Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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¿Cómo el marqués de la Guardia no habia visitado nunca á doña Elvira?
La razon era muy sencilla: al procurarla medios de subsistencia, al dotarla, solo habia pensado en reparar de algun modo una falta: habia buscado un eclesiástico: le habia entregado como fidei comiso y bajo confesion aquel dinero, y despues se habia ausentado de Granada con su esposa.
Durante muchos años anduvo vagando por España é Italia, gastando gentilmente sus rentas, hasta 1539, en que murió su esposa y se volvió á Granada viudo y sin hijos, entregándose desde entonces con toda libertad á los excesos del otoño del calavera, que es la época mas azarosa de la vida de esta clase de gentes, y durante la cual hacen mas daño á la sociedad, sobre todo cuando son tan ricos y tan audaces como el marqués de la Guardia.
Don Diego de Córdoba era una especie de astro entre cierta clase de gentes en Granada y como el marqués de la Guardia por propension y por costumbre se fué á buscar aquella clase de gente encontráronse un dia los dos astros girando en una misma órbita.
Cuando dos hombres de este jaez se encuentran, sucede irremisiblemente una de estas dos cosas: ó se chocan duramente y se matan, ó se unen y se hacen camaradas de libertinage.
Esto ultimo aconteció al encontrarse don Diego y el marqués de la Guardia: el segundo casi doblaba la edad al primero; pero por lo demás en cuanto á fortuna, conducta y aficiones eran iguales.
Durante dos años fueron en Granada una epidemia social; una de esas pústulas crónicas y malignas que solo se curan á yerro ó á fuego.
A principios de 1541 y cuando una noche el marqués se preparaba para salir á una aventura galante, se encontró en su casa con un humilde acólito que le entregó de parte del cura de la parroquia de san Luis, un papel en que bajo una enorme cruz se leian estas breves y solemnes palabras.
«Señor marqués de la Guardia: en este momento me hallo próximo á rendir el alma al Criador. Hace trece años me entregásteis, bajo confesion, cierta suma, mediante la cual debia educarse en un convento y dotarse, llegada que fuese á los diez y seis años, una pobre huérfana. He cumplido como debia el encargo de vuecelencia; pero estando próximo á morir, habiendo llegado la época en que doña Elvira entre en el claustro como religiosa ó vuelva al mundo, un grave deber de conciencia me obliga á suplicaros que vengais á verme al momento. El dador os guiará. Guarde Dios á vuecelencia. De mi lecho de muerte á 16 dias del mes de enero, año de nuestro Señor de 1541. – El licenciado Pero Ponce.»
Dió dos vueltas el marqués á la carta, quedóse pensativo y no sabemos por qué presentimiento vago, renunció á su aventura y se decidió á ir á la cita que se le pedia á nombre de una jóven de diez y seis años que casi podia llamarse su ahijada.
Siguió al acólito y muy pronto estuvo frente al lecho del moribundo.
– Vos por un capricho, por una locura de jóven, le dijo el párroco de san Luis, á las pocas palabras que hablaron, causásteis la muerte del padre, no causeis, señor, por impremeditacion la pérdida de la hija: doña Elvira no ha nacido para el claustro; si abandonada y desesperada profesa, blasfemará, perderá su alma; si sale del convento sin el apoyo de una persona que la ame, que la proteja, se perderá porque es hermosa; pero aun es tiempo, velad por ella, salvadla: no está pervertida, tiene un corazon ardiente, impresionable… vos, señor, que aun sois jóven, que aun podeis haceros amar, ¿por qué no embelleceis el otoño de vuestra vida con el amor de esa niña haciéndola vuestra esposa?
– ¿En qué convento vive? dijo profundamente pensativo el marqués.
– En el de santa Isabel la Real.
– ¿Y decis que es hermosa y digna de un caballero?
– Os lo juro, señor, y os digo mas: la amo como á una hija y no moriré tranquilo sino me jurais que vos, que hoy sois su padre adoptivo, la amparareis.
– Esa jóven corre por mi cuenta, dijo el marqués pronunciando estas vulgares palabras de tan ambiguo sentido con una entonacion singular.
– ¿Quereis que os nombre su tutor en mi testamento? ¿quereis que os dé un testimonio de lo que habeis hecho por ella?
– No, no, de ningun modo, no quiero que sepa que yo he hecho nada por ella.
– ¡Oh! ¡que generoso sois señor! Dios os bendiga.
– Dejad la tutela de esa jóven á la abadesa.
– Lo haré así.
– Y ahora ved si os queda algo que satisfacer en el mundo para que yo lo satisfaga por vos.
– ¡Ah! no señor; desgraciadamente quedé huérfano y sin pariente alguno muy jóven; he vivido consagrado á mi ministerio y nada tengo que hacer mas que legar la mitad de mis cortos ahorros á los pobres, la otra mitad á doña Elvira, á doña Elvira que es mi corazon, señor, añadió el buen sacerdote mirando de una manera anhelante al marqués.
– Descuidad, descuidad en mí, señor licenciado; si Dios ha dispuesto que murais, morid tranquilo: si en mí consiste doña Elvira será feliz.
– ¡Oh! ¡gracias, gracias! ¡ahora dejad que os bendiga!
El marqués mas por costumbre que por veneracion, dobló una rodilla y el sacerdote bendijo con mano trémula y moribunda aquella cabeza llena de vacios pensamientos, que en aquel mismo punto agitaba algo horrible dentro de sí respecto á la pobre huérfana, que era tan jóven y tan hermosa.
El marqués de la Guardia, pues, no habia sabido hasta entonces el paradero de la hija de Juan de Céspedes y por lo tanto no habia podido visitarla.
Aquella misma noche en uno de los lugares escéntricos en que se encontraban todos los dias el marqués de la Guardia y don Diego de Válor, frente á frente y vaso en mano, hablaban con la mayor irreverencia del mundo, del legado que habia dejado el párroco de san Luis al marqués.
– Pero formalmente don Gabriel, decia al marqués que así se llamaba, don Diego, ¿estais resuelto á hacer dichosa á esa muchacha?
– ¿Y por qué no? dijo don Gabriel Coloma, que este era el apellido del noble marqués, aun no he cumplido cuarenta años; paso aun entre los buenos galanes sin que las damas reparen en la diferencia, y, sobre todo, esa aventura tiene para mí un encanto misterioso, un no sé qué seductor; decididamente, mañana voy al convento, pasado mañana la saco, al dia siguiente…
– ¿Qué la sacais? ¿creeis que ella se prestará á huir con vos?
– ¡Huir! la sacaré con los derechos que me asisten.
– ¡Los derechos! indudablemente los teneis: pero nadie los conoce mas que el cura de san Luis, y ha muerto.
– ¡Diablo! ¡es verdad!
– De modo que para doña Elvira sois un desconocido como otro cualquiera.
– ¡Diablo! ¡diablo!
– Y como supongo que no os querreis casar con ella…
– ¡Por Cristo vivo! hartos sinsabores me dió mi difunta, para que yo piense en casarme de nuevo… la haré mi querida.
– ¡Ah! dijo don Diego; pero se me figura…
– ¿Qué?
– Que si habeis de contar con doña Elvira para que abandone por vos el convento, empresa acometeis.
Picóse el orgullo de don Gabriel Coloma, que aun se creía, recordando sus buenos tiempos y fiando demasiado en el éxito que le procuraban sus doblones entre las mujeres, un seductor irresistible.
– ¿Quereis que hagamos una cosa, don Diego? dijo.
– ¿Qué cosa?
– Una apuesta.
– ¿A propósito de qué?..
– Acometamos los dos esta empresa.
– Acepto.
– Vos no conoceis á Doña Elvira mas que lo que la conozco yo. Como yo sabeis que está en el convento de santa Isabel la Real, que es huérfana, que está bajo la tutela de la abadesa.
– Muy bien: ¿y qué apostamos?
– Vuestro caballo Infante , contra mi yegua Niña .
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