Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III
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- Название:El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
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– Eso demuestra, que siendo exorbitantes las rentas reales, siendo parca nuestra mesa y pocos nuestros trenes y nuestros vestidos, las rentas reales son robadas.
– ¡Robadas, robadas! esto es demasiado grave. Yo no creo que un caballero tal como el duque…
– ¿Si te doy una prueba de que el duque vende los oficios miserablemente?..
– Siempre se han vendido… me acuerdo de una provisión de corregidor que se ha dado esta mañana á Diego Soto, para que la venda en lo que pudiere… y todo está firmado por mí.
– Sí, pero es que el duque vende por su cuenta… te roba…
– ¡Oh! no puede ser.
– Mira.
Y la reina sacó las dos cartas que habían encontrado en la cartera de don Rodrigo Calderón, con las suyas, y dió una de ellas al rey.
Felipe III leyó la cabeza y la firma:
– «¡A don Rodrigo Calderón! – ¡El duque de Uceda!»
– Lee, lee… y juzga.
«Mi buen amigo: Es necesario que se den las alcabalas de Sevilla á Juan de Villalpando. Ya le conocéis. Es un hombre muy á propósito para nuestros proyectos. No os olvidéis que para acabar con el duque de Lerma…»
– ¡Ah! ¡ah! – dijo el rey – ; no lo creyera si no lo viera; y es letra y firma del duque de Uceda, con sus renglones torcidos… el hijo contra el padre… ya sabía yo que no andaban muy acordes entrambos duques… ¡pero que llegasen á tanto!.. ¡Ah! ¡ah!
– Sigue, sigue – dijo con impaciencia la reina.
– «No olvidéis que para acabar con el duque de Lerma, y hacer comprender al rey cuán ruinoso y perjudicial es su gobierno, se necesita hacerse partidarios en las ciudades, y ninguno mejor para Sevilla que Juan de Villalpando: allí tiene hacienda, mujer y parientes, le conoce todo el mundo, y es audaz cuanto se necesita para que todos le respeten y le teman. Pero como el duque no proveerá en nadie las alcabalas de Sevilla en menos de diez mil maravedís, es necesario que vos interpongáis para con él lo mucho que podéis, á fin de que de los diez mil rebaje la mitad. Ya llevamos gastado demasiado para que pensemos algo en los gastos. Hacedlo, que conviene. El interesado lleva esta carta y yo os veré á la tarde en la comedia…»
El rey dobló lentamente la carta y plegó su entrecejo: una expresión de majestad y de dominio, aunque indecisa, se marcó en su semblante y luego volvió á desdoblar la carta y la leyó lentamente.
Aquella carta era para Felipe III uno de esos rayos de luz que de tiempo en tiempo rompen la impura atmósfera que rodea á los reyes.
Margarita de Austria, que miraba con profunda alegría el cambio que se había operado en Felipe III, puso otra nueva carta abierta sobre la que el rey leía por segunda vez.
– Del conde de Olivares – dijo el rey leyendo la firma de aquella segunda carta.
– Lee, lee y verás que el duque de Lerma, á más de ser ladrón, es torpe, que le manejan como quieren los que quieren ocupar su puesto, y que el tal don Rodrigo es más traidor, más ambicioso, más miserable que todos ellos.
El rey leyó:
«Os escribo, porque, interesándoos á vos tanto como á mí el negocio de que trata esta carta, tengo una entera confianza en vos, y no quiero exponerme á que se sepa, por muchas precauciones que tomemos, que nos hemos visto. Importa que todo el mundo nos crea desavenidos. Sostened vos por vuestra parte el papel de enemigo mío, que por la mía yo sostendré el de enemigo vuestro. Seguid hablando mal de mí y mirándome de reojo, que yo seguiré hablando mal de vos sin miraros á derechas. Lo de la expulsión de los moriscos es necesario que se lleve cuanto antes á cabo, porque es necesario que cuanto antes, teniendo como tenemos guerra con Inglaterra, con Francia y en el Milanesado, la tengamos también en España, y esta guerra la provocarán los moriscos, que no se rendirán sin combatir. Por otra parte, rebelados los moriscos dentro, se resentirá el comercio que ellos alimentan en gran manera, faltará más de lo que falta el dinero, y reunidos y alentados Enrique IV y el inglés, apretará la guerra por fuera. Insistid en lo de la confiscación de los bienes de los moriscos. El duque, en su sed de oro, se dejará deslumbrar por este negocio en grande, y aun el mismo rey no encontrará de más algunos millones de maravedises para remendar su ropilla. Dicen que Lerma tiene hechizado al rey. Hechizad vos al duque. El mejor hechizo para su excelencia es el oro. Conque apretad, apretad, que urge: que si hemos de esperar á que el príncipe sea rey, larga fecha tenemos. Lo del príncipe lo dejaremos al conde de Lemos y á don Baltasar de Zúñiga, y puesto que el rey es quien puede hacer reyes, vámonos derechos al rey. Sitiemos por hambre al duque haciéndole cometer algunos disparates, y el duque, que si fuera tan buen hombre de Estado como es codicioso, sería invencible, caerá, no lo dudéis, aunque para ello nos veremos obligados á empobrecer el reino, á debilitarle. Nosotros le alzaremos. No os digo más, porque ni tanto era necesario deciros. Guárdeos Dios. — El conde de Olivares. »
– Pero esto nada prueba contra el duque, y si mucho contra los condes de la Oliva y de Olivares.
Prueba que los dos condes son más perspicaces que tú, y que saben cuánto es torpe y ciego el duque de Lerma.
– Pero no le vencieron.
– Por una casualidad.
– El duque lo tenía previsto todo.
– Ni el duque ni nadie podía prever que don Juan de Aguilar tuviese la fortuna de aterrar á los infelices moriscos en la primera batalla; ni el duque ni nadie podía prever que los enemigos exteriores de España no se aprovecharan de aquellas circunstancias. Pero el duque fué traidor y torpe.
– ¡Traidor!
– Sí, traidor, y de la manera más criminal que puede ser traidor un vasallo: manchando ante la historia el nombre de su señor… porque tu nombre aparecerá manchado en la historia por esa tiranía feroz inmotivada contra los pobres moriscos; por esa codicia innoble que les robó.
La mirada del rey se hizo vaga.
– Y torpe, torpe… porque no previó las funestísimas consecuencias que pudo traer sobre España, y que en la parte de su riqueza y de su población la ha traído, el cumplimiento de aquel infame edicto.
– ¡Margarita! – exclamó el rey, cuya conciencia se retorcía.
– Yo te pedí de rodillas, aquí, en este mismo sitio, que revocaras aquel edicto; y te lo pedí por ti mismo, por la gloria de tu nombre, por tu dignidad de rey, más que por el bien de tus reinos. Te lo pedí, Felipe, porque te amo, y porque te amo, te pido la deposición del duque de Lerma.
– ¡Que me amas, Margarita! ¡que me amas! – exclamó el rey – ¡y no me lo has dicho hasta ahora!
– ¿Qué mujer honrada, y que nunca ha amado, no ama al padre de sus hijos? – exclamó en un sublime arranque Margarita, arrojándose á los brazos del rey.
Y levantándose de repente, añadió:
– Y no te lo he dicho; no se lo he dicho á nadie, no, y me he mostrado siempre contigo reservada y fría porque… mi orgullo de mujer ha estado continuamente ofendido al verme pospuesta á un favorito.
– Y á quién, á quién buscar…
– ¿A quién? al duque de Osuna…
– Es demasiado soberbio.
– Pero es justo, y valiente, y buen vasallo. Y si no, Ambrosio Espínola, y si no… si no… Quevedo.
– ¡Osuna, Espínola, Quevedo! ¡dos soldados y un poeta!
– Tres españoles que no han renegado de su patria, y que por lo mismo, están alejados de ella por el temor de los traidores.
– Lo pensaré, lo pensaré – ; dijo el rey.
– No, no; pensarlo, no; ya lo he pensado yo bastante; ¿no tienes confianza en tu esposa, Felipe?.. ¿no me amas? ¿no crees en mi amor?
– Lo pensaré… me duermo… necesito rezar antes mis oraciones.
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