Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III

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– Y la reina…

– La reina le dijo: ¡esperad!

– ¡Pero una esperanza!..

– Mi buena amiga: cuando una mujer pronuncia la palabra ¡esperad! como la pronunció la reina, es lo mismo que si dijese: hoy no, mañana.

– Sin embargo, la reina, por odio al duque de Lerma, ha podido bajar hasta decir á un hombre que pudiese servirla contra el duque: ¡esperad! ¡pero bajar más abajo!

– La reina tiene corazón.

– Es casada.

– Está ofendida.

– El rey la ama.

– El rey ama á cualquiera antes que á su mujer.

– Tengo pruebas del amor del rey hacia la reina; pruebas recientes.

– Lo que inspira la reina al rey no es amor, sino temor, y procura engañarla sin conseguirlo. El rey quiere á todo trance que le dejen rezar y cazar en paz, y la lucha entre la reina y mi padre le desespera.

Quedóse profundamente pensativa la duquesa.

– Os repito – dijo recayendo de nuevo en su porfía – que no tengo la más pequeña duda de que la reina inspira á su majestad un profundo amor.

– Ya os he dicho y os lo repito: no se ama á un tiempo á dos personas.

– ¿Y el rey?..

– El rey ama á una mujer que… preciso es confesarlo, por hermosa, por discreta, por honrada, merece el amor de un emperador. ¡Pero vos estáis ciega, doña Juana! ¿no habéis comprendido que el rey está enamorado hasta la locura de doña Clara Soldevilla, verdadero sol de la villa y corte, y que vale tanto más, cuanto más desdeña los amores del rey?

– ¡Pero si doña Clara es la favorita de la reina! ¿Queréis que la reina esté ciega también?

– La reina sabe que si el rey ama á doña Clara, doña Clara jamás concederá ni una sombra de favor al rey, y la reina, con el desvío de doña Clara á su majestad, se venga del desamor con que siempre su majestad la ha mirado.

– Vamos: no, no puede ser; vos os equivocáis… tenéis la imaginación demasiado viva, doña Catalina.

– Quien tiene la culpa de todo esto, es mi padre.

A esta brusca salida de asunto, ó como diría un músico, de tono, la duquesa no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

– ¡Qué decís! – exclamó.

– Mi padre, con la manía de rodearse de gentes que le ayuden, se fía demasiado de las apariencias y comete… perdonadme, doña Juana, porque yo sé que sois muy amiga y muy antigua amiga de mi padre, pero su excelencia comete torpezas imperdonables.

– ¡Dudáis también de la penetración, de la sabiduría y de la experiencia de vuestro padre! Yo creo que si seguimos hablando mucho tiempo acabaréis por confesar que dudáis de Dios.

– Creo en Dios y en mi padre.

– Se conoce – dijo la duquesa no pudiendo ya disimular su impaciencia – que os galanteaba con una audacia infinita, antes de que os casárais, don Francisco de Quevedo.

Coloreáronse fugitivamente las mejillas de la joven.

– ¿Y en qué se conoce eso?

– En que os habéis hecho… muy sentenciosa.

– Achaques son del tiempo; hoy todo el mundo sentencia, hasta el bufón del rey; ¡y qué sentencias dice á veces el bueno del tío Manolillo! El otro día decía muy gravemente hablando con el cocinero mayor del rey: «Hoy en España se come lo que no se debe guisar»; y como el buen Montiño no le entendiese, replicó sin detenerse un punto: «por ejemplo, allá va un maestresala que lleva respetuosamente sobre las palmas de las manos un platillo de cuernos de venado para la mesa de su majestad.» 1 1 El autor se ve obligado, para que sus lectores comprendan que los cuernos de venado pueden comerse, á transcribir la siguiente manera con que dice se tienen de condimentar: Francisco Martínez Montiño, en la décimosexta impresión de su Arte de Cocina , á la pág. 163, dice así: Platillo de las puntas de los cuernos de venado . Los cuernos del venado ó gamo, cuando están cubiertos de pelo, tienen las puntas muy tiernas. Estas se han de cortar de manera que quede hacia la punta todo lo tierno y pelarlos en agua caliente, y quedarán muy blancos y hanse de aderezar con la tripa del venado, salvo que no se han de tostar, sino cocerlos con un poco caldo, y sazonar con pimienta y jengibre, y échesele un poquito de manteca de vacas fresca, y con esto cuezan cosa de una hora; y no se ha de cuajar con huevos, ni se ha de echar género de verdura. Es muy buen platillo; sólo el nombre tiene malo. Por lo que se ve, el cocinero de su majestad llamaba cuernos á los que en realidad sólo eran cuernos en leche; como si dijéramos, cuernos inferi por nacer ó no acabados de nacer.

A esta salida de la condesa, la camarera mayor no pudo contener un marcado movimiento de disgusto; reprimióse, sin embargo, y dijo procurando dar á su voz un acento conveniente:

– Vamos, se conoce que la insolencia de don Rodrigo os ha llegado al alma, porque estáis terrible, amiga mía; nada perdonáis, ni aun á vuestro padre, y voy convenciéndome de que por vengaros de ese hombre, seréis capaz de todo.

– ¿Pues no? ¿Os parece que una dama puede sufrir, sin desesperarse, insultos tan groseros?

– Confieso que tenéis razón y que en vuestro lugar…

– Vos en mi lugar, ¿qué haríais?

– Pediría consejo.

– Pues cabalmente yo no he hecho más que pedíroslo.

– ¡Ah! yo creía que sólo me habéis dado á conocer vuestras tentaciones.

– Pues de ese modo os he pedido que me aconsejéis.

Meditó de nuevo profundamente la duquesa.

– Pues bien – dijo después de algunos segundos – , voy á hacer más que aconsejaros: voy á vengaros.

– ¿A vengarme, señora?

– Voy á hacer que por lo menos destierren de la corte á don Rodrigo Calderón, y que levanten su destierro al conde de Lemos.

– Procurad lo primero y aun más si podéis – dijo con vivacidad la condesa – ; pero en cuanto al conde de Lemos, dejadle por allá: me encuentro muy bien sin él.

– Sea como queráis; y á propósito de ello, voy á escribir ahora mismo á vuestro padre.

– ¡Ah, señora! no sabré negaros nada si me desagraviáis.

– Permitidme un momento, amiga mía; concluyo al instante.

La camarera mayor se acercó á la mesa, se sentó delante de ella, abrió un cajón, sacó papel, se caló las antiparras y se puso á escribir, lenta, muy lentamente.

La lentitud de la duquesa consistía, no en que la fuese difícil escribir, sino en que pensaba más que escribía.

Ni un sólo momento durante la conversación con la condesa de Lemos, había olvidado la posición difícil en que se encontraba, esto es: su posición de camarera mayor de una reina que se había perdido en su recámara, mientras ella hacía su servicio en la cámara.

La conversación con la condesa de Lemos había agravado, á su juicio, aquella situación; había descubierto grandes cosas; esto es: que la reina alentaba á don Rodrigo Calderón, confidente y secretario íntimo del duque de Lerma, á quien lo debía todo, y que don Rodrigo, alentado por la reina, hacía una completa traición al duque.

Entonces sospechaba si sería don Rodrigo el que había procurado al rey el conocimiento de aquellos pasadizos, y si sería también él quien, en medio de las tinieblas, la había amenazado con publicar sus secretos, si no guardaba un profundo silencio acerca de los singulares sucesos de aquella noche.

La duquesa, desde el momento, había comprendido la necesidad de avisar al duque de la aparición inesperada del rey y de la no menos extraña desaparición de la reina; pero cuando hubo oído las terribles revelaciones de la condesa de Lemos, vió que era de todo punto imprescindible avisar á Lerma sin perder un segundo.

El duque tenía en su casa un convite de Estado, y era de esperar que aquella noche no viniese á palacio; la camarera mayor estaba retenida por las obligaciones de su cargo en el alcázar hasta la hora de recogerse la reina, que era bastante avanzada; urgía avisar al duque, pero la dificultad estaba en procurarse un intermediario de confianza.

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