Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III
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- Название:El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
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La galería que acababa de atravesar era la de los Infantes; el lugar en que había entrado, era una galería densamente lóbrega, en la cual resonaban los pasos de la condesa de una manera sonora.
La de Lemos iba ceñida á la pared del lado izquierdo, con la bujía levantada, mirando los números pintados sobre las puertas, y ya había recorrido un gran espacio sin encontrar el número 10, ni la puerta verde, cuando oyó al fondo de la galería ruido de pasos lentos y marcados, como los de un hombre que anda pesadamente y con dificultad.
Miró la de Lemos al lugar de donde provenía el ruido, y sólo vió la área luminosa de la linterna.
El que la llevaba estaba envuelto en la sombra.
La condesa se detuvo contrariada, porque hubiera querido que nadie la viera en aquellos lugares, y se detuvo irresoluta.
El de la linterna se detuvo también.
– ¿Quién va? – dijo con un acento breve, descuidado y ligeramente sarcástico; esto es: con un acento que parecía estar acostumbrado de tal modo á expresar el sarcasmo, que le dejaba notar hasta en la frase más indiferente.
– ¡Ah! ¡Dios mío! ¿si será? ¡pero no! ¡no puede ser! ¡si estaba preso! ¿Quién va? – añadió con interés la condesa.
– ¡Ah! – dijo el hombre – ; yo soy, Diógenes trasegado, que anda en busca de un hombre y no le hallo.
– Y yo soy una dama andante, que busca á una mujer y no la encuentra.
Acercábanse entretanto los dos interlocutores.
– Pero hallo una mujer – dijo el de la linterna – , lo que no es poco, y me doy por bien hallado.
– Y yo – dijo la condesa con afecto – encuentro un hombre, y me doy por satisfecha.
– ¡Ah! ¡doña Catalina!
– ¡Ah! ¡don Francisco!
A este punto, don Francisco y doña Catalina estaban á muy poca distancia el uno del otro, y se enviaban mutuamente al rostro la luz de la bujía y de la linterna.
Era don Francisco un hombre como de treinta años, de menos que mediana estatura, y más desaliñadamente vestido que lo que convenía á un caballero del hábito de Santiago, cuya cruz roja mostraba sobre el ferreruelo. Tenía la actitud valiente del hombre que nada teme y se atreve á todo; mostraba los cabellos un tanto más largos que como se llevaban en aquel tiempo; la frente alta, ancha, prominente, atrevida; la ceja negra y poblada, y al través del vidrio verdoso de unas anchas antiparras montadas en asta negra, dejaba ver dos grandes ojos negros, de mirada fija, chispeante, burlona y grave á un tiempo, inteligente, altiva, picaresca, desvergonzada, escudriñadora: mirada que se reía, mirada que suspiraba, mirada pandæmonium , si se nos permite esta frase, á cuyo contacto se encogía el alma de quien era mirado por ella, temorosa de ser adivinada ó de ser lastimada; aquellos dos ojos estaban divididos por una nariz aguileña de no escaso volumen, y bajo aquella nariz y un poblado bigote, y sobre una no menos poblada pera, sonreía una boca en que parecía estereotipada una sonrisa burlona, pero con la burla de un sarcasmo doloroso.
Este hombre era don Francisco de Quevedo y Villegas, gran filósofo, gran teólogo, gran humanista, gran poeta, gran político, gran conspirador, caballero del hábito de Santiago, señor de la torre de Juan Abad, epigrama viviente, desvergüenza ambulante, gran bufón de su siglo, que acogía con carcajadas convulsivas las verdades que le arrojaba á la cara.
Era, en fin, ese grande ingenio, cuyas obras leemos con deleite, perdonándole su cinismo, su escepticismo, su desvergüenza; ese grande ingenio á quien amamos, por lo que nos entretiene y por lo que nos enseña; ese hombre, á quien acaso ennoblecemos, ó á quien no comprendemos tal vez; esa colosal figura, colocada la mitad en luz y la mitad en sombra.
– ¿Vos por aquí, don Francisco? – dijo la condesa sin disimular su alegría, alegría semejante á la de quien de una manera inesperada tiene un buen encuentro.
– San Marcos llora; allá le dejo entregado á su viudez, y á los canónigos escandalizados de que Lerma se haya atrevido á tanto: allá se quedan llorando, porque ya no tienen quien les haga llorar… de risa, y yo me vengo aturdido á la corte, porque ya no tengo al lado, en un consorcio infame, á quien me hacía reir de… rabia.
– ¡Siempre tan desesperado! – dijo con acento conmovido la joven.
– ¡Y siempre vos tan buena! – dijo Quevedo, á cuyos ojos asomó una lágrima-; ¡tan buena!.. ¡tan hermosa y tan desgraciada! – pero cambiando repentinamente de tono, dijo: – ¿conque el rey que os casó mal, os ha desmaridado bien?
– ¡Cómo! ¿sabéis?..
– Sé que por meterse en oficios de dueña, y por el pecado de torpe, anda por esas tierras desterrado el conde de Lemos, mi señor.
– ¡Pero vos lo sabéis todo!¡acabáis de llegar!..
– Súpelo en San Marcos, y fué un día grande para mí; el único de grandeza que conozco al rey Felipe III; como que desterraba de la corte á vuestro marido, y á mí me permitía venir á enterrarme en ella, ó mejor dicho, á enojarme.
– ¡A enojaros!
– Sí por cierto, á enojarme en vuestros ojos.
– ¡Ah, don Francisco!, el amor debía tener un decálogo.
– ¡Torpe soy!
– ¿Vos torpe?
– ¡Si no os entiendo!, á no ser que el decálogo del amor empezase de esta manera: el primero, amar á la condesa de Lemos sobre todas las cosas.
– Bien decís que sois torpe; el decálogo del amor debía decir: el segundo no galantear en vano.
– Porque sé que en vanísimo enamoro, digo que viniendo á la corte, me entierro. Pero del mal el menos; viniendo vos sola, no temo que nadie pise mi alma en su sepultura.
– Acabaréis por enfadarme, don Francisco – dijo con seriedad la condesa.
– ¿Enfadaros, vos, cuando yo estoy alegre? ¿nublaros cuando yo amanezco?
– ¿Es decir, que os alegráis de mi abandono?
– ¡Alégrome de vuestra resurrección!
– Es que yo no me he muerto.
– Os enterraron en el matrimonio, poniéndoos por mortaja al conde de Lemos. ¿Cómo queréis que no me alegre, cuando os desamortajan y os desentierran? ¿Cómo queréis que no exclame?
Conde que te has condenado,
porque pecar no has sabido:
bien casado, mal marido,
¡guárdete Dios, desterrado!
– ¡Sois terrible! – exclamó riendo la condesa.
– Perdonadme, pero de tal modo me han hecho vomitar versos en San Marcos, que aún me duran las ansias; donde piso, dejo sátiras; de donde escupo, saltan romances; donde llega mi aliento, se clavan letrillas. Pero prometo, á fe de Quevedo, no volver á hablaros sino en lisa prosa castellana.
– ¿Sin jugar del vocablo?
– Lo otorgo.
– ¿Ni del concepto?
– No me atrevo á jurarlo, porque me tenéis tan presa el alma y os teme tanto, que no sabe por dónde escaparse.
– Siempre que no me habléis de amor… ya sabéis donde vivo.
– Me aprovecharé de vuestra buena oferta, y me contentaré con adoraros en éxtasis.
– Es que yo no quiero veros idólatra. Pero dejando esta conversación, que os lo aseguro, me disgusta, ¿á dónde íbais por aquí?
– Iba en busca de un hombre que se me ha perdido, y voy á buscarle á casa del duque de Lerma, vuestro padre, donde según dicen le habré hallado.
– ¿Vais á casa de mi padre?
– No, por cierto, voy á buscar al cocinero de su majestad.
– ¿Qué, se encuentra en casa de mi padre?
– Allí está prestado.
– ¿Queréis hacerme un favor, don Francisco?
– ¿No sabéis que podéis mandarme?
– Pues bien: os mando que llevéis esta carta á donde ese sobrescrito dice.
– «Al duque de Lerma, en propia mano» – dijo Quevedo.
Y se quedó profundamente pensativo.
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