Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III
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- Название:El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
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Las dos jóvenes se inclinaron.
La duquesa de Gandía quedó temblando ante Margarita de Austria.
– Debísteis registrarlo todo antes de suponer que yo no estaba en mi cuarto; ¿dónde había de estar, duquesa de Gandía, la reina, sino en palacio y en el lugar que la corresponde…?
– ¡Señora!
– Y sin duda, como servís en cuerpo y alma al duque de Lerma, le habréis avisado de que yo me habría perdido, y si no se ha revuelto mi cuarto es porque, menos ciega en vuestra segunda entrada, dísteis conmigo durmiendo. El duque de Lerma, sin embargo, puede haber tomado tales medidas que comprometan mi decoro, y todo por vuestra torpeza.
– ¿Vuestra majestad me despide de su servicio? – dijo, sobreponiendo su orgullo á su turbación, la camarera mayor.
– Creo, Dios me perdone, que os atrevéis á reconvenirme porque os reprendo.
– Yo… señora…
– Me he cansado ya de sufrir, y empiezo á mandar. Continuaréis en mi servicio, pero para obedecerme, ¿lo entendéis?
– Señora… mi lealtad…
– Probadla; id y anunciad á su majestad… vos… vos misma en persona, que le espero.
– Perdóneme vuestra majestad; el duque de Lerma acaba de llegar á palacio y está en estos momentos despachando con el rey.
– Os engañáis, mi buena duquesa – dijo Felipe III abriendo la puerta secreta del dormitorio y asomando la cabeza – ; vuestro amigo el duque de Lerma despacha solo en mi despacho, porque yo me he perdido.
Y franqueando enteramente la puerta, adelantó en el dormitorio.
La duquesa hubiera querido que en aquel punto se la hubiera tragado la tierra. Era orgullosa, se veía burlada en su cualidad de cancerbera de la reina, y se veía obligada á tragarse su orgullo.
– Retiráos, doña Juana, y decid al duque que yo estoy en el cuarto de su majestad. Que vuelva mañana á la hora del despacho… ó si no… dejadle que espere… acaso tenga que darme cuenta de algo grave… Retiráos… habéis concluído vuestro servicio; la reina se recoge.
La duquesa de Gandía se inclinó profundamente y salió.
Apenas se retiró, la reina salió del dormitorio, y cerró la puerta de su recámara, volviendo otra vez junto al rey.
Felipe III y Margarita de Austria estaban solos mirándose frente á frente.
CAPÍTULO XIII
EL REY Y LA REINA
– ¿Qué os he hecho yo para que me miréis de ese modo? – dijo el rey, que pretendía en vano sostener su mirada delante de la mirada fija y glacial de su esposa.
– Hace cinco meses y once días que no pisáis mi cuarto – dijo la reina.
– Dichoso yo, por quien lleváis tan minuciosa cuenta Margarita – dijo con marcada intención el rey.
– Esa cuenta la lleva mi dignidad, y la lleva por minutos.
– ¡Ah! exclamó el rey… vuestra dignidad… no vuestro amor…
– ¡Mi amor! No lo merecéis.
– ¡Señora!
– Hablo á mi esposo, al hombre, no al rey… vos no habéis penetrado como rey en medio de vuestra servidumbre, con la frente alta, mandando; habéis entrado como quien burla, por una puerta oculta que yo no conocía. ¿Quién os obliga á ocultaros en vuestra casa?
– Creo, señora, que la camarera mayor y el duque de Lerma, saben que paso la noche con vos.
– Pero saben que la pasáis por sorpresa.
– No tanto, no tanto.
– Os habéis venido huyendo del duque de Lerma.
– ¿Qué hacéis? – dijo Felipe III.
– Ya lo veis, me siento.
– No creo que sea hora de velar, ni yo ciertamente he venido aquí para trasnochar sentado junto á vos.
La reina no contestó.
– Vos no me amáis – dijo el rey.
– Haced que os ame.
– ¡Pues qué! ¿no debéis amarme?
– Debo respetaros como á mi marido; y una prueba de mi respeto son el príncipe don Felipe, y las infantas nuestras hijas.
– ¡Ah! ¡ah! ¡me respetáis! ¡y os quejáis de que yo tema pasar de esa puerta, cuando en vez de amor que vengo buscando sólo encuentro respeto!
– ¿Habéis procurado que yo os ame…?
– Enamorado de vos me habéis visto…
– Pero más de vuestro favorito.
– ¡Oh, oh! el duque de Lerma podría quejarse de vos, señora; le acusáis.
– De traición.
– ¡Oh! ¡oh!
– Y le estoy acusando desde poco después de mi llegada á España.
– Pero yo, Margarita, no había venido ciertamente…
– Y yo, don Felipe, que no os esperaba, que hace mucho tiempo que no puedo hablaros sin testigos, aprovecho la ocasión para querellarme á vos de vos y por vos.
– Pues no os entiendo.
– Es muy claro: tengo que querellarme á vos de vos y por vos, porque don Felipe de Austria ofende al rey de España.
– ¿Qué ofendo yo al rey de España? ¿Es decir, que yo, á mí mismo?.. pues lo entiendo menos.
– Ofendéis al rey de España, porque abdicáis débilmente el poder que os han conferido, primero, la raza ilustre de donde venís, y después Dios, que ha permitido que descendáis de esa raza, entregando el poder real, sin condiciones, á un favorito miserable y traidor.
– ¿Habéis hablado hoy con el padre Aliaga, señora?
– No, ciertamente: yo no hablo con nadie más que con las personas cuya lista da el duque de Lerma á la duquesa de Gandía.
– Os engañáis, porque habláis todos los días y á todas horas con una persona á quien no pueden ver ni la duquesa ni el duque.
– ¿Y quién es esa persona?
– Esa persona es vuestra favorita… la hermosa menina doña Clara Soldevilla.
– Sería la última degradación á que podía sentenciarme vuestra debilidad, el que yo no pudiese retener una de mis meninas en mi servidumbre. A propósito; es ya demasiado mujer para menina, y voy á nombrarla mi dama de honor.
– ¡Y quién lo impide!
– Nadie… pero os lo aviso.
– Enhorabuena: decid á doña Clara que yo la regalo el traje y el velo y aun las joyas, para cuando tome la almohada.
– Lo acepto, porque ella es pobre y yo no soy rica.
– Ni yo tampoco; pero para un deseo vuestro…
– Os doy las gracias, señor.
– ¡Oh! no me deis las gracias; ved que os amo, y amadme…
– ¿Qué me amáis? – dijo la reina inclinándose hacia el rey, dejándole ver un relámpago de sus hermosos ojos azules, y su serena frente pálida como las azucenas y coronada de rizos de color de oro.
– ¡Oh, qué hermosa eres, Margarita! – dijo el rey, en cuyas mejillas apareció la palidez del deseo.
Y la atrajo á sí.
Margarita de Austria, se sentó en un movimiento lleno de coquetería en las rodillas del rey, y se dejó besar en la boca.
– Depón al duque de Lerma – dijo la reina entre aquel beso.
El rey se retiró bruscamente como si le hubiesen quemado los labios de Margarita.
– Ya sabía yo que no me amábais – dijo la reina levantándose y mirando al rey con cólera.
– Pero señor, ¿cuándo descansaré yo? – exclamó el rey dejándose caer en el respaldo del sillón.
– Cuando arrojes de ti esa indolencia que te domina – dijo con dulzura la reina – ; cuando pienses que un rey no sirve á Dios solo rezando, sino mirando por la prosperidad, por el bienestar y por el honor de sus vasallos.
– Ya velan por todo eso mis secretarios.
– ¡Tus secretarios! ¡sí, es verdad! velan por los españoles, y cuentan sus cabezas como el ganadero cuenta sus reses para llevarlas al mercado.
– Eres injusta, yo no escucho ninguna queja.
– Las quejas no llegan á ti. Se pierden en el camino.
– Te pregunté si habías hablado hoy con mi confesor, porque el bueno del padre Aliaga, aunque más embozada y respetuosamente, aprovechándose de que el duque tenía un banquete de Estado, me ha tenido toda la tarde el mismo sermón. Y suponiendo que no os engañáis, ni tú que eres la reina de las reinas, por virtud, por discreción y por hermosura, ni el padre Aliaga, que es casi un santo, ¿qué queréis que haga? – Reduzca vuestra majestad los gastos de su casa, que España anda descalza – me dice el padre Aliaga – . Y cuando esto dice el bueno de mi confesor, cuento las ropillas que tengo y los doblones que poseo, y hallo que cualquier pelgar anda mejor cubierto y mejor provisto que yo.
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