Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Y partí, y aprendí el habla castellana, y viví en la córte del emperador, y serví bajo sus banderas, y estuve en Francia, en Flandes, en América: por todas partes ví enemigos de España; por todas partes oí maldecir el nombre español; en todas partes vi vireyes y oidores, y clérigos, y capitanes y soldados de España, que se enriquecian por medio del crímen. Comprendí que los pueblos tienen un derecho sagrado de vivir bajo sus antiguas leyes, bajo sus usos y costumbres, y que un conquistador es siempre odioso, porque siempre se ve obligado á ser tirano.
– Lo mismo he comprendido yo, señor.
– Mi amor á la patria crecía á medida que pesaba los excesos que en todas partes, en todos los mares, en todas las regiones del mundo ejercian los españoles: mi sola pasion era el odio hácia los cristianos, mi solo deseo beber su sangre.
– ¿Y no sentísteis jamás otra pasion ni otro deseo, padre mio? exclamó con embarazo Yaye.
– Sí, contestó Yuzuf, mirando fijamente á su hijo: tú eres una prueba viviente de que si mi corazon abrigaba un odio á muerte, una inextinguible sed de venganza contra los cristianos, dió tambien cabida al amor.
– Pero vos amariais á una mujer de vuestra raza; á una parienta acaso.
– Tu madre no era mora, hijo mio.
– ¡Que no era mora!
– Era árabe… al menos descendiente, en línea recta de los califas árabes de Córdoba.
– ¡Descendiente en línea recta de los califas de Córdoba!.. ¿Cómo se llamaba?
– Ana de Córdoba y de Válor.
– ¡Ana de Córdoba y de Válor!.. ¡Hija de los renegados!.. ¡Cristiana!..
– Es verdad que los Válor cometieron un gran pecado renegando de su fe y sirviendo á los reyes de Castilla: es verdad que un moro no debia tener con ellos otra alianza que la del acero, otro trato que el del combate… ¿pero acaso hemos de castigar en los hijos los pecados de los padres? ¿Acaso no hay una ley superior á todas las leyes; una ley irresistible, porque está escrita por la mano de Dios en el corazon humano, y á la que es forzoso obedecer? Dichoso tú, hijo mio, si aun no has oido el terrible precepto de esa ley, de esa ley que se llama…
– ¡Amor! exclamó profundamente Yaye.
– ¡Amor! exclamó con profunda intencion Yuzuf… pero no: á tu edad se juega con el amor; mas á la edad en que yo conocí á tu madre, en el estío de la vida, cuando ya se empieza á descender por la escala de los años, cuando tenemos el corazon vacío por la experiencia, árido por la desgracia, ansioso de amor… ¡oh! entonces no se ama al ángel, se ama á la mujer, se ama á la compañera; se busca un corazon noble y grande que sienta nuestro infortunio, que le acepte, que le alivie, compartiéndolo: un seno de paz en que reposar la cabeza calenturienta por los cuidados del gobierno: una mano amante que limpie de nuestra frente el sudor del combate; una boca que nos sonria como solo sabe sonreir la esposa que ama, y que ahuyente con su sonrisa, siquiera, sea por un momento los crueles cuidados, la lucha azarosa del presente; los temores del porvenir. Y luego… tú no has podido encontrar en las tierras donde has vivido, ni en Madrid, ni en Salamanca, ni en Granada, ni en las Alpujarras, una mujer como tu madre… ¡Ven!
Yuzuf se levantó, y fue al arco del fondo: su semblante estaba mas pálido que de costumbre, su blanca barba temblaba, sus ojos expresaban una tristeza profunda.
– ¡Mira! dijo á Yaye.
Y descorrió la cortina.
– ¡Isabel! exclamó el jóven con un grito exhalado del fondo de su alma.
Al descorrerse la cortina, una mujer jóven y hermosa habia aparecido ante los ojos de Yaye: aquella mujer demostraba la misma edad que Isabel de Córdoba y de Válor, y era tan semejante á ella, como si hubiera sido ella misma.
Pero aquella mujer estaba pintada en una tabla.
Aquella tabla era á todas luces obra del pintor de los Reyes Católicos, Antonio del Rincon.
(Entre paréntesis: el nombre de Antonio del Rincon estaria arrinconado en el olvido, sino hubiera retratado tres docenas de veces á los serenísimos Reyes Católicos).
Yaye en su permanencia entre los cristianos se habia hecho artista, y reconoció á primera vista por la manera, cuando la reflexion hubo dominado en él á la sorpresa, al autor de aquel retrato: recordó que Antonio del Rincon habia muerto muchos años antes de que Isabel de Córdoba y de Válor llegase á la edad que la dama retratada representaba: no podia ser aquella dama Isabel, pero podia ser su madre.
¡Su madre!
Este fue el primer pensamiento que brotó de la razon de Yaye, y le extremeció.
Acaso habia un misterio en el nacimiento de Isabel: acaso amaba con un amor incestuoso á su hermana.
Cuando llenan la cabeza y conmueven el corazon pensamientos y sensaciones tan profundas, la lengua enmudece, los ojos se asombran, ese organismo que se llama cuerpo humano tiembla.
Yaye fijaba una mirada fascinada en el retrato y estaba pálido como un cadáver.
– Esa era tu madre dijo tristemente Juzuf.
– ¡Mi madre! contestó maquinalmente el jóven; mi madre!
Pero dominando la reflexion á la razon se encerró en una prudente reserva.
– Te asombra sin duda, dijo Yuzuf, interpretando mal la confusion de Yaye, ver á tu madre con esas ropas castellanas; con ese tocado castellano, con esa cruz de oro pendiente del cuello. ¡Ah hijo mio! ya te he dicho que tu madre era cristiana: yo, moro de raza, enemigo á muerte del nombre cristiano, no debí haber sucumbido á los amores de una infiel. ¿Pero hay algun hombre que pueda hacerse superior á ese precepto de Dios que dice: hallarás á tu compañera y la amarás?
Hubo un momento de silencio. Juzuf se volvió al divan y se sentó en él. Yaye se sentó á su lado. Entrambos tenian fija su mirada en el retrato.
– Y yo no la busqué, continuó Yuzuf; la encontré un dia en esa tabla… al verla me estremecí, temblé: nunca habia temblado: nunca habia conocido el amor y al sentirle no le comprendí. Sin saber por qué no podia separar los ojos de esa tabla, que tenia para mí voz, aliento, vida. Sin embargo entonces era ya hombre maduro, me acercaba á los cuarenta años. Hacía ya diez que por muerte de mi padre habia heredado su espada y su corona. Obedeciendo uno de los consejos que me dió mi padre al morir, vivia por mitad en las Alpujarras, como emir de los monfíes, ó en Granada ó en la córte, como morisco convertido: cuando vivia entre los cristianos llamábanme el hidalgo Diego Vargas y nadie sospechó jamás que yo fuese el rey de aquellos terribles monfíes, cuyo nombre solo aterraba á los castellanos.
Sabíanlo sin embargo algunos moriscos principales: uno de ellos era don Juan de Córdoba y de Válor, que aunque cristiano en la apariencia era moro de corazon y esperaba, si un dia triunfaba un levantamiento de los moriscos, ser elegido rey de Granada.
Entre don Juan de Válor y yo existia una estrecha amistad: don Juan sin embargo conocia mis incontestables derechos al trono de Granada: derechos no solo heredados, sino adquiridos en el combate continuo con el cristiano, mientras ellos, los moriscos, vivian en un ocio y una sumision vergonzosas; don Juan me habló muchas veces de confundir en uno nuestros muchos derechos por medio de un casamiento.
– Yo no tengo hijos le contestaba yo, siempre que don Juan me hablaba á aquel propósito.
– Pero yo tengo una hermana, me dijo al fin un dia don Juan: una hermosa doncella de diez y ocho años.
– Reparad en que yo cuento ya cerca de cuarenta.
– Para esta clase de alianzas no se repara en edades, replicó; basta con que el hombre ofrezca seguridades de sucesion.
– Por último, don Juan, le dije: vuestra hermana es cristiana, no cristiana como vos lo sois, sino de corazon, por creencia y por costumbre: yo no puedo unirme á una infiel.
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