Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Notóse una lucha interna en el semblante de la jóven, y por tres veces sus mejillas se pusieron excesivamente encendidas, señal clara de que luchaba entre el deseo de hacerse ver por el jóven, y la vergüenza de provocar su atencion.
Al fin con la voz temblorosa, con el semblante encendido y la mirada insegura, dijo á media voz:
– ¡Caballero! ¡noble caballero!
La voz de la jóven era sonora, grave, dulce; pero en medio de su dulzura, que tenia mucho de la dulzura y de la languidez del acento andaluz, se notaba por su pronunciacion que era extranjera.
Ese no sé qué misterioso que hay en el timbre de la voz de algunas mujeres, que acaricia, que halaga, que suplica, que manda á un tiempo, hizo extremecer con un movimiento nervioso á Yaye, que se volvió.
– ¿Me habeis llamado, señora? dijo Yaye, mirando á la jóven con la fijeza del asombro que causa en nosotros la vista de una mujer poderosamente bella, por mas que estemos enamorados de otra.
La extranjera comprendió que habia logrado admirar á Yaye, y se sonrió de una manera tentadora.
Yaye, á pesar del recuerdo de Isabel, sintió una dulce sensacion al notar la sonrisa de la desconocida.
– Sí, os he llamado, dijo esta; y como tengo muy poco tiempo para hablaros, quiero que no extrañeis mis palabras, que, si Dios quiere, os explicaré en otra ocasion. ¿Vais á Granada?
– A Granada voy.
– ¿Cómo os llamais?
– Juan de Andrade.
– ¿Sereis tan generoso que querais amparar á dos mujeres desgraciadas?
– ¡Oh! para amparar á una mujer, no es necesario ser generoso.
– Pues bien: cuando esteis en Granada, procurad conocer al capitan Alvaro de Sedeño.
– ¿Y para qué?..
– Somos víctimas de la brutalidad de ese hombre, mi madre y yo: mi honor peligra en su poder… prometedme que nos defendereis, caballero, que nos salvareis… hacedlo… y si lo quereis, seré vuestra esclava.
– Os prometo hacer por vos cuanto pueda, contestó conmovido Yaye.
– Y yo os creo, porque en la mirada de vuestros ojos se nota que sois un hombre de corazon y de virtud…
– ¿Alvaro de Sedeño habeis dicho?
– Sí.
– ¿Capitan de los tercios del rey?
– Sí, capitan de infanteria española, de los que fueron á Méjico.
– ¿Sois mejicana?
– Soy hija del rey del desierto, del valiente Calpuc.
– ¡Hija de una raza subyugada, esclavizada, infeliz! murmuró Yaye.
– Para salvarme de ese hombre, necesitareis no solo valor, sino oro. Tomad, y adios. No me olvideis.
Y la mejicana dejó caer en las manos de Yaye un magnífico ceñidor de perlas de inmenso valor, despues de lo cual cerró la ventana.
Yaye miró por un momento aquel largo y pesado ceñidor que ademas estaba enriquecido en su broche con gruesa pedreria, y le guardó despues en su limosnera.
– Si Isabel no se ha casado, dijo, seré feliz, y justo es que los que somos felices, no nos olvidemos de los desgraciados: si se ha casado, si no puede ser mia, ¡oh! entonces… necesitaré matar á alguien, y me vendrá bien castigar á un infame… ¡el capitan Alvaro de Sedeño…! ¡algun aventurero rapaz… sin corazon…! ¡dos esclavas…! ¡madre é hija…! ¡la esposa y la hija de un rey…! ¡infelices…! y luego… luego es necesario devolverla esta joya… debemos procurar no parecernos á los aventureros castellanos.
Acaso Yaye no se hubiera mostrado tan propicio para proteger á un hombre.
Por lo que vemos, Yaye estaba muy expuesto á engañarse acerca del verdadero móvil de su caridad para con las mujeres.
Lo cierto es que, á pesar de Isabel, los ojos de la princesa mejicana, tan extrañamente encontradas en un meson de las Alpujarras, le habian impresionado.
Lo cierto es que, á pesar de su indudable y ardiente amor por Isabel, no podia desechar el recuerdo de la encendida mirada de la extranjera.
Yaye era un ser digno de lástima.
Bajó en dos saltos la escalera, atravesó el corral, y entró en el zaguan.
– ¡Harum! dijo, llamando.
– ¿Qué me mandais, señor? dijo Harum, acercándose á Yaye sombrero en mano.
– Sígueme.
Harum siguió á Yaye que le llevó al corral, y cuando no podian ser vistos de nadie, le dijo:
– ¿Ves aquel aposento que tiene junto á la puerta una reja?
– Sí señor.
– Allí moran dos mujeres: no conozco mas que á una de ellas: es morena, jóven, con los ojos negros y los cabellos rizados: ademas con ellas anda un capitan castellano. Quédate en el meson, y sin que nadie pueda reparar en ello, observa á esa gente, síguela: ve dónde para, no pierdas ni un solo momento de vista á esas damas: si es necesario protegerlas, protégelas.
– ¿Hasta matar?..
– Hasta matar ó morir.
– Muy bien, señor.
– Cuando lleguen á Granada, observa en qué casa habitan.
– Lo observaré.
– Y me avisas.
– Os avisaré.
– Toma para lo que le se pueda ocurrir.
Y le dió algunas monedas de oro que Harum se guardó de la manera mas indiferente del mundo.
– Vete.
Harum se volvió al corro de los monfíes.
En aquel momento un hombre apareció en la puerta del meson.
Este hombre tenia un aspecto extraño: era alto, como de cuarenta años, de color cetrino, de semblante que debió ser bello algun dia, pero de líneas duramente rígidas: llevaba un ojo cubierto con una venda negra, y el otro ojo miraba con una fijeza, con una audacia que ofendian: en la mejilla izquierda tenia marcada una ancha cicatriz que replegaba su boca, haciéndola sesgada: por cima de su valona se veia un cuello moreno y musculoso, medio cubierto por una barba negra; por último, le faltaban el brazo izquierdo y la pierna derecha. El primero estaba representado por una manga de jubon de terciopelo verde, con forros blancos y bordaduras de oro, doblada y sujeta por un extremo á un herrete de su coleto de ámbar; en vez de la segunda llevaba una pierna de palo: sin embargo de estar tan horriblemente mutilado y estropeado este hombre, vestia un uniforme completo de capitan de infanteria, y aunque al parecer no podía montar á caballo, llevaba calzada en la pierna izquierda una bota alta de gamuza, armada con una espuela de plata: apoyábase en un largo y fuerte baston, llevaba pendiente del costado una descomunal espada, y se advertia que era fuerte, valiente, diestro, temible, y sobre todo duramente provocador é insolente.
Este hombre habia salido de un carro tirado por mulas, que se habia detenido á la puerta del meson: en la delantera del carro se veia un mayoral alegre y zaino, y asido de la mula delantera un zagal robusto, y á caballo junto al carro un soldado viejo y armado á la gineta.
Este hombre, pues, por la riqueza de su atavio y por su servidumbre parecia rico, por su trage capitan, por su apostura valiente.
Yaye observó todo esto con una sola mirada, y se dijo:
– Este hombre debe ser el capitan Alvaro de Sedeño.
Sin saber por qué, la sola presencia de este hombre provocó su odio, su cólera, y un ardiente deseo en su corazón de cerrar con él á estocadas.
Y no era ciertamente porque le hubiese predispuesto á ello la breve conversacion que habia tenido con la extranjera; aunque nadie le hubiese hablado anteriormente de aquel hombre, le hubiera sido igualmente antipático.
Por su parte el capitan nada habia hecho para desvanecer, siquiera fuese con una conducta atenta, la mala impresion que debían necesariamente causar su semblante avieso, su media mirada insolente y su extraño estropeamiento: habia lanzado una ojeada altiva y casi impertinente á los monfíes, habia pasado con altanería, casi con desprecio y sin saludar, por delante de Yaye, y habia atravesado el corral con mas ligereza que la que parecia permitirle su pata de palo, entrándose por las escaleras; poco despues le vió aparecer Yaye en los corredores, á tiempo que Abd-el-Gewar salia de su aposento.
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