Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Estos eran los monfíes.
Decíase á la ventura, porque nada podia asegurarse acerca de ellos, que estaban organizados en tahas ó distritos, que cada una de estas tahas estaba gobernada por un xeque (anciano) que todos estos xeques obedecian á un emir (príncipe) y que este emir tenia junto á sí walíes, wazires y alimes (capitanes, consejeros y sabios); abultábanse el poder y las riquezas de este pequeño rey de diez mil soldados, que erraban por las montañas y estaban sujetos á su ley, ó por mejor decir á la ley alcoránica á cuyo título los regia; hablábase de sus palacios subterráneos, aunque nadie los habia visto, y de las maravillas que estos alcázares encerraban; pagábanle tributo las poblaciones de la montaña porque no las invadiese, las saquease ó tal vez las llevase á sangre y fuego, como habia acontecido con alguna que habia resistido al pago del tributo, y el solo nombre del emir de los monfíes bastaba para imponer terror á los mas alentados.
A pesar de esto los monfíes eran una especie de duendes, unos seres misteriosos á los que nadie habia visto, puesto que los que los veian durante la sorpresa de una poblacion, ó en los desfiladeros de la montaña ó en las profundidades de una rambla, morían; pero las huellas de aquella gente feroz quedaban señaladas de una manera horrorosa, ya en los humeantes escombros de una aldea arrasada, ya en el cadáver de algun imprudente viajero, arrojado en los linderos de un camino, ya en las cabezas de los cuadrilleros de la Santa Hermandad ó de los soldados de los tercios reales, que habian ido en su busca: despojos sangrientos que llevados durante la noche á las poblaciones, solian aparecer al dia siguiente en las puertas de las iglesias.
Ya este, ya el otro capitan general de la costa y reino de Granada habian pretendido dar caza á estos terribles monfíes; pero si la fuerza expedicionaria era respetable, nunca tropezaba con ellos, y si era escasa, poco despues los restos ensangrentados se encontraban entre las quebraduras, ó crucificados, asaeteados, ó empalados en los caminos.
Llegó el caso de que las tropas empleadas en su persecucion se limitasen solo á salir ostentosamente de las poblaciones para esconderse despues en la primera breña que encontraban al paso, para volver al dia siguiente diciendo que no habian dado con los monfíes.
La existencia de estos, pues, no se conocia mas que por la exaccion periódica de los tributos, que los habitantes cuidaban de ir á poner en los lugares indicados en los edictos que en ciertas épocas del año aparecian clavados en las puertas de las iglesias ó por este ó el otro cadáver que encontraban acá y allá con suma frecuencia.
Por lo demás eran unos verdaderos duendes á quienes nadie habia visto, pero cuya influencia se sentia, y sobre todo se temia. Tales eran los monfíes de las Alpujarras.
Yuzuf-Al-Hhamar-abu-Yaye era su rey.
¿Quién era este rey?
El mismo nos lo va á decir.
Yuzuf, despues de haber mostrado á su hijo todas las maravillas del alcázar subterráneo, le condujo á un departamento separado: era el harem.
Mas de una magnífica hermosura, jóven y pudorosa, habia levantado la cabeza adormida de sobre un divan, al sentir los pasos de su señor; Yaye vió con una indiferencia verdaderamente ascética aquellas niñas que se ponian de pié cubriéndose con sus velos y bajando las frentes ante la presencia del padre y del hijo: Yuzuf vió con placer que Yaye era un espíritu fuerte, noblemente levantado sobre las miserias humanas.
Hay que tener en cuenta para apreciar su indiferencia, y casi su hastío, que Yaye solo contaba veinte y cuatro años, que las mujeres, junto á las cuales de retrete en retrete y precedido por esclavos mudos, le llevaba su padre, eran jóvenes, deslumbrantes de belleza, la mayor de las cuales apenas llegaria á los diez y ocho años, africanas las unas, asiáticas las otras, bellezas de ojos negros, cabelleras brillantes, talles flexibles, y aspecto de pureza y de candor: algunas de ellas admiradas de la hermosura de Yaye fijaban en él una mirada dulcemente curiosa, y volvian á inclinar la vista cubiertas de rubor.
Yuzuf hizo conocer á Yaye muchas esclavas: habló con cada una de ellas, no con el acento impuro é imperativo de un déspota musulman, sino con el acento dulce de un padre.
A cada una de ellas decia tambien señalándolas á Yaye.
– Este es mi hijo: este es vuestro señor.
Las esclavas al escuchar esta frase callaban, cruzaban sus brazos sobre el pecho y se inclinaban.
Cuando hubieron salido del harem, Yuzuf dijo á Yaye:
– Las mujeres que acabas de ver son tus concubinas, estan destinadas para tí; un rey debe tener en su harem las mujeres mas hermosas del mundo.
– Yo jamás tendré esclavas para el amor, dijo brevemente Yaye.
– Yo siempre he tenido vírjenes en mi harem, dijo Yuzuf, pero jamás esclavas impuras: han sido mis hijas: con ellas he premiado el valor de mis guerreros, haciéndolas sus esposas; en vez de hacer de una esclava una mujer impura, he hecho buenas madres de familia. Solo he amado una mujer, y aquella mujer era mi esposa.
– ¡Mi madre! ¡Oh! ¡en verdad, señor, que nada me habeis dicho de mi madre!
– ¡Oh! no he querido hablarte de ella, hasta hacerlo en el sitio á donde te voy á conducir: ven.
Al pasar por una habitacion, cuyas puertas estaban fuertemente cerradas, Yuzuf se detuvo.
En aquella habitacion habia seis fuertes y enormes arcas de hierro.
Yuzuf abrió una de las arcas; estaba llena de doblas de oro.
– Yo creí, señor, dijo Yaye, que me habiais traído al lugar en que debíais hablarme de mi madre.
– ¡Cómo! ¿no te maravilla saber que eres dueño de tantas riquezas?
– Las riquezas solo deben servir para hacer el bien de nuestros hermanos: de tal manera las aprecio: consideradas de otro modo me causan hastío.
– Te he dado una corona y la has recibido sin envanecerte ni asombrarte; te he presentado mujeres, por cualquiera de las cuales arderia en fuego impuro, un morabitho 5 5 Como si en castellano dijéramos monge.
apartado del mundo, y las has visto sin conmoverte; te he hecho ver el brillo del oro, y no te has asombrado, ni ha nublado tu rostro la palidez de la codicia. Eres digno, hijo mio, de ceñir mi espada y mi corona, digno de vengar á tu madre.
– ¿De vengar á mi madre habeis dicho, señor?
– Silencio: aun no hemos llegado, sígueme.
Yuzuf cerró cuidadosamente otra puerta, atravesó con Yaye una larga y estrecha mina, y llegó al fin de ella á una puerta maravillosa, tanto por su labor como por las ricas maderas y preciosos metales con que estaba construida, sacó una llave de oro de entre sus ropas y abrió aquella puerta.
El retrete á que aquella puerta daba entrada era pequeño, pero resplandeciente; una lámpara de cuatro luces, suspendida de la cúpula, hacia brillar el oro de las labores sobre fondos esmaltados, el bruñido mármol de las columnas, y la tersa superficie de los mosáicos, de los que arrancaba cien cambiantes; alrededor de este retrete habia un ancho divan de seda y oro, y al fondo un magnífico arco primorosamente labrado y cubierto enteramente por la parte interior por una cortina de brocado, que ocultaba completamente lo que tras aquel arco existia.
Yuzuf se sentó en el divan y atrajo á sí á Yaye.
– Siéntate, le dijo.
– ¿Ha llegado el momento de que me hableis de mi madre?
– Aun no: antes es preciso que conozcas la historia de tu padre.
– Os escucho, señor.
El anciano empezó su relato de esta manera:
– Mi edad ha pasado de los sesenta años, el dia en que Granada, destrozada por las guerras civiles, vendida por el cobarde Muley Abd-Allah, su último rey, se entregó á los cristianos, tenia diez y seis. Mi padre era uno de los héroes de nuestro pueblo, mi padre era el infante Muza-ebn-Abil-Gazan, hijo bastardo de Muley Hhacem, y hermano de Boabdil el desdichado.
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