Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III

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– ¡Diablo! – exclamó Quevedo.

– ¡Cómo! ¿no lo sabíais, don Francisco?

– Algo se me alcanzaba.

– ¿Y sabéis cómo se llamaba su madre?

– No me lo han dicho.

– Pues yo voy á decíroslo.

– Sepamos.

– La madre se llamaba… y se llama, doña Juana de Velasco, duquesa viuda de Gandía, camarera mayor de su majestad.

Abrió enormemente los ojos Quevedo.

– Y qué hermosa, qué hermosa estaba entonces la duquesa.

– ¿Pero estáis seguro de ello, amigo Manolillo?

– ¡Que si estoy seguro! como lo estaría si, por ejemplo, dentro de algunos meses la señora condesa de Lemos, después de haber estado mucho tiempo en la cama á pretexto de enfermedad y en ausencia de su marido, saliese una noche de Madrid en una litera.

– ¡Ah! ¡ah! ¿y no habéis encontrado para vuestra comparación otra dama que doña Catalina de Sandoval?

– Es tan hermosa como lo era en otro tiempo la duquesa de Gandía, tan viva como ella, y tuvo la fortuna ó la desgracia de encontrarse una noche á obscuras en El Escorial con el duque de Osuna, como doña Catalina en el alcázar con…

– Pero tío Manolillo, vamos á cuentas: ¿vos sois el bufón del rey, ó el mochuelo del alcázar?

– De todo tengo. Siempre me han salido al paso los enredos.

– Como á mí.

– Si ya os lo dije: nos parecemos mucho. Pero continúo con mi suposición: supongamos que con tales antecedentes sale una noche la señora condesa de Lemos en una litera por un postigo de su casa muy encubierta, y que yo, por casualidad, paso por la calle y veo aquello; que al ver aquello me acuerdo de lo otro que oí por casualidad, ajusto la cuenta por los dedos, entro en curiosidad de saber en lo que quedará la aventura, y me voy detrás de la litera y de los hombres que la acompañan; que así andando, andando, y recatándome, amparado de una noche obscura, sigo á la litera por espacio de cinco leguas, y entro tras ella, recatándome siempre en un lugar… supongamos que aquel lugar es Navalcarnero; que la litera se para delante de una casa y sale la condesa de Lemos muy tapada y se obscurece en la casa, cuya puerta se cierra en silencio; que yo me quedo á la mira, y á las dos noches después, vacilante y trémula, veo salir de nuevo á la señora condesa muy tapada, que se mete en la litera, y que la litera sale del pueblo y toma el camino de Madrid. Que yo me quedo aún en el pueblo, y que á los tres días se bautiza solemnemente un niño. Aunque me digan frailes franciscos que aquel niño es hijo de matrimonio, y que es hijo de Juan Lanas y de su mujer, yo diré siempre, aun cuando pasen muchos años: ese tal no se llama Juan Lanas, ó no debe llamarse, sino Juan de Quevedo y Sandoval.

– ¡Ah! bribón redomado – exclamó Quevedo – , gato sin sueño, hurón de secretos; guardad por caridad el que habéis pescado esta noche, que ridículo fuera negároslo, y decidme por caridad también: ¿era ya pieza mayor del alcázar cuando en él andaba mi señor, el conde de Lemos?

– No abundan los Quevedos, hermano, y necesario era uno para que la buena doña Catalina dejase de ser coto cerrado, como fué necesario todo un duque de Osuna, con toda su audacia, para que la buena doña Juana de Velasco añadiese á su descendencia un bastardo. Pero lo gracioso es que doña Juana de Velasco no sabe quién es el padre de su hijo incógnito; ni el nombre del dueño de la casa en donde tapada y rebujada la metieron en Navalcarnero; que, en una palabra, le parece un sueño su encuentro con un hombre audaz en una galería del palacio del Escorial, á punto que por un celo exagerado iba á avisar á la infanta doña Catalina, de que acababa de llegar un jinete con la nueva de que el mar y los vientos habían vencido á la armada Invencible ; un soplo malhadado mató la bujía de que iba armada la duquesa, y el duque de Osuna, que acudía al lado del rey, que estaba en el coro, se dió un tropezón con ella. De modo que, si el viento no destruye á la Invencible , y si otro soplo de viento no mata la luz de doña Juana de Velasco, Juan… Montiño no existiría.

– Y si vos no estuviérais en todas partes, no sabríais ese secreto endiablado de hace veintidós años, ni este otro secreto reciente… Os pido por caridad, hermano bufón, que calléis, que calléis como habéis callado acerca del secreto de la duquesa… y como nos embrollamos y nos revolvemos, bueno será que volvamos á buscar el hilo. Decíamos…

– Justo, decíamos á propósito de si el rey era pieza mayor ó menor…

– A propósito de eso habíamos ido á dar en don Rodrigo, y á propósito de don Rodrigo, en ese mancebo que ha entrado secretamente en el cuarto de la reina. Decíamos, ó decía yo, que está enamorado como un loco de la dama que le ha metido en el lance; pero él no conoce á esa dama…

– ¿Que no la conoce y está enamorado?

– Cosas de mozos; se ha enamorado á bulto.

– Pues mirad: ha acertado en enamorarse, porque eso tiene ahorrado para cuando la vea el semblante.

– ¿Pero quién es ella? ¿habremos tropezado con otra pieza mayor?

– No por cierto; se trata de una doncella que, á pesar de su hermosura, nunca ha tenido novio.

– El nombre, tío Manolillo, el nombre.

– Doña Clara Soldevilla.

– La hermosa, la hermosísima hija, digo, si en los dos años que no la veo no la han dado viruelas, la matadora de corazones, engendrada por el buen Ignacio Soldevilla. ¿Y dónde está su padre?

– En Nápoles con el duque de Osuna.

–¡Ah! ¡diablo! ¡diablo! paréceme que si los muchachos se quieren, podremos tener boda; pero maravíllame que doña Clara, que no le ha conocido hasta esta noche…

– Aquí debe de haber algo… y algo grave – dijo el tío Manolillo – , en lo que acaso yo no tenga poca parte.

– Explicáos por Dios, hermano.

– Explícome, y para explicarme pregunto: ¿dónde ha visto á don Juan Girón?..

– Juan Montiño, hermano, Juan Montiño.

– Bien, ¿dónde ha visto Juan Montiño á doña Clara?

– En la calle.

– ¡En la calle!

– Amparóse de él al verse perseguida por don Rodrigo Calderón.

– ¡Ah, me parece que voy trasluciendo! ¿Y dónde llevó doña Clara á Montiño?

– Callejeóle de lo lindo, largóse, y le metió en un lance de estocadas con don Rodrigo.

– De cuyo lance…

– No por cierto… contentóse con desarmarle y se fué á buscar á su tío postizo á casa del duque de Lerma.

– ¿Y cuándo hirió ó mató ese joven á don Rodrigo?

– Eso es después.

– ¿Y cómo sabéis vos…?

– Encontréle en casa del duque de Lerma, á donde yo iba en busca del cocinero mayor, y le metí en la casa. Pero en la puerta me encontré antes de hablar con Montiño… ¿á quién diréis que me encontré?..

– No adivino.

– A Francisco de Juara.

– Lacayo y puñal de don Rodrigo Calderón… ¡ah! ¡ah! ¡hermano Quevedo, y qué conocimientos tenéis!

– El conocer no pesa. Francisco de Juara me contó lo que había acontecido á su señor con Juan Montiño, y Juan Montiño se alegró mucho en hallarme y yo de hallarle y… pero vamos al secreto. Yo iba á casa del duque de Lerma con una carta de la duquesa de Gandía para el duque, que me había dado la condesa de Lemos, con quien tropecé cuando iba al alcázar en busca del cocinero mayor… de modo que, válame Dios y qué rastra suelen traer las cosas; ahora se me ocurre que el buen rey don Felipe el II tiene la culpa de mi encontrón con la condesa de Lemos.

– ¡Pardiez, no atino!

– Ciertamente; si al rey don Felipe no se le hubiera ocurrido armar la Invencible y enviarla á saludar á la reina de Inglaterra, la tempestad no hubiera deshecho la armada; no hubiera ido un jinete al Escorial á dar al rey la nueva del fracaso; la duquesa de Gandía no hubiera ido al cuarto de la infanta doña Catalina, ni el duque de Osuna al coro en busca del rey; no se hubieran encontrado, pues, á obscuras duquesa y duque; no hubiera nacido Juan, y no existiendo Juan, al soltarme de San Marcos me hubiera yo ido á Nápoles en vez de venirme á Madrid, y no me hubiera encontrado con la buena, buenísima hija del duque de Lerma: ni ella me hubiera dado la carta de la camarera mayor para su padre, ni por consecuencia, hubiera yo encontrado en el zaguán del duque á Juan Montiño, ni hubiera salido por el postigo de la casa del duque después de haber hablado con su excelencia, ni hubiera encontrado á Juan Montiño, que me acometió equivocándome con don Rodrigo, á quien esperaba para matarle, y si yo no hubiera estado allí cuando don Rodrigo salió, Juan Montiño muere; porque Francisco de Juara, que guardaba las espaldas á don Rodrigo, no se hubiera encontrado con mi espada, hubiera dado un mal golpe por detrás á nuestro mancebo, mientras don Rodrigo le entretenía por delante. De modo que puede decirse que si el rey don Felipe no envía á la Invencible contra Inglaterra, no sucede nada de lo gravísimo que ha sucedido esta noche.

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