel, vió desde una de las celosías de una casa situada á espaldas de la de su hermana, á Yaye y á Isabel que hablaban indudablemente de amor, cada cual en sus respectivas galerías.
Esto tenia lugar algunos dias antes de la noche en que se vieron en el jardin Yaye é Isabel.
Don Diego apremiado por Miguel, le concedió sin condiciones, y con un cuantioso dote la mano de su hermana.
Don Diego vendia cobardemente á la pobre Isabel.
Isabel se vió intimada de una manera dura á casarse con Miguel Lopez; entonces en su desesperacion pensó en huir con Yaye y le citó y le arrojó la llave del postigo del jardin.
Don Diego vió el significativo arrojo de la llave desde su acechadero.
Aquella noche don Diego y Miguel entraron furtivamente en el jardin de la casa de don Fernando, y ocultos tras un cenador de jazmines presenciaron la breve y desgarradora escena habida entre Yaye é Isabel.
Don Diego activó las bodas, contando ya con el asentimiento que la desesperacion habia arrancado á su hermana.
El mismo dia y á la misma hora en que iba á celebrarse el casamiento, Yaye habia aparecido de repente pálido y convulso ante don Diego.
Hé aquí la razon de que, al ver al jóven, don Diego se sorprendiese y se aterrase.
Volvamos á aquella situacion.
– Creo no equivocarme dijo Yaye descubriéndose cortesmente, con el rostro densamente pálido, y con la voz temblorosa por una cólera mal contenida, creo no equivocarme creyendo que hablo con don Diego de Córdoba, señor de Válor.
– Asi es, caballero, contestó don Diego descubriéndose á su vez y con un duro acento de extrañeza: creo tambien no equivocarme creyendo que vos sois el señor Juan de Andrade.
– Necesito de todo punto hablaros, dijo con precipitacion Yaye.
– ¿Y no podriamos hablar en otra ocasion? porque ahora, siento decíroslo, me esperan para un asunto muy importante: doña Isabel mi hermana se casa, me esperan en la iglesia.
– Pues porque vuestra hermana se casa, es cabalmente por lo que me urge hablaros: es necesario que ese casamiento no se haga.
– No comprendo caballero, dijo palideciendo con la palidez de la irritacion don Diego de Córdoba, con qué derecho pretendeis ser importuno en esta ocasion.
– Leed, dijo Yaye, sacando de un bolsillo de sus gregüescos la carta que la noche antes le habia dado su padre.
– Permitid que os diga que vuestra tenacidad raya en ofensiva: no tengo tiempo; venid mas tarde.
– Leed lo que os escribe mi padre Yuzuf Al-Hhamar: leed: os lo mando yo, yo el emir de los monfíes.
Y al decir estas palabras, que pronunció con la arrogancia de un rey que amenaza, pero en acento tan bajo que solo pudo ser oido por don Diego, Yaye se cubrió como un superior delante de su inferior.
Don Diego por inadvertencia ó por asombro, permaneció descubierto, fijó una mirada atónita en Yaye, y quedó enmudecido por la sorpresa.
Al fin se rehizo, tomó la carta, reparó en que Yaye se habia cubierto, se cubrió, abrió el pliego y leyó.
Apenas hubo leido algunos renglones de aquel escrito, que lo estaba en árabe, se volvió, infinitamente mas pálido y convulso á uno de sus servidores.
– Ayala, le dijo en voz baja, id al momento á la colegiata del Salvador, llamad aparte al licenciado Periañez, y decidle que dé la bendicion á los novios en el momento; que para que no se extrañe mi falta invente cualquier pretexto… que no se me espere, en fin. Id, id al momento.
El servidor que tenia visos de ser uno de esos hidalgos pobres que no tenian á deshonra servir á los grandes señores en aquellos tiempos, partió.
– Y vos doña Elvira, añadió don Diego, volviéndose á la dama que hasta entonces habia presenciado con una viva curiosidad aquella escena, volveos á vuestros aposentos. Vosotros idos, añadió dirigiéndose á la servidumbre y vos caballero seguidme.
– ¿Y no seria mejor que nosotros mismos fuésemos? dijo Yaye sin moverse de su sitio.
– No, no, seria imprudente: vuestra presencia en la iglesia podria producir un escándalo, y luego… mi mensaje se obedecerá.
– Ved don Diego que vuestra hermana es mi vida.
– Si Dios quiere, tendreis vuestra vida… si por desgracia, si por casualidad fuera imposible… quejaos á vos mismo, primo. Ahora venid.
Yaye cedió, y siguió á don Diego: en su preocupacion no reparó que el berberisco Kaib, habia seguido á Ayala en el momento que este habia salido de la casa para cumplir el encargo de su señor.
CAPITULO VII.
En que se relatan extraños é importantes sucesos
Doña Elvira saludó ceremoniosamente á su esposo cuando este la mandó que volviese á sus aposentos, arrojó una última mirada á Yaye, y acompañada de dos doncellas, subió unas descomunales escaleras, atravesó un ancho corredor, abrió una mampara de marroquí rojo, atravesó una rica antecámara, entró en una magnífica cámara y sentándose en un sillon, dijo á sus doncellas:
– Dejadme sola.
Las doncellas salieron: mientras resonaron sus pasos doña Elvira permaneció inmóvil en el sillon donde se habia sentado, y profundamente pensativa; luego cuando el ruido de los pasos de las doncellas se hubieron extinguido en las habitaciones interiores, se levantó, atravesó la puerta por donde aquellas habian salido y cerró por dentro otra segunda puerta, despues volvió á la cámara y se fué en derechura á un gigantesco espejo de Venecia, que la reprodujo por entero.
Doña Elvira lanzó una mirada ansiosa al espejo, ese confidente de la mujer que tanto podria revelar si Dios por un milagro le animase y le diese memoria y voz.
Luego atravesó en paso leve y furtivo la cámara, abrió silenciosamente una puerta y entró en un retrete oscuro.
Una vez allí se colocó tras el tapiz de una puerta.
Desde allí se veia una habitacion de hombre; pero bella y ricamente alhajada.
En aquella habitacion habia dos hombres que acababan de entrar.
Don Diego de Córdoba y de Válor, y Yaye-ebn-Al-Hhamar.
El jóven estaba cubierto aun del polvo del camino, pero su trage era muy bello, le caia muy bien y sobre todo ganaba sobre su gallarda y esbelta persona.
Estaba cansado, anhelante, dominado por una ansiedad profunda, densamente pálido, y con la mirada impregnada de una ardiente melancolía.
Doña Elvira no le habia visto nunca tan hermoso, y sintió que el corazon se la comprimia, se la desgarraba; nunca habia sufrido tanto.
Don Diego estaba visiblemente contrariado.
Notábase que sentia respeto y aun temor delante de Yaye, como si se hubiera encontrado delante de un rey á quien hubiese tenido que rendir estrecha cuenta de sus acciones.
En efecto, considerando que Yaye era rey de los monfíes por la abdicacion de su padre, abdicacion que Yuzuf participaba á don Diego en la carta que le habia entregado Yaye, don Diego se veia obligado á respetarle: el valor indomable y tenaz, los sacrificios por la patria, la conservacion de las tradiciones de su ley, todo daba á los monfíes un prestigio merecido entre los moriscos y á su rey un poder terrible.
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