Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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No era hombre el licenciado Céspedes que á los cuarenta y cinco años se anduviese con telégrafos (que hoy se dice) ni con billetes, ni con otras gerzonias, diametralmente opuestas á su carácter natural, y sobre todo á su carácter judicial: asi es que, despues de haberlo maduramente decidido, se puso un dia su loba mas rica, su mejor golilla y su reluciente espadin de córte, y se presentó casa de su vecino el valiente capitan de los tercios de Italia Illan de Aponte, al que redondamente pidió su hija por esposa.

El capitan no encontró razon para echar á la calle aquella fortuna tan inesperada, que tan de rondon y tan formal se metia por las puertas de su casa.

Entonces no se contaba para nada con la voluntad de las mujeres, ya se tratase de casarlas, ya de emparedarlas en un convento. El capitan Aponte dió palabra formal de soldado honrado al alcalde de Casa y Córte, de que su hija seria su esposa.

Dióse traslado á la parte, esto es: á doña Clara, que así se llamaba la pretendida.

Esta se sobrecogió, se puso pálida y tartamudeó algunas palabras que su padre atribuyó al pudor natural de una doncella de veinte años.

El padre se engañó.

Lo que causaba el sobrecogimiento de su hija era que estaba enamorada de un mancebo noble, hermoso y rico, y comprometida con graves compromisos, de que pudiera haber dado testimonio cierto postigo situado en cierta calleja.

Ello es el caso que el amante supo que se le habia metido entre su amor y su amada, como una cuña de hierro, á la que servia de mazo la autoridad paterna, todo un alcalde de Casa y Córte.

A grandes males grandes remedios: el noble y rico mancebo, se puso su mas rico trage de brocado, su cadena de mas valía y sus mejores preseas, y acompañado de lacayo y escudero, se presentó en la casa del capitan de Italia y dejó oir en ella el aristocrático y altisonante nombre del marqués de la Guardia.

Apresuróse á recibirle el capitan. El noble marqués le dijo sin rodeos que queria ser esposo de doña Clara.

¡Ira de Dios y quien podria contar la impresion que causaron estas palabras en el honrado veterano! Levantóse delante de él como una horrenda fantasma la palabra que habia dado al alcalde de Casa y Córte, porque, al fin, teniendo para su hija un marqués jóven y poderoso, era indudablemente una desgracia tenerse que contentar con un golilla, ya casi viejo, casi pobre y mas de un casi feo.

El capitan tardó quince minutos en contestar; al fin haciendo un esfuerzo y tragando saliva, dijo que tenia empeñada su palabra, y que no faltaria á su palabra por nada del mundo.

El marqués iba preparado á esta respuesta y la contestó sin detenerse un punto.

– Vos no os habreis comprometido á casar vuestra hija sino en España.

Miró con asombro el capitan al marqués porque no le comprendia.

– Quiero decir que si ese hombre á quien habeis dado vuestra palabra se viese obligado á pasar los mares y á llevarse vuestra hija…

– Indudablemente, esa circunstancia me dejaría en libertad, dijo el señor Illan.

– Pues os juro que quedareis libre… solo os pido.

– ¿Qué…?

– Que dilateis con cualquier pretexto el casamiento de vuestra hija durante quince dias, solos quince dias, y que guardeis un profundo secreto acerca de nuestra vista.

El capitan lo prometió solemnemente: esto era una especie de conspiracion contra el alcalde de Casa y Córte: una traicion, pensando severamente; pero el caso era cubrir las apariencias, y sobre todo se trataba de un golilla, de uno de esos hombres que estan tan acostumbrados y tan prácticos para buscar callejuelas á la ley.

El alcalde era tratado en su propio terreno y con sus propias armas.

El marqués escribió aquel mismo dia á un su amigo de la córte, hombre poderoso y muy privado de los privados del emperador; á su carta acompañaba un libramiento de buena ley de mil ducados.

A los doce dias, sin saber cómo ni por donde, el alcalde de Casa y Córte recibió una provision de oficio de oidor de la Real Audiencia de Méjico.

En los primeros momentos de júbilo el licenciado Céspedes se trasladó provision en mano casa de su futuro suegro.

Pero este con gran asombro suyo le dijo gravemente:

– ¿Y pensais aceptar, señor Juan de Céspedes?

– ¡Que si pienso aceptar! exclamó con extrañeza el alcalde: pues decidme: ¿qué harías vos si os nombrasen virey de Méjico ó de Santiago de Cuba?

– Aceptaria con toda mi alma: ya lo creo.

– Pues ved ahí que con toda mi alma acepto yo.

– Pues en ese caso… dijo con una verdadera turbacion el capitan, en ese caso, yo os retiro la palabra que os he dado.

La turbacion del capitan consistia en que el buen hidalgo no habia ejecutado nunca dobles papeles y le repugnaba la intriga.

– ¡Qué… me retirais vuestra palabra!.. es decir, ¿cuando puedo acumular sin ofender á Dios ni á la justicia grandes riquezas? exclamó el alcalde poniéndose pálido.

– No son las riquezas las que me mueven… dijo balbuceando de nuevo el capitan, porque le repugnaba la mentira tanto como la intriga, pero yo habia contado con que no saldríais de España: bien sabeis, puesto que sois jurista, que no podríais obligar á vuestra mujer á que se embarcase.

– ¿Con que es decir?..

– Que ó renunciais á ese oficio de oidor, ó á mi hija.

Meditó algunos segundos el alcalde.

– No puedo renunciar, dijo, una fortuna que Dios me envia… si yo fuera solo… pero tengo una hija.

– ¿Cómo que teneis una hija?

– Sí señor, una hija de mi difunta esposa…

– ¡Sois viudo!..

– Ciertamente…

– Hé aquí otra circunstancia que me dispensa de mi palabra… nada de vuestra viudez ni de vuestra hija me habíais dicho.

– Pero lo sabe todo el barrio…

– Pues ved ahí, yo no lo sabia.

– Decididamente…

– Yo no he dado mi palabra ni á un viudo con hijos, ni á un oidor de las Indias.

– Estais en vuestro derecho, dijo roncamente el alcalde de Casa y Córte, ó mejor dicho, el oidor de la Real Audiencia de Méjico. Y así, adios, señor capitan Aponte.

– ¿Quedamos, pues, recíprocamente libres?

– De todo punto. Podeis casar á vuestra hija con quien mas os convenga.

Separáronse, pues, de una manera ruda.

Ocho dias despues, doña Clara de Aponte era marquesa de la Guardia.

El señor Juan de Céspedes comprendió entonces por qué le habian hecho oidor sin solicitarlo.

Ocho dias despues de haber sido elevada á marquesa doña Clara, el presidente de la chancilleria de Granada llamó al señor Juan de Céspedes.

– Señor licenciado, le dijo, siento daros una mala noticia.

Juan de Céspedes solo contestó poniéndose pálido.

– Se me encarga de órden de S. M. Cesárea, que os recoja la provision de oidor de la Real Audiencia de Méjico, que no puede llevarse á efecto… porque os la han enviado por una equivocacion.

Juan de Céspedes comprendió entonces que habia sido burlado.

Esto consistia, no en que el marqués de la Guardia hubiese influido para aquella segunda peripecia, sino en que los mil ducados enviados á la córte, habian sido bastantes para que en las secretarías de Estado se hiciese aquella infame farsa, sorprendiendo el ánimo del emperador; pero no bastaban, de ningun modo, para comprar un oficio tal como el de oidor en Indias, que entonces era considerado como una mina de oro.

Juan de Céspedes enfermó de rabia y de dolor porque ya se habia consentido y aun infatuado con su carácter de oidor.

La enfermedad concluyó pronto, pero concluyó en la tumba.

Doña Elvira quedó enteramente huérfana.

El marqués de la Guardia, que era un calavera capaz de jugar una sangrienta pasada al mismo diablo, y que solo se habia casado con doña Clara, porque todos los hombres tienen un cuarto de hora en que se casan, no era por esto infame. Sintió que su burla al pobre alcalde hubiese tenido tan negro desenlace, encontró bajo aquella burla una pobre huérfana, sin mas amparo que la caridad pública, y reconoció como un deber el protegerla.

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