Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III
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- Название:El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
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– ¿Pero estáis loca, doña Catalina? Estáis loca; ¿qué cólera y qué malas tentaciones son esas?
– Acabo de recibir esta carta.
La joven sacó de su seno un pequeño billete. La duquesa se estremeció involuntariamente, porque recordó la carta del rey.
– Leed, leed, doña Juana, porque yo no me atrevo á leer esa carta dos veces.
La duquesa tomó la carta, se acercó á la luz, buscó sus antiparras, se las caló y leyó lo siguiente:
«Ayer fuí á vuestra casa y estábais enferma; yo sé que gozáis de muy buena salud: ayer tarde pasé por debajo de vuestros miradores, y al verme, os metísteis dentro con un ademán de desprecio; anoche hicísteis arrojar agua sucia sobre los que tañían los instrumentos de la música que os daba; esta mañana no contestásteis á mi saludo en la portería de damas y me volvísteis la espalda delante de todo el mundo; todo porque no he podido ser indiferente á vuestra hermosura y os amo infinitamente más que un esposo que os ha ofendido, degradándose. Me habéis declarado la guerra y yo la acepto. Empiezo á bloquearos, procurando que el conde de Lemos no vuelva en mucho tiempo á la corte. Tras esto irán otras cosas. Vos lo queréis. Sea. Por lo demás, contad siempre, señora, con el amor de quien únicamente ha sabido apreciaros.»
La duquesa, después de leer esta carta, se quedó muda de sorpresa.
– Esta carta – dijo al fin – merece…
– Merece una estocada – dijo la joven.
– No por cierto: esta carta merece una paliza.
– ¿Pero de quién me valgo yo? ¿á quién confío yo…?
– Mostrad esa carta á vuestro padre.
– Mi padre necesita á ese infame: además, ésta no es la letra de don Rodrigo; se disculpará, dirá que se le calumnia.
– ¡Esperad!
– ¿Que espere?.. ¡bah!, no señor; yo he de vengarme, y he aquí mis tentaciones.
– Pero ¿qué tentaciones han sido esas?
– Primero, irme en derechura al cuarto de su majestad.
– ¡Cómo!
– Decirle sin rodeos que estoy enamorada del príncipe.
– ¡Doña Catalina!
– Que valgo infinitamente más que otra cualquiera para querida de su alteza.
– ¿Y seríais capaz?..
– ¿De vengarme?.. ya lo creo.
– ¿De vengaros deshonrándoos?
– Un esposo como el mío, que se confunde con la plebe, merece que se le iguale con la generalidad de los maridos.
– Vos meditaréis.
– Ya lo creo… y porque medito me vengaré del rey, que no ha sabido tener personas dignas al lado de su hijo, mortificándole; del príncipe, enamorándole y burlándole…
– ¡Ah! burlándole… es decir…
– ¡Pues qué! ¿había yo de sacrificarme hasta el punto de deshonrarme ante mis propios ojos?.. no… que el mundo me crea deshonrada, me importa poco: ya lo estoy bastante sólo con estar casada con el conde de Lemos; un marido que de tal modo calumnia, solo merece el desprecio.
– ¡Cómo se conoce, doña Catalina, que sólo tenéis veinticuatro años y que no habéis sufrido contrariedades!
– ¡Ah, sí! – dijo suspirando la condesa.
– ¿Pero supongo que no cederéis á la tentación?
– Necesario es que yo me acuerde de lo que soy y de donde vengo, para no echarlo todo á rodar: ¡escribirme á mí esta carta!
Y la condesa estrujó entre sus pequeñas manos la carta que la había devuelto la camarera mayor.
– ¡Y si este hombre estuviese enamorado de mí, sería disculpable! pero lo hace por venganza.
– ¡Por venganza!
– Contra mi marido, porque al procurar un entretenimiento al príncipe, no ha tenido á mano otra cosa que la querida de don Rodrigo Calderón.
– Tal vez os ame… y aunque esto no es disculpa…
– Don Rodrigo no me ama… porque…
– ¿Por qué?
– Porque no se ama más que á una mujer, y don Rodrigo está enamorado de…
– ¿De quién? – exclamó la duquesa, cuya curiosidad estaba sobreexcitada.
La de Lemos se acercó á la camarera mayor hasta casi tocar con los labios sus oídos, y la dijo en voz muy baja:
– Don Rodrigo está enamorado de su majestad.
– ¡Explicáos, explicáos bien, doña Catalina!
– Ya sé, ya sé que un ambicioso puede estar enamorado de un rey, mirando en su favor el logro de su ambición; pero no he querido jugar del vocablo; no: don Rodrigo está enamorado de su majestad… la reina.
– ¡Ved lo que decís!.. ¡ved lo que decís, doña Carolina! – exclamó la camarera mayor anonadada por aquella imprudente revelación, y creyendo encontrar en la misma una causa hipotética de la desaparición de la reina de sus habitaciones.
– A nadie lo diría más que á vos, señora – dijo con una profunda seriedad la joven ni os lo diría á vos, si hasta cierto punto no tuviese pruebas.
– ¡Pruebas!
– Oíd: hace dos años, cuando estuvimos en Balsaín, solía yo bajar de noche, sola, á los jardines.
– ¡Sola!
– En el palacio hacía demasiado calor. Acontecía además, para obligarme á bajar al jardín, que… en las tapias había una reja.
– ¡Ah!
– Una reja bastante alta, para que pueda confesar sin temor que por aquella reja hablaba con un caballero, más discreto por cierto, más agudo, y más valiente y honrado que el conde de Lemos.
– Sin embargo, creo que hace dos años ya estábais casada.
– ¿Y qué importa? yo no amaba á aquel caballero, ni aquel caballero me amaba á mí.
– Os creo, pero no comprendo…
– Pero comprenderéis que cuando os confieso esto, os lo confesaría todo.
– ¿Pero cómo podías bajar á los jardines?
– Por un pasadizo que empezaba en la recámara de la reina, y terminaba en una escalera que iba á dar en los jardines.
– ¡Ah! ¡también hay pasadizos en el palacio de Balsaín!
– Un pasadizo de servicio, que todo el mundo conoce.
– ¡Ah! ¡sí! ¡es verdad!
– Pues bien: la noche que me tocaba de guardia en la recámara de la reina, cuando su majestad se había acostado; abría silenciosamente la puerta de aquel pasadizo y me iba… á la reja.
– Hacíais mal, muy mal.
– No se trata de si hacía mal ó bien, sino de que sepáis de qué modo he podido tener pruebas… de los amores ó al menos de la intimidad de don Rodrigo Calderón con la reina.
– ¡Amores ó intimidad!.. – murmuró la duquesa – ¡Dios mío! ¿pero estáis segura?
– ¿Que sí lo estoy? Una noche, cuando yo me volvía de hablar con mi amigo secreto, al pasar por detrás de unos árboles oí dos voces que hablaban, la de un hombre y la de una mujer.
– Y eran…
– Cuando arrastrada por mi curiosidad me acerqué cuanto pude de puntillas, conocí… que la mujer era la reina, que el hombre era don Rodrigo Calderón.
– ¡Y hablaban de amores!
– Al principio… es decir, cuando yo llegué, no; conspiraban.
– ¡Que conspiraban!
– Contra mi padre.
– ¡Ah! – exclamó la duquesa.
– Recuerdo que su majestad estaba vestida de blanco, y que don Rodrigo tenía un bello jubón de brocado; el traje de la reina me extrañó, porque recordé que cuando entramos á desnudarla tenía un vestido negro.
– Pero… ¿cómo… á propósito de qué conspiran… la reina y don Rodrigo contra el duque Lerma?
– La reina se quejaba de que mi padre dominaba al rey; y que no se hacía más que lo que mi padre quería; que las rentas reales se iban empeñando más de día en día; que la reina estaba humillada; que nuestras armas sufrían continuos reveses; que, en fin, era necesario hacer caer á mi padre de la privanza del rey, para lo cual debían unir sus esfuerzos la reina y don Rodrigo.
– ¡Ah! ¡ah! por el amor… ¿hablaron de amor?..
– Don Rodrigo pidió una recompensa por sus sacrificios á la reina.
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