Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Sin embargo, su proteccion no fue muy espléndida. Se fué al párroco, y en confesion le entregó por una parte seiscientos cincuenta ducados que debian servir para atender á la manutencion, vestido y educacion de doña Elvira en un convento, durante trece años, esto es, hasta que cumpliese los diez y seis, á razon de cincuenta escudos por año: y por otra mil ducados, que debian servirla de dote, ya eligiese el claustro ó el matrimonio.
La huerfanita fue llevada por el párroco al convento de santa Isabel la Real.
Doña Elvira, pues, se habia educado en un convento.
Pero no es en un convento donde mejor puede educarse á una jóven.
Mimaron las buenas madres á doña Elvira, y doña Elvira se hizo voluntariosa.
Enseñáronla á leer y escribir y un poco de latin, con el objeto de hacerla monja.
Como educacion de adorno, enseñáronla á cantar monjunamente y á hacer dulces y flores.
La halagaron, y la hicieron soberbia.
La llamaron hermosa, y la llenaron de vanidad.
Habláronla mal del mundo para que renunciase á él, y doña Elvira ansió conocer una cosa tan mala.
A los diez y seis años, el deseo de respirar otro aire que el contenido en las paredes del convento, fue para doña Elvira una necesidad.
Los deseos comprimidos son los mas fuertes, los mas tenaces.
Doña Elvira era alta, esbelta, con cabellos semejantes á sedosas hebras de oro, frente cándida y pura, ojos celestes como el cielo, y sonrisa aseñorada, aunque un tanto altiva y amarga.
Era, pues, una dama, en toda la extension de la frase, y á mas de esto hermosa á maravilla.
La habian dejado espejo, y doña Elvira, despues de haber visto en el espejo su hermosura, la habia comparado con el aspecto de las buenas madres, y las habia encontrado pálidas, verdinegras, con ojos hundidos, bocas lívidas, feas cuanto puede ser fea una mujer que se ha agostado robada á la naturaleza y al amor: aquellas mujeres, alguna de las cuales habia sido una flor, se habian transformado en ortigas: doña Elvira se punzaba dolorosamente á su contacto, y acabó por aborrecerlas: pero obligada á mostrarse con ellas dulce y cariñosa, habia contraido otro terrible defecto: se habia hecho hipócrita, falsa, intencionada.
La horrorizaba pronunciar unos votos que debian ligarla por toda la vida á aquellas mujeres, incrustarla, por decirlo asi, en aquel claustro del que no debia salir ni aun despues de muerta, una vez pronunciados sus votos, y á pesar de esto, se mostraba dispuesta á ser monja.
Pero á lo que en verdad estaba predispuesta doña Elvira, era á arrostrar cualquier locura, por trascendental que fuese, á trueque de escapar de aquel ataud de vivos.
Como vemos, las consecuencias de la burla hecha al alcaide de Casa y Córte, Juan de Céspedes, por el marqués de la Guardia, continuaban; porque las consecuencias de una falta, mejor dicho, de un crímen son interminables, incalculables.
Aquella burla habia causado la muerte del padre.
Acaso las consecuencias de aquella burla, que eran la burla misma, debian causar tambien la desgracia de la hija y un infinito número de crímenes.
Porque un crímen sembrado en el mundo, da generalmente un fruto de ciento por uno.
Un dia, una parienta de la abadesa se presento en el locutorio. La abadesa, aficionadísima como todas las monjas á lucir las flores del convento, llevó consigo al locutorio á doña Elvira.
Pero la parienta de la abadesa no estaba sola; la acompañaba un jóven caballero, que iba á informarse de las condiciones bajo las cuales podria habitar algun tiempo en el convento, durante una ausencia de sus hermanos, una huérfana hermana suya.
Aquel caballero era don Diego de Córdoba y de Válor, que á la sazon contaba veinte y seis años.
Don Diego de Córdoba y de Válor, era un morisco convertido, hombre de gran calidad y riqueza; subiendo por el altivo tronco de su árbol genealógico, se llegaba á los califas Omniades de Córdoba, á los de Damasco, y por último á la familia del Profeta, del cual descendia por la madre de aquel hombre extraordinario, conocida entre los musulmanes bajo el nombre de Fatimah, la santa: inútil es decir que poseedor legítimo del voluminoso rollo de pergaminos, que tan esclarecida genealogía justificaban, don Diego de Córdoba era orgulloso cuanto puede serlo una criatura humana, y tenia mucho del aspecto dominador y de la palabra breve y despótica que parecia haber recibido como un legado de raza de sus cien regios ascendientes: pero era por cierto gran lástima que á tal aprecio de si mismo, á tal soberbia, no hubiese reunido don Diego las grandes virtudes que han solido resplandecer, formando la parte luminosa de su carácter, en muchos de los tremendos reyes, de cuyos nombres está llena la historia de la humanidad esclavizada. Don Diego era valiente, pero no con el valor espontáneo entusiasta y leal de los héroes: el valor de don Diego, rayando siempre en la ferocidad y siempre conducido por una intencion dañina y desleal, era, preciso es decirlo, el valor del bandido. Era espléndido y generoso, pero jamás estas prendas produjeron una buena accion: tiraba su dinero con la misma indiferencia con que se arroja lo que nada vale; jugaba y perdia sumas enormes sin alterarse ni entristecerse, y del mismo modo sin afan ni alegría, las ganaba; favorecia á todo el que á él se acercaba, ó por mejor decir, á todo el que por su vida escandalosa y aventurera y por sus libres costumbres, habia adquirido la funesta nombradía de camorrista, burlador, taur ó maton; gustábanle á perder esa clase de hombres audaces que viven descuidadamente sobre el país y sobre el presente, sin meterse á considerar quienes eran, de donde venian ni á donde iban: los lugares de su mas asídua asistencia eran los garitos, las mancebías y las tabernas, en las que se entraba sin pudor alguno á la luz del sol, y delante de las gentes, con la frente alta y como desafiando á la opinion pública; en nada invertia con mas placer su dinero que en corromper la virtud de las mujeres, produciendo la vergüenza ó la desesperacion de un padre, de un esposo ó de un amante; sus mancebas, de las cuales tenia á un tiempo un número escandaloso, ostentaban un fausto insolente y despues de algun tiempo, abandonadas y corrompidas, iban á aumentar con sus vicios la hedionda corriente de cieno que de tal manera inficionó las costumbres de España en el siglo XVI.
Tal era el primer hombre del mundo que veia ante sí doña Elvira de Céspedes, y decimos del mundo por que su confesor, el capellan, el sacristan y el andadero de las monjas, á quienes veia todos los dias, eran hombres del claustro, y viejos, feos, sucios, en contraposicion de don Diego de Válor, que era jóven, hermoso, de mirada audaz, gallardo y riquísimamente vestido.
Don Diego en efecto tenia, como sabemos, una hermana: doña Isabel, y ademas un hermano menor llamado don Fernando.
Su padre, Muley Mahomad-ebn-Omeya, uno de los walies de Granada que mas se distinguieron en su juventud en la conquista, habia pasado al servicio de los Reyes Católicos, se habia convertido bajo el nombre de don Juan de Córdoba y de Válor, recibiendo en premio una carta de nobleza y el amayorazgamiento de sus bienes con el título de señor de Válor, y habia casado, por último, y siendo ya hombre de cierta edad, con una morisca parienta suya llamada Inés de Rojas.
Esta le habia dado sucesivamente dos hijos y una hija, poco despues de lo cual murió don Juan, dejando su mayorazgo y su título á Don Diego, y la curaduría de sus tres hijos á su esposa doña Inés.
Murió esta años adelante, y dejó la tutela de sus hermanos menores á don Diego.
Parecia, pues, que este iba legítimamente á tratar de la entrada de su hermana doña Isabel en el convento.
Pero no pensaba ciertamente en ello; era un pretexto: don Diego habia sabido por el marqués de la Guardia, hombre ya machucho, el mismo de la burla que mató al padre de doña Elvira, su grande amigo, tan disipado como él y tan tremendo calavera, aquella historia de desdichas, la existencia de doña Elvira en el convento de santa Isabel y la fama de su hermosura.
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