Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III
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- Название:El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
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– Desenmarañemos este enredo, y pongámosle claro para dominarle, hermano Quevedo. Decís vos que ese mancebo entró en casa del duque de Lerma amparado de vos, y pudo ver á su tío.
– Eso es.
– Que después encontrásteis á ese mozo al salir por el postigo del duque esperando á don Rodrigo para matarle.
– Verdad.
– Ahora bien; ¿por qué quería matar ese mozo á don Rodrigo? – repuso el bufón.
– Porque decía había comprometido el honor de una dama.
Quedóse profundamente pensativo el bufón, como quien reconcentra todas sus facultades para obtener la resolución de un misterio.
– ¡El cocinero mayor de su majestad – dijo el bufón – , es usurero!
– ¿Qué tiene que ver ese pecado mortal de Francisco Montiño para nuestro secreto?
– Esperad, esperad. El señor Francisco Montiño se vale para sus usuras, de cierto bribón que se llama Gabriel Cornejo.
– Veamos, veamos á dónde vais á parar.
– Me parece que voy viendo claro. Ese Gabriel Cornejo, que á más de usurero y corredor de amores, es brujo y asesino, sabe por torpeza mía un secreto.
– ¡Un secreto!
– Sabe que yo quiero ó quería matar á don Rodrigo Calderón. Sabe además otro secreto por otra torpeza de Dorotea, esto es, que don Rodrigo Calderón tiene ó tenía cartas de amor de la reina.
– ¡Tenía! ¡Tenía! – dijo con arranque Quevedo – . Decís bien, tío Manolillo, decís bien, vamos viendo claro; ya sé, ya sé lo que Juan Montiño buscaba sobre don Rodrigo Calderón cuando le tenía herido ó muerto á sus pies. Lo que buscaba ese joven eran las cartas de la reina; para entregar esas cartas era su venida á palacio, para eso, y no más que para eso, ha entrado en el cuarto de su majestad.
– Pues si ese caballero ha entregado á la reina esas cartas, y don Rodrigo Calderón no muere… ¿qué importa que muera don Rodrigo…? siempre quedarán el duque de Lerma, el conde de Olivares, el duque de Uceda, enemigos todos de su majestad; si esas terribles cartas han dado en manos de su majestad, ésta se creerá libre y salvada, y apretará sin miedo, porque es valiente y la ayuda el padre Aliaga…
– Y la ayudo yo…
– Y yo… y yo también… pero… son infames y miserables, y la reina está perdida… está muerta..
– ¡Muerta! ¡Se atreverán! y aunque se atrevan… ¿podrán…?
– Sí, sí por cierto; y para probaros que pueden, os voy á nombrar otras de las piezas mayores que se abrigan en el alcázar.
– ¡Ah! ¡Otra pieza mayor!
– Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey.
– ¡Ah! ¡También el buen Montiño!
– Lo merece por haber inventado el extraño guiso de cuernos de venado que sirve con mucha frecuencia al rey.
– Contadme, contadme eso, hermano. ¡Enredo más enmarañado! ¡Y no sé, no sé cómo se ha atrevido, porque su difunta esposa…!
– La maestra de los pajes…
– ¡Y qué oronda y qué fresca que era! ¡Y qué aficionada á los buenos bocados!
– Y creo que el bueno del cocinero hubo de notar que había ratones en la despensa; pero no dió con el ratón.
– Y ya debe estar crecida y hermosa Inesita.
– ¡Pobre Montiño…!
– Hereje impenitente… pero sepamos quién es ahora el ratón de su despensa.
– No es ratón, sino rata y tremenda… el sargento mayor, don Juan de Guzmán.
– ¿El que mató al marido de cierta bribona á quien galanteaba, y partió con ella los doblones que el difunto había ahorrado, por cuyo delito le ahorcan si no anda por medio don Rodrigo…?
– El mismo.
– Ha mandado don Rodrigo á ese hurtado á la horca que enamore á la mujer de Francisco Montiño…
– Como que la hermosa Luisa entra cuando quiere en las cocinas de su majestad, y nadie la impide de que levante coberteras y descubra cacerolas.
– No creí, no creí que llegase á tanto el malvado ingenio de don Rodrigo. Pero bueno es sospechar mal para prevenirse bien. Alégrome de haberos encontrado, amigo bufón, porque Dios nos descubre marañas que deshacer… y las desharemos ó podremos poco. Pero contadme, contadme: ¿en qué estado se encuentran los amores del sargento mayor y de la mayor cocinera?
El tío Manolillo no contestó; había levando la cabeza, y puéstose en la actitud de la mayor atención.
– ¿Qué escucháis? – dijo Quevedo.
– ¡Eh! ¡Silencio! – dijo el bufón levantándose de repente y apagando la luz.
– ¿Qué hacéis?
– Me prevengo. Procuro, que si miran por el ojo de la cerradura de la otra puerta no vean luz bajo ésta. Es necesario que me crean dormido; necesitan pasar por delante de mi aposento y me temen. Pero se acercan. Callad y oíd.
– Quevedo concentró toda su vida, toda su actividad, toda su atención en sus oídos, y en efecto, oyó unas levísimas pisadas como de persona descalza, que se detuvieron junto á la puerta del bufón.
Durante algún espacio nada se oyó. Luego se escucharon sordas y contenidas las mismas leves pisadas, se alejaron, se perdieron.
– ¿Es él? – dijo Quevedo.
– El debe ser; pero el cocinero mayor… ¿cómo se atreve ese hombre?..
– Francisco Montiño no está en Madrid esta noche.
– ¡Ah! ¿pues qué cosa grave ha sucedido para que deje sola su casa?
– Según me ha dicho su sobrino postizo, ha ido á Navalcarnero, donde queda agonizando un hermano suyo.
– ¡Oh! entonces el que ha pasado es el sargento mayor Juan de Guzmán.
Y el bufón se levantó y abrió la ventana de su mechinal.
– ¿Qué hacéis, hermano? cerrad, que corre ese vientecillo que afeita.
– Obscuro como boca de lobo – dijo el bufón.
– ¿Y qué nos da de eso?
– Y lloviendo.
– Pero explicáos.
– ¿Queréis ver al ratón en la ratonera junto al queso?
– ¡Diablo! – dijo Quevedo – . ¿Y para qué?
Y después de un momento de meditación, añadió:
– Si quiero.
– Pues quitáos los zapatos.
– ¿Para salir al tejado?
– No tanto. Por aquí se sale á las almenas viejas, y por las almenas se entra en los desvanes, y por los desvanes se va á muchas partes. Por ejemplo, al almenar á donde cae la ventana del dormitorio del cocinero de su majestad.
– Pues no hay que preguntarme otra vez si quiero – dijo Quevedo quitándose los zapatos.
– No dejéis aquí vuestro calzado, porque saldremos por otra parte.
– Ya sabía yo que érais el hurón del alcázar.
– Como me fastidio y sufro y nada tengo que hacer, husmeo y encuentro, y averiguo maravillas. ¿Estáis listo ya, don Francisco?
– Zapatos en cinta me tenéis, y preparado á todo.
– No os dejéis la linterna.
– ¿Qué es dejar? Nunca de ella me desamparo; cerrada encendida la llevo, y haciendo compañía á mis zapatos. ¿Estáis vos ya fuera?
– Fuera estoy.
– Pues allá voy y esperadme. Eso es. ¿Y sabéis que aunque viejo no habéis perdido las fuerzas? Me habéis sacado al terrado como si fuera una pluma. Estas piernas mías… parece providencia de Dios para muchas cosas el que yo no pueda andar de prisa ni valerme.
– Dadme la mano.
– Tomad.
– Estamos en los desvanes.
– Mi linterna me valga.
– Nos viene de molde, porque estos desvanes son endiablados.
– Fiat lux – dijo Quevedo abriendo la linterna.
Encontrábanse en un desván espacioso, pero interrumpido á cada paso por maderos desiguales. El bufón empezó á andar encorvado y cojeando por aquel laberinto.
De repente se detuvo y enseñó un boquerón á Quevedo.
– ¿Y qué es eso? – dijo don Francisco.
– Esto es una providencia de Dios.
– Más claro.
– Eso era antes un tabique.
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