Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Entonces notó Yaye una cosa extraña. Abd-el-Gewar se detuvo y se puso pálido; el desconocido se detuvo tambien, irguió la cabeza, miró de una manera altiva al anciano, y despues se quitó la toquilla, le saludó, y pasó: Abd-el-Gewar se inclinó ligeramente, y se encamino á las escaleras, y el desconocido llegó á la puerta del aposento donde estaba la extranjera, se puso el baston bajo el brazo derecho, sacó una llave, abrió la puerta, entró, y cerró.
Poco despues Abd-el-Gewar, preocupado y pálido aun, estaba en la puerta del corral junto á Yaye.
– ¿Conoceis á ese caballero? le dijo el jóven: os habeis conmovido al verle, y él os ha reconocido, y os ha saludado.
– Si, si por cierto: es él.
– ¿Y quién es él?
– Es el señor Alvaro de Sedeño, antiguo y valiente soldado de los tercios del rey… y uno de los mejores servidores de tu padre.
– ¡Ah! ¡es monfí!
– Lo ignoro; es un secreto que tu padre jamás me ha revelado.
– ¿Pero donde habeis vos conocido á ese hombre?
– Muchas veces le he visto al lado de tu padre y hablando con él familiarmente en la montaña.
– Y sabiendo que ese hombre sirve á mi padre, ¿por qué palidecísteis á su vista?
– Es que ese hombre, no sé por qué, desde que le vi, me causó repugnancia, aversion, temor…
– Lo mismo me ha sucedido á mí, cuando hace un momento le he visto por primera vez.
– Me parece ese hombre fatal, dijo distraidamente Abd-el-Gewar, pero aqui viene Hamet; sin duda nos esperan ya nuestras cabalgaduras… es necesario partir.
En efecto, un monfí jóven y gallardo entraba en aquel momento en el meson y se dirigió al lugar donde estaban el jóven y el anciano.
– Los caballos esperan, dijo descubriéndose, en la rambla del río cerca de Tablate.
– ¿Enjaezados como conviene? dijo Yaye.
– No ha sido posible, pero se les pondrán los arneses de los que dejemos.
– ¡Otra detencion mas! dijo suspirando Yaye, en quien habia vuelto á recobrar todo su influjo el recuerdo de Isabel.
– Por lo mismo, dijo Abd-el-Gewar, es necesario detenernos aqui lo menos posible: paga al mesonero, Hamet, y que saquen los caballos.
Mientras esto se hacia, Yaye, que á pesar del recuerdo de Isabel no dejaba de tiempo en tiempo de lanzar una mirada al aposento donde se encontraba la princesa mejicana, vió que aquel aposento se abria y que salian de él primero dos mujeres, cuidadosamente envueltas en largos mantos negros, tras ellas dos criadas y despues el estropeado: atravesaron el corredor, bajaron las escaleras y pasaron junto á Yaye y Abd-el-Gewar: delante iba el capitan: saludó fria y ceremoniosamente á los dos, y cuando pasaron las mujeres, Yaye creyó notar que la mas esbelta de las encubiertas le dirigia un leve movimiento de cabeza, y que la otra encubierta, cuyo paso era menos ligero, le miraba á través de su manto con ansiedad.
Nada pudo notar el capitan. Cuando llegaron al carro, el zagal apoyó una pequeña escala contra la delantera y las dos mujeres y las criadas entraron y se ocultaron bajo la cubierta; despues subió el capitan, y antes de desaparecer saludó de nuevo, pero de una manera que tenia mucho de insolente, á Yaye y Abd-el-Gewar.
Despues de esto el carro echó á andar á buen paso.
Apenas se habia separado el carro de la puerta del meson, cuando Harum-el-Geniz se dirigió gentilmente á la salida del meson.
– ¡Eh! ¿á donde vais, Pedroz? le preguntó con imperio Abd-el-Gewar.
– El señor me ha ordenado… dijo Harum deteniéndose y señalando á Yaye.
– Va á un asunto mio, dijo el jóven, dejadle ir.
Y el monfí, en vista de un ademan del jóven, siguió su camino.
Sigámosle.
El carro descendia con lentitud, por el pendiente camino que conduce al puente de Tablate desde Lanjaron. El monfí, en vez de seguir ostensiblemente tras el carro, rodeó por las tapias del pueblo, se perdió entre los olivares y echándose la espada al hombro, y despues de haberse quitado las espuelas, que le embarazaban, empezó á andar con una rapidez maravillosa. Muy pronto estuvo entre quebraduras y despues de haber flanqueado la montaña por espacio de una hora, se encontró marchando sobre las crestas de los montes á cuya falda se extiende el camino de las Alpujarras á Granada.
El carro del estropeado y el soldado que le escoltaban se veian á lo lejos: muy pronto una nube de polvo apareció por un recodo del camino, y un grupo de ginetes adelantó á la carrera, alcanzó el carro, pasó adelante y se perdió en otro recodo: eran Yaye, Abd-el-Gewar y los veinte monfíes.
Harum, que se habia quedado á pié para cumplir el encargo de Yaye, y que ciertamente atendidas su robustez, su agilidad y lo pujante de su marcha no necesitaba caballo para llegar desde aquel punto y en poco tiempo á Granada, se detuvo, y sacando un silbato de hierro de su bolsillo, le hizo lanzar por tres veces un largo y poderoso silbido.
Al poco espacio salieron de las breñas cercanas y con poco intervalo de una á otra aparicion, tres monfíes con su trage característico de montaña y con fuertes ballestas.
– Que el señor Altísimo y único sea con vosotros, dijo Harum.
– Allah te guarde walí 7 7 Equivalente á gobernador, á capitan de gente de guerra.
, dijo uno de ellos, ¿qué nos quieres?
– Lo que voy á deciros os lo dice por mi boca el magnífico emir de las Alpujarras.
Los tres monfíes hicieron una zalá ó saludo á la usanza mora.
– Estamos dispuestos á obedecer, dijo el que hasta entonces habia hablado.
– ¿Veis allá á lo lejos en el camino un carro?
– Le vemos.
– Pues bien, es necesario no perder de vista ese carro.
– ¡Lleva oro! exclamó con la alegría de un bandido que presiente una presa otro de los monfíes.
– No, repuso Harum, en aquel carro van dos damas cubiertas con mantos, un soldado castellano, tuerto, manco y cojo, y dos criadas.
– ¡Ah!
– Tú eres un gamo y un lobo, hijo, dijo Harum dirigiéndose al que habia hablado primero. Parte á cuanto andar puedas, y haz que de uno en otro puesto de la montaña no falten diez de los nuestros, que no pierdan un solo momento de vista ese carro. Si se detiene, si las damas que van en él corren algun peligro, defendedlas.
– Muy bien.
– Que cuando yo llegue á la puerta del Rastro de Granada, que será esta tarde, sepa si ha llegado ó no el carro, y si ha llegado, en qué casa han parado el soldado y las dos damas.
– Muy bien.
– Ea, pues, tú, Zeiri, piés á la montaña. Vosotros seguidme.
Unos y otros se perdieron muy pronto entre las ásperas cortaduras.
A las siete de la mañana habian salido Yaye, Abd-el-Gewar y los veinte monfíes del meson de Lanjaron; á las once del dia Yaye y Abd-el-Gewar á caballo y solos, atravesaban la plaza larga del Albaicin de Granada.
CAPITULO VI.
En que se presentan nuevos é interesantes personajes
Muy poco despues Yaye y Abd-el-Gewar, llamaban á la puerta de su casa y un esclavo les abria.
Yaye desmontó, y llevando por si mismo su caballo del diestro, mientras el esclavo conducia el de Abd-el-Gewar, atravesó el zaguan, la calle principal del jardin y metió el caballo en la caballeriza. Despues salió al jardin y lanzó una ansiosa mirada á la galería de las habitaciones de Isabel: estaban desiertas, las celosias cerradas, un profundo silencio dominaba en aquella casa.
Aquel silencio, que nada tenia de extraño atendido á que era el medio dia de uno caloroso de junio, impresionó al jóven; y es que cuando estamos predispuestos á recibir impresiones tristes, estas impresiones emanan para nosotros de todo lo que nos rodea.
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