Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III

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– ¡Sé que sois enemigo de mi padre, que os pido un gran sacrificio! Pero…

– ¿Me lo pagaréis?..

– Os lo… agradeceré en el alma.

– ¡Iré! – dijo Quevedo, levantando la cabeza con resolución.

– ¿Y no queréis saber el contenido de esta carta?

– Me importa poco.

– Podrá suceder…

– Me importa menos.

– Adiós – dijo precipitadamente la condesa.

– ¿Por qué?..

– Suenan pasos, y se ven luces – dijo la de Lemos – . Si nos encontraran aquí juntos…

Quevedo apagó la luz de la condesa de un soplo, y luego sopló su linterna.

– ¿Qué hacéis? – dijo la condesa, que se sintió asida por la cintura y levantada en alto.

– Desvanecerme con vos á fin de que no nos vean.

– Soltad, ó grito.

– Pueden conoceros por la voz.

– ¡Traen luces y nos verán!

– Allí hay unas escaleras.

Y luego se oyó el ruido de las pisadas de Quevedo hacia un costado de la galería.

Luego no se oyó nada, sino los pasos de algunos soldados que iban á hacer el relevo de los centinelas.

Uno de ellos llevaba una linterna.

– ¿Qué es esto? – dijo el sargento tropezando en un objeto – un candelero de plata con una bujía.

– Y una linterna de hierro.

– Las acaban de apagar.

– Cuando entramos había aquí una dama y un caballero.

– Dejad eso donde lo hemos encontrado y adelante. En palacio y en la inquisición, chitón.

Siguieron adelante los soldados, atravesando lentamente la galería.

Poco después se oyeron de nuevo las pisadas de Quevedo.

– Buscad mi candelero – dijo con la voz conmovida la de Lemos.

– Y mi linterna – contestó con un acento singular Quevedo.

– Ved que ésta es mi mano – dijo la condesa.

– No creía que estuviéseis tan cerca de mí.

– ¡Ah! ya he dado con él.

– Ya he dado con ella.

– ¡Adiós, don Francisco! mañana me encontraréis todo el día en mi casa.

– ¡Adiós, doña Catalina! mañana iré á veros… si no me encierran.

– ¡Adiós!

– ¡Adiós!

– ¡Oh, Dios mío! – murmuró la condesa alejándose entre las tinieblas – , creo que no me pesa de haberle encontrado. ¿Amaré yo á Quevedo?

Entre tanto, Quevedo, adelantando en dirección opuesta, murmuraba:

– Capítulo VI. De cómo no hay virtud estando obscuro.

Poco después extinguióse de una parte el crujir de la falda de la condesa, y de la otra el ruido de las lentas pisadas de Quevedo.

CAPÍTULO IV

ENREDO SOBRE MARAÑA

Quevedo salió del alcázar, se puso en demanda de la casa del duque de Lerma y se entró desenfadadamente en un destartalado zaguán, cuya puerta estaba abierta de par en par.

Aquel zaguán, hijo genuino del siglo XVI, á pesar de su irregularidad, de su pavimento terrizo y de sus paredes rudamente pintadas de rojo y blanco imitando fábrica, no dejaba de ser suntuoso y característico, como representante de la época de transición llamada del Renacimiento.

Un techo de pino acasetonado, con altos relieves en sus vanos, sostenido sobre un ancho friso de la escuela de Berruguete, así como una escalera de mármol con rica balaustrada del género gótico florido, parecían demandar otras paredes y otro pavimento, menos pobres, menos rudos; un enorme farol colgado del centro del techo, otro farol más pequeño pendiente de un pescante de hierro y que compartía su luz entre un nicho en que había un Ecce-homo de madera, de no mala ejecución, y un enorme escudo de armas tallado y pintado en madera; seis hachas de cera, sujetas á ambos lados en la balaustrada de la escalera, y otro farol pendiente del centro del techo de la escalera al fondo, eran las luces que iluminaban el zaguán, y dejaban ver las gentes que en él había.

Eran éstas dos lacayos aristocráticamente vestidos con una especie de dalmática ó balandrán negro, con bandas diagonales amarillas, color y emblema de la casa Sandoval; un hombre vestido de camino, rebozado en una capilla parda, que estaba sentado en un largo poyo de piedra que corría á lo largo de la pared en que se notaban la imagen y el escudo de armas, y una especie de matón que echado de espaldas contra una de las pilastras de la puerta, dejaba ver bajo el ala de su sombrero gacho, un semblante nada simpático, y nada á propósito para inspirar confianza.

Los dos lacayos ó porteros se paseaban á la ancho del zaguán, apareados, hablando de una manera tendida, y riendo con una insolencia lacayuna; el joven embozado del poyo, miraba de una manera hosca á los porteros, y el matón de la puerta fijaba de tiempo en tiempo una mirada vigilante en el de la capilla parda, locutario del poyo.

Al entrar en el zaguán, Quevedo, que cuando iba á ciertos lugares, especialmente para entrar en ellos no desatendía ninguna circunstancia, y todo lo abrazaba de una mirada rápida, oculta, hasta cierto punto, por el verdoso vidrio de sus antiparras, se detuvo de repente junto al hombre que estaba en la puerta, le dió frente y le dijo encarándosele:

– ¿Cómo tu aquí?

Afirmóse sobre sus plantas aquel hombre, y clavó sus ojos en Quevedo.

– ¡Ah! ¡es vuesa merced!

– Yo te daba ahorcado.

– Y yo á vuesa merced desterrado.

– Pues encuéntrome en mi tierra.

– Y yo sobre mis canillas.

– ¡Gran milagro!

– Sirvo á buen amo.

– ¿A su excelencia?..

– Decís bien: porque sirvo á don Rodrigo Calderón…

– ¡Criado del duque de Lerma!¿conque eres?..

– Medio lacayo…

– Medio requiem…

– Decís bien.

– ¿Quién agoniza por aquí?

Lanzó el matón una rápida mirada de soslayo al hombre que estaba en el poyo.

– ¡Ah! – dijo Quevedo siguiendo también de soslayo aquella mirada – . ¿Y quién es él?

– ¡Bah, don Francisco! por mucho que yo os deba, también debo mucho á don Rodrigo y…

Sonó Quevedo algunas monedas en el bolsillo, y el matón cambió de tono.

– ¿Pero qué importa á vuesa merced?.. ¿no ha perdido vuesa merced la afición á saberlo todo?

– Ven acá, Francisco; ven acá, á lo obscuro, hijo, que en ninguna parte se dice mejor un secreto que donde no hay luz, ni nunca toma mejor dinero quien, como tú, gastas vergüenza, que á obscuras. Ven acá, te digo, y si quieres embuchar, desembucha.

Siguió aquel hombre á Quevedo un tanto fuera de la puerta, y cuando de nadie pudieron ser vistos ni oídos, dijo Quevedo:

– El hidalgo que se esconde entre sombrero y embozo, es mucha cosa mía.

– ¡Ah!¿es cosa vuestra… ese mancebo?.. ¿pero cómo le ha conocido vuesa merced, si ni aun no se le ven los ojos?

– Ver claro cuando está obscuro, y desembozar tapados, son dos cosas necesarias á todo buen hidalgo cortesano; y más en estos tiempos en que es tan fácil á medio rodeo dar con la torre de Segovia; ¡hermano Juara, vomita!

– No me atrevo: don Rodrigo…

– Ni acuña mejor oro que el que yo gasto, ni usa mejor hierro que el que yo llevo.

– ¡Pero don Francisco!

– O al son de mi bolsa cantas, ó si te empeñas en callar, hablan de ti mañana en la villa. Conque hijo, ¿qué quiere don Rodrigo con mi pariente?

– ¿Vuestro pariente es ese mozo?

– Archinieto de una archiabuela mía, que era tan noble persona que más arriba que el suyo no hay linaje que se conozca.

– ¿Me promete vuesa merced guardarme el secreto, don Francisco?

– Por mi hábito te prometo que nadie ha de saber el mal conocimiento que tengo contigo. Desembucha, que ya es tarde y hace frío, y no es justo que me hagas ayudarte tanto á ganar un doblón de á cuatro; y el tal doblón es de los buenos del emperador, que anduvieron escondidos por no tratar con herejes.

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