Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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– ¡Ah padre mio! y si por desgracia…
– Ni una palabra mas: ya he dado mis órdenes á Abd-el-Gewar que te acompañará con veinte hombres de confianza: á caballo, emir de los monfíes; á caballo.
A poco, Yaye y Abd-el-Gewar, tambien con trage castellano, acompañados de Harum que parecia un mayordomo de casa rica, y de veinte monfíes que no parecia sino que toda su vida habian sido lacayos, ginetes en buenos caballos y armados á la ligera, salian de un espeso pinar.
La noche estaba ya muy avanzada: el dia se aproximaba, la luna cercana al occidente iluminaba la montaña.
Al empezar á trepar por un desfiladero les detuvo un ¿quién va? enérgico. A poca distancia soplando la mecha de un arcabuz, se veia un soldado castellano y en el fondo de la rambla, donde como hemos dicho antes, habia sido despeñado el alguacil de Mecina de Bombaron, habia muchos hombres.
– ¿Quiénes sois,? dijo un alférez que habia acudido al ¿quién va? del centinela.
– Somos hidalgos castellanos, dijo Abd-el-Gewar que vamos nuestro camino.
– Pues mal camino llevais hidalgos, replicó el alférez: con el edicto del emperador que, como sabeis acaba de pregonarse en las Alpujarras, andan revueltos esos malditos monfíes, y esta misma noche han medio muerto al alguacil del corregidor de Mecina de Bombaron que se habia atrevido á seguirles los pasos disfrazado.
– ¿Y no ha muerto el buen alguacil? dijo terciando en la conversacion uno de los monfíes disfrazados de castellanos que escoltaban á Yaye.
Es de advertir que este monfí hablaba perfectamente el castellano.
– Ha sido un milagro de Dios dijo el alférez, le han dado tres saetadas, y le han despeñado de allá arriba. Pero aun tiene vida, segun las muestras, para contarlo.
– ¡Malditos monfíes! dijo el monfí disfrazado ¡y no saber dónde diablos se meten!
– Malditos amen, dijo el alférez. Por lo mismo, añadió dirigiéndose á Abd-el-Gewar, yo os aconsejaria, buen caballero, que dejaseis la jornada para el dia, si es que no os importa mucho, y que, aunque vais bien resguardado, os alojáseis en Cádiar, donde hay un buen presidio de soldados.
– Os agradezco el aviso, señor alférez, dijo Abd-el-Gewar, pero ya no puede tardar en amanecer. Adios y que él dé salud al herido.
– El os guarde hidalgos.
El alférez bajó hácia la rambla, y Yaye, Abd-el-Gewar y los suyos siguieron trepando por el desfiladero.
– Cerca andan de nosotros, dijo el monfí que habia hablado antes; por lo mismo mucho será que no tengan alguna mala aventura.
Apenas habia dicho el monfí estas palabras cuando se escucharon á lo lejos, en lo profundo de las breñas, arcabuzazos repetidos, y algunas balas y saetas perdidas, pasaron sobre sus cabezas.
– ¡A la rambla del rio! exclamó Abd-el-Gewar revolviendo su caballo; vamos á ganar el camino por mas abajo de Cádiar. Al galope y silencio.
Muy pronto se perdieron entre las ramblas de los barrancos, y luego no se oyeron mas que los disparos de los arcabuces y las campanas de Cádiar que tocaban á rebato.
CAPITULO V.
Del encuentro que tuvieron en el camino antes de llegar á Granada nuestros caminantes
Cuando se lleva prisa se camina mucho, y devorado Yaye por la incertidumbre, hacia galopar con ardor su caballo sin cuidarse de si reventaria ó no. Abd-el-Gewar le seguia como si los años no hubieran amenguado en nada su virilidad, y seguianle asi mismo Harum y los veinte monfíes.
Tanto y tanto picaron que á las seis de la mañana llegaron á Lanjaron.
Pero los caballos iban cubiertos de espuma, ensangrentados los hijares, rendidos; era preciso renovarlos si se habia de llegar á Granada con la misma rapidez que se habia llegado á Lanjaron, y para renovarlos era preciso detenerse.
Parecerá extraño que en una pequeña villa se pretendiese renovar veinte y tres caballos; pero dejará de existir la extrañeza cuando se sepa, que los caballos con que se contaba estaban ya preparados en unas quebraduras cercanas á Lanjaron, por un aviso anterior. Los monfíes ocupaban enteramente las Alpujarras y tenian recursos dentro de ellas en todas partes.
Abd-el-Gewar fue de opinion que mientras uno de los monfíes iba á ver si los caballos de refresco estaban preparados, entrasen en un meson á la entrada del pueblo y descansasen y tomasen algun alimento.
Yaye bien hubiera querido seguir, pero doblegándose á la necesidad, se encaminó á la villa y se entró por el ancho portal de un meson, dando una alegria indecible al mesonero que se prometia una excelente ganancia con la permanencia de tantos huéspedes, aunque no fuese mas que por algunas horas en su casa.
Acomodáronse Yaye y Abd-el-Gewar en un aposento á teja vana, en el fondo de un corredor descubierto, Harum el Geniz y los monfíes en la cocina, y los cansados caballos en las cuadras, mientras uno de los monfíes, salia en demanda de los caballos de refresco.
Entre tanto el posadero sirvió una liebre á los amos y un guiso de abadejo á los monfíes.
Todos, á pesar de ser moros, bebian vino, porque este sacrificio entraba en las necesidades de su disfraz.
Solo Yaye no comió ni bebió, y lleno de impaciencia habia salido á los corredores á esperar la vuelta del monfí que habia ido á buscar los caballos, mientras Abd-el-Gewar comia lentamente dentro del aposento su guiso de liebre con la mejor buena fe del mundo.
El dia estaba despejado, y un sol tibio y brillante iluminaba de lleno los corredores: Yaye se puso á pasear á lo largo de ellos.
Sus anchas espuelas producian un ruido sumamente sonoro, al que se unia el de su espada que, pendiente de un cinturon de dobles tirantes, arrastraba por el pavimento terrizo.
Por este ruido su presencia fue notado por el huésped, ó, mejor dicho, por la huéspeda de un aposento situado en el comedio del corredor.
Decimos huéspeda, porque á los pocos pasos que dió Yaye, se abrieron las maderas de una reja situada junto á la puerta de aquel aposento, y apareció en ella una cabeza de mujer.
Pero una cabeza característica. Un tipo evidentemente extranjero, pero enérgicamente hermoso.
Esta mujer, ó mejor dicho, esta jóven, porque á lo mas podria tener veinte años, era densamente morena, pero con un moreno límpido, encendido, brillante: sus ojos eran negros, de mirada fija, de gran tamaño, y llenos de vida y de energía, pero de una energía casi salvaje: bajo una toquilla blanca se descubrian sus cabellos, abundantísimos, rizados, negros, hasta llegar á ese intenso tono del negro que produce reflejos azulados: tenia la nariz un tanto aguileña, la boca de labios gruesos pero bellos, y el semblante ovalado, el cuello esbelto y mórvido, anchos los hombros y alto el seno.
Esta mujer miraba con suma fijeza, y con una fijeza que podriamos llamar solemne, á Yaye que con la cabeza inclinada sobre el pecho, las manos metidas en los bolsillos de sus gregüescos, y profundamente pensativo, seguia paseándose sin reparar en la desconocida, y si alguna vez miraba, no era hácia la parte de adentro, sino hácia la de afuera, al portal del meson.
La desconocida no dejaba de mirarle con un interés marcado, en que sin embargo no habia esa expresion de la mujer que mira á un hombre que la agrada: á pesar de esto concebiase que la desconocida queria ser mirada, y no solo mirada, sino admirada; deseaba en una palabra, á todas luces, interesar á Yaye, puesto que se aliñó un tanto los rizados cabellos, se colocó en el centro del pecho una preciosa cruz de oro, que pendia de un hilo de gruesas perlas de su cuello, y apoyó lánguidamente la cabeza en su mano derecha, cuyo desnudo y magnífico brazo se apoyaba en el alfeizar de la reja.
Sin embargo, abismado en sus pensamientos, Yaye no la vió.
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