Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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– ¡Y si no puedo vengarla, señor, trasmitiré á mis hijos mi venganza!
– Sí, nuestra venganza pasará de generacion en generacion. Dios querrá que se cumpla. Dios querrá que la sangre de tu madre no quede sin venganza. ¡Qué! ¿permitirá Dios que queden impunes los infames que me robaron á un arcángel del sétimo cielo! Abd-el-Gewar cree que no debí unirme á tu madre porque era cristiana. ¡Oh! era imposible verla y no amarla. Acaso yo, moro de raza, enemigo á muerte del nombre cristiano, no debí sucumbir á los amores de una infiel. Pero basta ver esa tabla para disculparme: su pureza era tan grande como su hermosura, y tan grandes como su pureza y su hermosura sus virtudes. Cómo verla y no amarla? ¿Cómo amarla y no codiciarla? ¿Cómo codiciarla y no ceder á su voluntad? ¿Has visto alguna vez, hijo mío, una mujer semejante á tu madre?
– Sí, dijo roncamente Yaye, la he visto, existe.
– ¿Que existe? ¿que la has visto?
– Ayer la ví por la última vez… la estoy viendo ahora: la veis vos… porque su imágen, está ahí, en esa tabla, con su misma frente pura, pálida y tranquila: con sus mismos ojos de mirada ardiente y lánguida, con su boca de sonrisa melancólica… Es ella… ella misma… Y luego su nombre… mi madre se llamaba doña Ana de Córdoba y de Válor, y esa mujer de quien os hablo, esa mujer que parece reproducida en esa tabla, que vive, que tiene la misma edad que representa el retrato de mi madre se llama…
– Doña Isabel de Córdoba y de Válor, dijo interrumpiendo á Yaye Yuzuf, que habia escuchado con un asombro y un placer marcados, la ardiente descripcion que su hijo habia hecho de doña Isabel, comparándola con su madre.
– ¡Cómo! la conoceis, señor.
– Doña Isabel de Válor es hija del hermano de tu madre, es tu prima hermana.
– ¡Misericordia de Dios! exclamó Yaye.
– Tú la amas, hijo mio, añadió Yuzuf: la amas, porque al pronunciar su nombre, al hablar de ella, tu voz era trémula, estabas conmovido: amándola has colmado mis mas ardientes deseos; yo… yo he sido quien te he puesto al paso de esa mujer.
– ¡Vos, señor!
– Si, yo compré para tí la casa inmediata á la de don Fernando de Válor, con quien vive doña Isabel.
– ¡Ah padre mio! ¡la fatalidad nos persigue!
– ¡Cómo, amas á Isabel y ella no te ama!
– Ella, señor, muere por mí.
– Pues si tú la amas… si ella te ama… ¿acaso sus hermanos?..
– Sus hermanos no conocen nuestros amores: yo procuraba alejarme de su trato todo lo posible porque los despreciaba y los desprecio… son renegados.
– ¿Y por qué Isabel es hermana de los renegados te has sobrepuesto á tu amor… al suyo… y acaso la has despreciado?
– Anoche, señor, dijo Yaye confundido por el ronco acento de su padre, he resistido á su amor, la he dejado anegada en llanto, sentenciada á un destino horrible… porque… Isabel ha preferido perderme y ser infeliz, á dejar la religion cristiana; porque yo musulman no podia ser esposo de la cristiana hija de los renegados.
– ¿Y por qué, dijo con doble severidad el anciano, has desgarrado entre tus manos su corazon? ¿Por qué la has enamorado si no creias posible tu casamiento con ella?
– Isabel me amaba… necesitaba mi amor para vivir.
– ¿Y creiste escuchando á tu soberbia, exclamó Yuzuf con profundo acento, que hacias una obra meritoria diciendo amores á una pobre niña, abriendo su corazon á la felicidad para decirla despues: no puedo ser tu esposo porque eres cristiana?
– ¡Señor!
– Tienes un deber sagrado que cumplir; es necesario que devuelvas su dicha á Isabel; ella se parece á tu madre, tanto en el cuerpo como en el alma: la conozco bien, ¿y sabes tú lo que es una mujer de corazon que ama, cuando el hombre de su amor la abandona? Es un alma condenada; una mártir: tú no tienes derecho para martirizar á nadie, y mucho menos á un ángel. Es necesario, puesto que la amas, que seas feliz con ella, y que ella lo sea contigo.
– Acaso sea imposible, señor.
– ¿Te ha exigido ella que para ser su esposo reniegues de tu ley?
– Ella me ha dicho: seguid vos en vuestra ley, yo seguiré en la mia: vos pasais entre los moriscos por cristiano, seguid pareciéndolo para ser mi esposo.
– ¿Y te negaste?
– Aborrezco el nombre cristiano.
– Yo no aborrezco á los cristianos por su religion, sino por sus crueldades con nosotros; por su feroz fanatismo, por su intolerancia como vencedores. El pueblo de Ismael nunca ha sido tan ignorante, tan fanático, tan cruel. Cuando los árabes conquistaron á España, cuando la ocuparon enteramente desde Calpe á los Pirineos, respetaron la religion, las leyes y las costumbres de los vencidos; les dejaron sus templos, sus sacerdotes, sus jueces y los trataron como hermanos. ¿Y qué sucedió? las dos razas antes enemigas, acabaron por confundirse. ¿Y quién obró este milagro? ¡El amor! Nuestros antepasados tuvieron cristianas por esposas, y los vínculos de la familia hicieron un solo pueblo de vencedores y vencidos. Cuando los Reyes Católicos entraron en Granada, encontraron una iglesia cristiana; oyeron la voz de una campana que llamaba á sus correligionarios á la oracion: aquella campana habia estado resonando durante un espacio de mas de siete siglos en los oidos de los musulmanes sin que estos se irritasen: durante mas de siete siglos los obispos de Hiberis pudieron entrar y salir libremente en aquella iglesia, sin que nadie los insultase, sin que un solo musulman profanase el templo, ni interrumpiese el rito. Si nuestros abuelos fueron tolerantes; si trataron á los vencidos como hermanos; si se enlazaron con las cristianas, hijas de los solariegos, ¿por qué no hemos de imitarlos nosotros? ¿por qué ha de ser imposible tu union con Isabel de Córdoba y de Válor?
– Porque yo no he oido antes vuestra voz, padre mio, exclamó con desesperacion Yaye: porque yo no os he conocido algun tiempo antes.
– ¿Has hecho acaso á Isabel una de esas graves injurias que no puede perdonar una mujer? ¿Te has envilecido á sus ojos?
– He rechazado su mano en el momento mismo en que se veia obligada por sus hermanos á entrar en un convento ó á enlazarse á otro hombre.
– ¿Y cuando te hizo esa revelacion Isabel?
– Anoche.
– ¡Oh! ¡acaso sea tiempo aun! exclamó el anciano corriendo las cortinas sobre el retrato. Ven hijo mio; ven.
Y salió precipitadamente arrastrando consigo á Yaye, cerró, y le llevó á otra cámara apartada.
– ¡Mi secretario Ayub! gritó á uno de los esclavos que dormitaban en la antecámara.
Poco despues entró un anciano con el cual salió Yuzuf por una puerta lateral.
En seguida entró por aquella misma puerta un morisco jóven, de aspecto brabío, pero hermoso y simpático, que se prosternó ante Yaye.
– ¿Quien eres? le dijo, este.
– Poderoso Emir, contestó el jóven: vuestro magnánimo padre me envia á vos. Creo que es necesario que os disfraceis de hidalgo cristiano.
– Tienes razon. ¿Y hay aquí ropas?
– Sí señor. Con mucha frecuencia nos vemos precisados á parecer lo que no somos. Venid si os place conmigo, señor.
La cámara quedó desierta durante media hora: al cabo de ella entró de nuevo Yaye. Venia vestido con un sencillo pero rico trage de camino á la castellana. Al mismo tiempo entró por otra puerta en la cámara Yuzuf, que traia en la mano un pliego cerrado: en la nema de aquel pliego se leia:
«A nuestro muy querido sobrino don Diego de Córdoba y de Válor.»
– Toma, hijo mio, dijo Yuzuf á Yaye dándole el pliego: corre, vuela, llega á Granada, busca á don Diego de Córdoba, dale estas letras y cásate con Isabel, si aun es tiempo.
Y la voz del anciano temblaba, porque comprendia que aquel « si aun es tiempo » era una condicion de vida ó de muerte para el corazon de su hijo.
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