Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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– Es decir que si os gano, me quedo con vuestra protegida y con vuestra yegua.
– Cabalmente.
– Determinemos la apuesta.
– El que saque del convento legítimamente ó no á doña Elvira, en una palabra, el que sea preferido por ella, gana.
– Aceptado.
– ¿En cuánto tiempo?
– En quince dias, dijo don Diego de Válor.
– Sea en quince dias.
– Ademas hagamos otra apuesta, dijo don Diego, que era muy previsor.
– ¿Cuál?
– Podrá suceder que para sacar á doña Elvira del convento sea necesario casarse con ella.
– ¡Diablo!
– Yo lo preveo todo: una vez empeñados, no repararemos en nada, y como es hidalga y hermosa, y entrambos estamos libres… ¿quién sabe?..
– Teneis razon.
– En el caso que vos ganárais, don Gabriel, ya sea que ella se vaya con vos, ya que os caseis con ella, podeis tener por seguro que yo procuraré soplaros la dama ó la mujer.
– Lo mismo procuraré yo, don Diego, si la suerte os favorece.
– Determinemos aun mas: si solo es querida de uno de los dos, la apuesta será vuestro coselete de Milan cincelado, contra la magnífica espada de Damasco que he heredado yo de mis abuelos y que tanto os agrada.
– Sea.
– Pero si doña Elvira fuese esposa de uno de los dos…
– Entonces, don Diego, tenemos apostada la vida á estocadas.
– Me habeis comprendido.
Los dos calaveras se estrecharon las manos, apuraron los vasos y no volvieron á hablar de aquel asunto.
Cuando se separaron, don Diego recordó que tenia una parienta amiga de la abadesa de santa Isabel la Real; fuése á su casa muy temprano, á la hora en que la buena señora oia su misa cotidiana, y la expuso la necesidad que tenia de depositar por algun tiempo á su hermana doña Isabel en un convento.
La anciana parienta se prestó y despues de la misa fueron al locutorio.
La casualidad favoreció á don Diego.
Como sabemos, la abadesa llevó consigo al locutorio á doña Elvira.
Vióse esta mirada por la primera vez de una manera ardiente; vió tambien por la primera vez de su vida á un hombre que era casi tan hermoso como ella, y se enamoró.
Don Diego, por su parte, se enamoró tambien.
Aquella misma tarde el andadero del convento tuvo medio de poner en las manos de doña Elvira una carta de don Diego.
Aquella carta encerraba las primeras palabras de amor que se habian dirigido por un hombre á doña Elvira.
Esta, sin embargo, no contestó.
Al dia siguiente la abadesa llamó á su celda á doña Elvira, y la dijo toda trémula y asustada que el marqués de la Guardia la pedia por esposa.
Doña Elvira dijo que no conocia al marqués, y que no pensaba casarse con él.
Aquella tarde el andadero dió á doña Elvira dos cartas: la una era de don Diego de Válor, la otra del marqués.
La jóven entregó esta última rasgada al andadero para que la devolviese á don Gabriel Coloma, y otra cerrada para don Diego de Válor.
Esta última decia únicamente:
«Caballero: el señor marqués de la Guardia, á quien no conozco, ha pedido á la madre abadesa mi mano. Vos decís que me amais, ¿por qué no haceis lo mismo? – Elvira de Céspedes.»
Don Diego se habia enamorado perdidamente de doña Elvira, y habia comprendido á la primera ojeada que la jóven no saldria del convento sino por la puerta del matrimonio.
Esta certidumbre dió por resultado que dos dias despues la abadesa llamase de nuevo á doña Elvira á su celda y que la dijese muy tranquila, por qué su primera negativa á una demanda de matrimonio la habia hecho creer en la vocacion de la jóven al claustro, que don Diego de Córdoba y de Válor la pretendia por esposa.
Doña Elvira, con gran terror y sentimiento de la abadesa, contestó poniéndose encendida como una guinda:
– Decid á ese caballero, que le acepto por esposo.
Ocho dias despues el marqués de la Guardia envió con un escudero suyo á don Diego de Válor su yegua Niña , enjaezada con un caparazon de brocado azul, cabezon, cincha y pretal de lo mismo, y freno y estriberas de plata cincelada.
A mas de esto, en el caparazon, y dentro de ricas fundas iban dos magníficas pistolas cargadas.
– Comprendo: dijo para sí don Diego de Válor al ver las pistolas, y al reparar que iban cargadas: he ganado la primera apuesta casándome con doña Elvira, y estamos empeñados en la segunda: veremos quien á quien.
Por su parte el marqués habia dicho al poner las pistolas en el caparazon:
– Le he criado, como quien dice, la novia, se la he dotado, le pago con mi mejor vicho una apuesta perdida… mil doscientos cincuenta ducados por una parte… mil trescientos valor de la yegua, por otra… dos mil los jaeces y las pistolas… cuatro mil seiscientos cincuenta ducados en suma… pues señor, es preciso que yo me cobre de todo esto en su mujer.
Como vemos, las consecuencias de la burla hecha por el marqués al difunto padre de doña Elvira, continuaban en una progresion horrible.
Una vez casada se reveló el verdadero carácter de doña Elvira.
Era una mujer altiva y dura, y al poco tiempo de casada, apenas lanzada la influencia del convento, á las primeras lecciones recibidas del mundo, se convirtió en una de esas personas que todo lo calculan bajo el influjo de la mas descarnada razon; no amaba á don Diego: habíase casado únicamente con él para salir del convento, que la horrorizaba, pero como jamás habia amado no se habia visto obligada á hacer ningun sacrificio: ella era extremadamente hermosa y estaba muy pagada de sí misma; pero en cambio don Diego era un mancebo hermosísimo, que sino interesaba su corazon conmovia sus sentidos; en una palabra, aunque el alma de doña Elvira no acogia á don Diego, sus deseos la arrastraban á él: los primeros meses, pues, del matrimonio de estos dos seres tan semejantes entre sí, que nunca debieron haberse casado, fueron un continuo delirio. Pero no era don Diego hombre á quien pudiesen fijar, apartándole de sus viciosas inclinaciones, la virtud, la hermosura y las candentes caricias de una mujer tal como doña Elvira: paso á paso don Diego fue volviendo á su antigua vida, y como jamás se habia recatado del mundo, no se recató de su esposa: la altiva doña Elvira no era mujer que mirase sin un ardiente deseo de venganza la ofensa hecha á su hermosura, á su orgullo: desapareció enteramente el amor material que le habia inspirado don Diego, y solo pensó en vengarse: una herida en el orgullo se paga con otra herida semejante: doña Elvira dejó de ser la hasta entonces honesta y malcarada dueña, y tuvo sonrisas para adoradores que ya habian desesperado, no solo de obtenerla sino aun de ser mirados sin enojo: entre ellos el marqués de la Guardia se habia dado por vencido y habia dicho á don Diego á los tres años despues de su casamiento:
– Amigo mio: podeis llamaros feliz: apostamos á bulto sin conocerla acerca de doña Elvira, y encontrásteis en ella una niña hermosísima de quien os hicísteis amar: me ganásteis pues, la primera apuesta: la hermosa jóven ha sido y es una mujer fuerte: aunque la dais mala vida, os ama y guarda vuestro honor, á pesar de que, sin contar conmigo, que la he pretendido de mil maneras, la han rodeado los galanes mas peligrosos. He perdido mi segunda apuesta y vuestro es mi coselete de Milan. Sin embargo no lo siento; vuestra mujer me ha dado el ejemplo de las mujeres santas en el matrimonio, y yo voy á buscar otra semejante, por mejor decir la he encontrado ya: os convido, pues, á mi segunda boda dentro de ocho dias. Llevad con vos á vuestra mujer.
Y el marqués y don Diego se estrecharon las manos y bebieron como el dia en que habian hecho la apuesta.
Doña Elvira á pesar de su orgullo ofendido y de su determinacion de tomar en el honor de su esposo unas terribles represalias, nada hizo que pudiera ofender á la honra de don Diego.
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