Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III
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- Название:El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
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Y el rey se dirigió al oratorio de la reina.
– ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! – dijo Margarita viendo desaparecer al rey por la puerta del oratorio – ¡Ten piedad de España! ¡Ten piedad de mí!
CAPÍTULO XIV
DEL ENCUENTRO QUE TUVO EN EL ALCÁZAR DON FRANCISCO DE QUEVEDO, Y DE LO QUE AVERIGUÓ POR ESTE ENCUENTRO ACERCA DE LAS COSAS DE PALACIO, CON OTROS PARTICULARES
Apenas Juan Montiño había desaparecido por la escalerilla de las Meninas, cuando Quevedo, que como sabemos observaba desde la puerta, se embocó por aquellas escaleras en seguimiento del joven.
– En peligrosos pasos anda el mancebo – dijo don Francisco – ; sobre resbaladiza senda camina; sigámosle, y procuremos avizorar y prevenir, no sea que su padre nos diga mañana: con todo vuestro ingenio, no habéis alcanzado á desatollar á mi hijo.
Y Quevedo seguía cuanto veloz y silenciosamente le era posible, á la joven pareja que le precedía en las tinieblas.
– ¿Y quién será ella? – ¿quién será ella? decía el receloso satírico.
Y seguía, sudando, á pesar del frío, á los dos jóvenes, que andaban harto de prisa.
– Pues ó he perdido la memoria y el tiento, ó todo junto – decía Quevedo – , ó se encaminan á la portería de Damas; paréceme que se paran: ¡adelante y chito! suena una llave, se abre una puerta, entran… ¡ah! esa momentánea luz… el cuarto de la reina… ¿será posible? ¿me habré yo engañado pensando bien de una mujer? Merecido lo tendría. ¿Pero quién va?
Había oído pasos Quevedo.
– No va, viene – dijo una voz ronca.
– ¡Por el alma de mi abuela! ¿y de dónde venís vos, hermano?
– Ni sé si del cielo ó si del infierno. Vos, hermano, ya sé que del infierno sois venido, porque San Marcos no debe de haber sido para vos la gloria.
– Ha venido á ser el purgatorio, Manolillo, hijo.
– Veo que no habéis olvidado á los amigos.
– ¿Y cómo olvidaros, si creo que por haberos tratado en mi niñez se me han pegado vuestras picardías?
– Yo no soy pícaro, y si lo soy, soy pícaro á sueldo.
– Tanto monta, que nadie hace picardías al aire. ¿Pero dónde vivís? Paréceme de que me lleváis por las escaleras de las cocinas.
– Así es la verdad, hermano Quevedo; he visto cuanto podía ver, y á mi mechinal me vuelvo.
– Pues sígoos.
– En buen hora sea.
– Decidme, ¿por qué me dijísteis allá abajo que no sabíais si veníais del cielo ó del infierno?
– Decíalo por un mancebo que acaba de entrar…
– ¿En el cuarto de la reina?..
– ¿Habéisle visto?
– Le seguía.
– ¿Y no os parece que ese mancebo puede muy bien encontrar en ese cuarto una gloria ó un infierno?
– Alegraríame que le glorificasen.
– Y yo; aunque no fuese más que por verme vengado…
– ¿Del rey?..
– ¡Qué rey! ¡qué rey! – dijo el bufón.
– Paréceme será bien que callemos hasta que nos veamos en seguro.
– Decís bien… nunca palacio ha sido tan orejas todo como ahora. Pero ya llegamos.
Acababan de subir las escaleras, y el tío Manolillo había tomado por un callejón estrecho.
Detúvose á cierta distancia del desemboque de las escaleras, y sonó una llave en una cerradura.
– Pasad, pasad, don Francisco – dijo el bufón.
Quevedo entró á tientas en un espacio densamente obscuro.
El bufón cerró.
Poco después se oyó el chocar de un eslabón sobre un pedernal, saltaron algunas chispas, y brilló la luz azul de una pajuela de azufre, que el bufón aplicó al pábilo de una vela de sebo.
Quevedo miró en torno suyo.
Era un pequeño espacio abovedado, deprimido, denegrido, desnudo de muebles, á cuyo fondo había una puerta, á la que se encaminó el bufón.
Siguióle Quevedo.
El tío Manolillo cerró aquella puerta.
Era el bufón del rey un hombre como de cincuenta años, pequeño, rechoncho, de semblante picaresco, pero en el cual, particularmente entonces que estaba encerrado con Quevedo, y no necesitaba encubrir el estado de su alma, estaba impresa la expresión de un malestar roedor, de un sentimiento profundo, que daba un tanto de amargura infinita á su ancha boca, cuyos labios sutiles habían contraído la expresión de una sonrisa habitual, burlona y acerada cuando estaba delante del mundo, sombría y dolorosa entonces que el mundo no le veía. El color de su piel era fuertemente moreno, sus cabellos entrecanos, la frente pronunciada, audaz, inteligente, marcada por un no sé qué solemne; las cejas y los ojos negros; pero estos últimos pequeños, redondos, móviles, penetrantes, en que se notaba un marcadísimo estrabismo; la nariz larga y aguileña; la boca ancha, la barba saliente, el cuello largo. Sus miembros, contrastando desapaciblemente con su estatura, eran de gigante, cortos, musculosos, fuertes; vestía un sayo y una caperuza á dos colores, rojo y azul; llevaba calzas amarillas, zapatos de ante y un cinturón negro que sólo servía para sujetar un ancho y largo puñal.
El bufón se sentó en un taburete de pino, y dijo á Quevedo:
– Ahora podemos hablar de todo cuanto queramos: mi aposento es sordo y mudo. Sentáos en ese viejo sillón, que era el que servía al padre Chaves para confesar al rey don Felipe II.
– Siéntome aunque me exponga á que se me peguen las picardías del buen fraile dominico – dijo Quevedo sentándose.
– ¡Oh! ¡y si te hablara ese sillón! – dijo el tío Manolillo.
– Si el sillón calla, España acusa con la boca cerrada los resultados de los secretos que junto á este sillón se han cruzado entre un rey demasiado rey, y un fraile demasiado fraile.
– Pero al fin, don Felipe II…
– No era don Felipe III.
– En cambio, el padre Chaves, no era el padre Aliaga.
– El padre Aliaga no tiene más defecto que ser tonto – dijo Quevedo mirando de cierto modo al bufón.
– Vaya, hermano don Francisco, hablemos con lisura y como dos buenos amigos; ya sabéis vos que tanto tiene de simple el confesor del rey, como de santo el duque de Lerma. Si queréis saber lo que ha pasado en la corte en los dos años que habéis estado guardado, preguntadme derechamente, y yo contestaré en derechura. Sobre todo, sirvámonos el uno al otro.
– Consiento. Y empiezo. ¿En qué consiste que esa gentecilla no haya hecho sombra del padre Aliaga?
– En que el rey, es más rosario que cetro.
– ¿Y cree un santo á fray Luis?
– Y creo que no se engaña, como yo creo que si fray Luis es ya santo, acabará por ser mártir, tanto más, cuanto no hay fuerzas humanas que le despeguen del rey; y como el padre Aliaga es tan español y tan puesto en lo justo, y tan tenaz, y tan firme, con su mirada siempre humilde, y con su cabeza baja, y con sus manos metidas siempre en las mangas de su hábito… ¡motilón más completo!.. Si yo no tuviere tantas penas, sería cosa de fenecer de risa con lo que se ve y con lo que se huele; más bandos hay en palacio que bandas, y más encomendados que comendadores, y más escuchas que secretos, aunque bandos, encomiendas y enredos, parece que llueven. En fin, don Francisco, si esto dura mucho tiempo, el alcázar se convierte en Sierra Morena: lo mismo se bandidea en él que si fuera despoblado, y en cuanto á montería, piezas mayores pueden correrse en él, sin necesidad de ojeo, que no lo creyérais si no lo viérais.
– Me declaro por lo de las piezas mayores; veamos. Primera pieza.
– Su majestad el rey de las Españas y de las Indias, á quien Dios guarde.
– Te engañaste, hermano bufón; tu lengua se ha contaminado y anda torpe. El rey no puede ser pieza mayor… por ningún concepto. Y lo siento, porque el tal rey es digno de esa, y aun de mayor pena aflictiva. La reina es demasiado austriaca.
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