Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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– ¿Y que sucedió? preguntó nuevamente Yuzuf.

– Aquellos hombres trataron de un asesinato pagado infamemente por dinero.

– ¿Y como no impedíste ese asesinato, Calpuc? añadió con doble severidad el anciano.

– ¿Acaso no lo he impedido? ¿acaso Miguel Lopez no está en mi asilo, curado y con grandes esperanzas de vida? ¿acaso no han quedado mordiendo el polvo en el barranco dos de los asesinos?

– Has obrado como noble y valiente Calpuc: queria saber de tí hasta qué punto ha habido traicion contra ese hombre.

– Ha sido un asesinato infame meditado y llevado á cabo por don Diego de Válor.

– Cuenta Calpuc que acusas á un pariente mio.

– Lo he oido yo, he seguido paso á paso á los asesinos, arrastrándome tras ellos como la serpiente de los bosques de mi patria; he oido el crímen y he podido evitarlo: si me hubiera separado de aquellos lugares para avisarte, tal vez no hubiera podido impedir la muerte de Miguel Lopez.

– ¿Y has llegado á conocer el motivo por qué don Diego de Válor queria la muerte de ese hombre? dijo el emir mirando profundamente á Calpuc.

– No; solo he oido concertar el asesinato y pagar el dinero.

Quedóse un momento pensativo el emir.

– Ven, dijo al fin, asiendo á Calpuc de la mano.

Y llevándole la rambla arriba, torció una roca tajada y señaló á Calpuc una encina seca, cuyas ramas descarnadas se extendian como los múltiples brazos de un esqueleto.

Aquella encina por sí sola hubiera inspirado tristeza; pero con las adiciones que se notaban en ella causaba horror. Aquellas adiciones consistian en siete monfíes ahorcados, del cuello de cada uno de los cuales pendia una bolsa, llena al parecer de dinero; algunos otros monfíes, con las ballestas afianzadas, guardaban aquel árbol de justicia.

– Ahi faltan dos hombres, dijo sombríamente Calpuc.

– ¡Don Diego y don Fernando de Válor! ¡es verdad! repuso el emir; pero si yo hiciese justicia en esos dos hombres, creerian los moriscos de Granada que los habia asesinado por temor. ¿Acaso no sabes que don Diego de Córdoba se titula en el Albaicin, en las alquerías de la vega y en las tahas de Guadix y del Marquesado del Zenete, rey de Granada?

– ¿De modo que has dejado en libertad á esos hombres?

– No, no por cierto: esos hombres tienen que responderme de una vida preciosa: de la vida de mi hijo, de la vida del emir de los monfíes.

– ¡De tu hijo! ¡se habrán atrevido…!

– ¿A qué habia yo de haber avanzado con mis valientes monfíes, casi hasta los linderos de la vega, sino por mi hijo? ¿por quién estoy resuelto á llevar á sangre y fuego á Granada, sino por él? ¡Oh! ¡si! pero ¡por la santa Kaaba! tomaré una venganza horrible de esos hombres si mi hijo ha perecido.

– ¡Dios vela por los reyes! dijo solemnemente Calpuc.

– Pero á pesar de esto, bueno es que los reyes velen por sí mismos. Ahora bien, Calpuc: ¿está el herido en disposicion de contestar á mis preguntas?

– Acaso el sueño á que le he dejado entregado restaure sus fuerzas: acaso cuando despierte pueda hablar sin peligro.

– Condúceme á donde está ese hombre, Calpuc.

– Eres padre, emir, y comprendo tu ansiedad: sin embarco, tú solo hace horas que dudas de la suerte de tu hijo… hace diez años que yo tiemblo por la vida y por la honra de mi esposa y de mi hija.

Yuzuf estrechó fuertemente la mano de Calpuc: despues llevó á sus labios una pequeña corneta de caza y tocó por tres veces.

Oyeronse entonces en todas direcciones pasos fuertes y acompasados y poco despues adelantaron en círculo, y se estrecharon alrededor del emir, unos cien monfíes.

– Esos hombres, dijo severamente Yuzuf, señalando á los siete que estaban colgados de la encina fatal, esos homdres, vendieron la vida de un hombre por dinero: ved lo que he hecho con esos hombres: vedlo y escarmentad.

– ¡Viva el emir! gritaron en una aclamacion informe los monfíes.

– Que las aves carnívoras los despedacen, añadió Yuzuf: cada uno de esos hombres tiene pendiente del cuello el oro vil con que le pagaron su crímen; ¡ay de aquel de vosotros que toque á una sola de esas monedas!

– ¡Viva el emir! gritaron de nuevo los monfíes.

– A vuestros apostaderos: tú Abd-el-Malek, y cuatro mas, conmigo: ¡Mi caballo! ¡Calpuc, á tu caverna! Es necesario que yo hable sin perder un momento con Miguel Lopez.

Los monfíes se dividieron en grupos, y partieron en distintas direcciones, trepando por las quebraduras. Poco despues Yuzuf, en su potro salvaje, saltaba sobre las breñas, precedido de Calpuc, cuyo vigor era maravilloso, y seguido de su escasa escolta de monfíes.

La horrible encina quedó abandonada con los siete repugnantes cadáveres que se balanceaban al impulso del viento de la montaña, pendientes de los descarnados brazos del gigantesco esqueleto.

Trasladémonos á la vivienda subterránea de Calpuc.

De pié, inmovil y con la vista profunda y amenazadoramente fija en Miguel Lopez, estaba Yuzuf acompañado de Calpuc.

Pero esto no sucedia inmediatamente despues de la escena que acabamos de referir á nuestros lectores. Desde entonces hasta el momento en que el emir estaba delante de Miguel Lopez, habian pasado algunos dias.

Calpuc, que entre los misterios de su vida contaba el de ser un excelente médico, habia declarado que la vida del herido peligraba si se le hacia experimentar una sensacion cualquiera.

Yuzuf se habia visto obligado á reprimir su impaciencia.

Entre tanto Calpuc y Muhamad, anciano y sabio médico del emir, habian velado continuamente al lado del herido.

El peligro habia pasado; las heridas habian empezado á cicatrizarse y tenian muy buen aspecto: Miguel Lopez podia sufrir sin peligro un interrogatorio.

Yuzuf descendió al subterráneo, acompañado de Calpuc.

Miguel Lopez dormia.

Contemplóle un momento ferozmente Yuzuf y luego dijo á Calpuc.

– Déjanos solos.

Calpuc obedeció.

Entonces el emir movió bruscamente á Miguel Lopez: este abrió los ojos despavorido, y pasado ese primer momento de confusion que experimentamos al despertar, reconoció á Yuzuf, se agitó en su lecho y lanzó un grito de espanto.

– Haces bien en estremecerte, Jerif-ebn-Aboó, dijo el emir, nombrando á Miguel Lopez por su nombre moro: haces bien en estremecerte, porque me has ofendido, me has sido traidor, á mi, á tu señor, á quien todo lo debes, y te tengo en mi poder.

– Yo creia, dijo reponiéndose y con cierta audacia Miguel Lopez, yo creia que un emir tan poderoso y un tan cumplido caballero como tú, magnífico Yuzuf, no te atreverias á amenazar á un pobre herido que ha estado á punto de ser asesinado por los tuyos.

– Los que han puesto en tu pecho su puñal, se mecen, colgados de una encina, en la montaña.

– Pero viven, sin duda, don Diego y don Fernando de Válor.

– Son tus señores.

– ¡Son mis enemigos!

Una llamarada de irritacion, de cólera sombría y letal, subió de una manera febril á los ojos de Yuzuf, que palideció profundamente.

– ¡Infame renegado! exclamó: ¿no te has atrevido á poner los ojos en una doncella de sangre real que estaba destinada á un hijo de mi sangre?

– Isabel de Válor es mi esposa, exclamó el audaz morisco.

– Isabel de Válor es el tósigo que te mata Jerif-ebn-Aboó: ¡tu esposa la vírgen descendiente de Mahoma! ¡la amada del emir de los monfíes! ¡Isabel de Córdoba y de Válor tuya!

– ¡Ah! ¡has renunciado tu corona en tu hijo! ¿y donde está tu hijo Yuzuf, que no se me presenta en tu lugar á pedirme cuenta de su amada?

Habia tal sarcasmo en la pregunta de Miguel Lopez, que el emir tembló á un tiempo de cólera y de terror.

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