Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III
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- Название:El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
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Porque es de advertir que tan enmarañada estaba la intriga alrededor de Felipe III, que no había de quién valerse con confianza para confiarle una carta para el duque de Lerma.
La duquesa vió con alegría que la de Lemos, la hija querida del duque de Lerma, interesada gravemente en que aquella carta llegase sin tropiezo á su padre, era el intermediario que necesitaba.
Una vez tomada esta resolución por la duquesa, su mano corrió con más rapidez sobre el papel: llenó las cuatro caras de la carta, que era de gran tamaño, con una letra gorda y desigual, en renglones corcovados; cerró la carta, la selló y puso sobre su nema:
«A su excelencia el señor duque de Lerma, de la duquesa viuda de Gandía. – En mano propia.»
– Tomad, doña Catalina – dijo la camarera mayor – ; será necesario que os encarguéis vos misma de llevar esta carta á vuestro padre.
– ¡Yo… misma…! – contestó con altivez la de Lemos.
– Menos arriesgado es esto que lo que queríais hacer por vengaros de don Rodrigo.
– Pero tengo mis razones… no quiero mezclarme para nada en estos negocios directamente…
– Pero hay un medio. Ponéos un manto, tomad una litera, id por el postigo de la casa del duque, que da á sus habitaciones.
– Peor aún: ¿qué dirá quien me abra ese postigo, al verme entrar en casa de mi padre de una manera tan misteriosa?
– El que os reciba, nada os dirá… no se meterá en si vais encubierta ó no. Dad tres golpes fuertes sobre el postigo: cuando le abran, que será al instante, entregad al criado que se os presentará, esa carta para que lea su sobre. El criado os devolverá la carta, y os llevará al despacho de vuestro padre, que al punto irá á encontraros.
– Pero habré de darme á conocer á mi padre, me preguntará…
– De ningún modo; si vos no queréis descubriros, vuestro padre no os pedirá que os descubráis, y podéis haceros desconocer de él y salir sin hablar una palabra, tan encubierta como habéis entrado. Pero en cambio, vos, á quien únicamente interesa este negocio, estaréis segura de que la carta ha ido á dar en las manos de vuestro padre.
– ¡Iré! – dijo con resolución la de Lemos, después de un momento de silencio.
– Pues si habéis de ir, que sea al punto.
– Sí, sí; os agradezco en el alma lo que por mí hacéis, y voy á mandar que pongan una litera.
– Procurad que los mismos mozos que conduzcan la litera, no puedan conoceros.
– ¡Oh, por supuesto! Adiós, doña Juana; adiós, y hasta después.
– Id con Dios, doña Catalina. Y… oíd: hacedme la merced de decir á doña Beatriz de Zúñiga que entre.
– No quiere quedarse sola – murmuró la joven saliendo – ; ¿qué misterio será éste?
Y llegando en la antecámara á una hermosa joven que, acompañada de otras tres reía y charlaba, la dijo:
– Doña Beatriz, la señora camarera mayor, os llama.
La joven compuso su semblante dándole cierto aire de gravedad, y entró en la cámara de la reina, al mismo tiempo que la condesa abría la puerta de la antecámara y desembocaba por la portería de damas.
CAPÍTULO III
EN QUE SE DEMUESTRA LO PERJUDICIALES QUE SON LOS LUGARES OBSCUROS EN LOS PALACIOS REALES
La condesa de Lemos atravesó en paso lento, recibiendo los respetuosos saludos de ujieres y maestresalas, algunas galerías y habitaciones.
Lo lento del paso de la condesa, consistía en que iba abismada en profundas cavilaciones.
– Me he visto obligada – pensaba – á inventar lo de los jardines de Balsaín, y á calumniar á la reina para procurarme una venganza segura contra el miserable don Rodrigo. La buena de doña Juana de Velasco, vale de oro todo lo que pesa; en hablándola de mi padre, no sabe ser suya: es mucho lo que admira, mucho lo que venera, mucho lo que sirve la duquesa á su excelencia, y ha tragado el anzuelo… hasta el cabo… ¡lindezas dirá esta carta! El pensamiento ha sido diabólico… pero yo necesitaba vengarme… á conspirador, conspirador y medio, y salgan allá por donde puedan. ¡Ah! ¡Ah! estoy orgullosa de mí misma, y creo que si yo me dedicara á la intriga, sería… todo lo que quisiera ser.
Y la condesa, respondiendo á su pensamiento, satisfecha de su diablura, soltó una alegre carcajada.
Por fortuna, nadie había en la galería por donde atravesaba.
– Ahora – dijo para sí la condesa, continuando en su marcha y en su pensamiento – es necesario que esta carta llegue á manos de mi padre, sin que la lleve yo… ¡bah! renuncio á mi venganza á trueque de que mi padre y señor pudiera reconocerme; preferiría irme á él con la cara descubierta, y mostrarle la carta de don Rodrigo. Pero mi padre, que deja estar en su destierro á su sobrino, mi señor esposo, por no disgustar á su servicialísimo don Rodrigo, sería capaz de desairar á su hija y de no creerla, porque su muy querido don Rodrigo no se disgustase. Ahora, haciéndole sospechar que don Rodrigo le engaña, que le hace traición, su excelencia, que es tan receloso, que en todas partes ve peligros, perderá de seguro á su muy amado confidente. ¿Quién os ha mandado, don necio soberbio, meteros conmigo? ¡Bien empleado os estará todo lo que os suceda, y en vano os devaneréis los sesos para saber de dónde ha venido el golpe!
La joven sonrió satisfecha de su pensamiento.
– Doña Clara Soldevilla estará en la sala de las Meninas; acaso ella, que es valiente, que por nada se detiene, que aborrece de muerte á don Rodrigo Calderón, llevará con placer esta carta á mi padre, en cuanto sepa que esta carta puede hacer daño á don Rodrigo. Es necesario inventar otra historia para engañar á doña Clara, aunque es necesario que sea más ingeniosa que la que he contado á la camarera mayor, porque doña Clara tiene mucho ingenio. Y bien – dijo dándose un golpe en la frente – : ya tengo la historia. Utilicemos el ruidoso asunto de los amores del príncipe don Felipe con la querida de don Rodrigo; eso es, adelante.
La condesa entró en una cámara solitaria y llamó.
Presentósela inmediatamente una venerable dueña.
– ¿Qué me manda vuecencia? – dijo aquella ruina con tocas.
– Decid á doña Clara Soldevilla que venga.
– Doña Clara no está en el cuarto de las Meninas, señora – dijo la dueña.
– ¿No está acaso de servicio?
– No, señora; está en su cuarto enferma.
– ¡Ah! ¿está enferma? – exclamó la condesa con un despecho, que la dueña tomó por interés.
– Afortunadamente, señora, la indisposición de doña Clara es un ligero resfriado.
– Me alegro mucho: me habíais dado un susto. ¿Y dónde tiene su cuarto doña Clara?
– Vive sola con una dueña y una doncella, más allá de la galería de los Infantes; si vuecencia quiere que la guíe…
– No; no me es urgente ver á doña Clara; la veré mañana. ¿Conque decís que vive…
– En la crujía obscura que está más allá de la galería de los Infantes, en el número 10. Además, la puerta está pintada de verde.
– Muy bien, gracias; retiráos.
– La dueña hizo una cumplidísima reverencia, y se retiró, casi sin volver la espalda á la condesa, que, en el momento en que se vió sola, tomó una bujía de sobre una mesa, y abriendo una puerta de servicio, se encontró en un estrecho corredor, pasado el cual, entró en una ancha galería, medio alumbrada par algunos faroles y enteramente desierta, á excepción de un centinela tudesco, que se paseaba gravemente en la galería y que, al ver á la condesa, se detuvo y al pasar ella por delante de él, dió un golpe con el cuento de la alabarda en el suelo, á cuyo saludo contestó la joven con una ligera inclinación de cabeza.
La condesa se perdió por una pequeña puerta al fondo.
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