Armando Palacio Valdés - La Espuma

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A los diez y ocho años era Clementina una de las mujeres más bellas y uno de los mejores partidos de Madrid. El caudal de su padre había crecido como la espuma. Estaba considerado como uno de los banqueros importantes de la villa y no se le conocía otro heredero ni era ya de presumir que lo tuviese. Comenzaron los jóvenes de la aristocracia, de la sangre y el dinero, los socios más eminentes del Club de los Salvajes , a festejarla apremiándola con vivas declaraciones. Si iba a una tertulia, un grupo de muchachos la tenía constantemente amurallada; si a la iglesia, otro grupo mayor la esperaba en correcta formación a la salida; si al paseo de la Castellana, apuestos caballeros galopaban en las inmediaciones de su coche sirviéndola de escolta. En el teatro veinte pares de gemelos estaban sin cesar posados sobre ella. El nombre de Clementina Salabert salía en todas las conversaciones de la juventud elegante, se veía impreso en todas las crónicas de salones, sonaba en Madrid como el de una de las más brillantes estrellas del firmamento aristocrático. Tuvo buena porción de amoríos o noviazgos que no produjeron huella alguna en su corazón. Tomaba y dejaba los novios inconsideradamente, con lo cual adquirió fama de coqueta y casquivana. Pero esto no es obstáculo para que una muchacha encuentre adoradores. Al contrario, el amor propio de los hombres les incita a dedicar sus lisonjas a tal clase de mujeres, siempre con la esperanza vanidosa de ser el clavo que fije la rueda de la veleta. Tampoco fué serio inconveniente para ella cierto murmullo grosero y malicioso que se levantó y corrió por todo Madrid con motivo de la amistad original que entabló con un joven y célebre torero. La inocencia y debilidad de D. aCarmen tuvo buena parte en ello. No sólo consintió esta buena señora que el torero entrase en la casa y se sentase a su mesa, sino también que las acompañase en público en más de una ocasión. Con esto y con brindarle la muerte de algunos toros, la maledicencia, que anda suelta en la capital como en las provincias, tuvo suficiente pretexto para ensañarse ferozmente con la envidiada beldad. Mas como no pudo aportar otra cosa que sospechas atrevidas y vagas conjeturas, y como por otra parte existían dos datos positivos que las contrapesaban sobradamente, a saber, la hermosura y la riqueza excepcionales de la joven, la calumnia no produjo merma en los adoradores; sólo sirvió para que algún desengañado escupiese con más facilidad su bilis.

Clementina ofrecía en sus modales y discursos, en esta edad, y la ofreció siempre después, cierta tendencia al flamenquismo , o sea a las formas desenvueltas, a la serenidad burlona, al desgarro especial de las chulas de Madrid. Semejante tendencia se hallará más o menos exagerada en toda la alta sociedad madrileña. Es un signo que la caracteriza y la distingue de la de otros países. Hay en esta inclinación que se observa en Madrid, en el alcázar como en la zahurda, algo de bueno: no es todo malo. Por lo pronto significa una protesta contra esa continua mentira que el refinamiento y la complicación de las fórmulas sociales trae siempre consigo. Es loable la corrección en los modales y la medida en las palabras; pero exageradas producen la frialdad tediosa que nuestros diplomáticos observan en los salones extranjeros.

Clementina exageraba un poco su afición a las palabras y a los gestos flamencos. El gusto le había venido no se sabe cómo, por contagio tal vez de la atmósfera, dado que las señoras de su categoría no suelen alternar mucho tiempo con las chulas. Había tenido una doncellita nacida y criada en Maravillas. Esta fué en sus ratos de expansión quien le proporcionó mayor cantidad de vocablos y modismos. Luego su amistad con el torero que hemos mencionado; las relaciones que mantuvo después con algunos señoritos cultivadores del género; los teatros por horas, donde se copian, no sin gracia, las costumbres de la plebe madrileña; la amistad con Pepa Frías y otras aristocráticas manolas fueron iniciándola poco a poco y la introdujeron al cabo en pleno flamenquismo. Fué entusiasta admiradora de los toros. Por milagro dejaba de asistir a una corrida desde su palco, ataviada con la consabida mantilla blanca y los consabidos claveles rojos. Y discutía las suertes, y fulminaba censuras, y tributaba aplausos, y era tenida entre los aficionados por acérrima y fervorosa lagartijista. El espectáculo nacional, animado y sangriento, estaba muy conforme con su naturaleza violenta, indómita. Cuando veía a otras señoras taparse los ojos o hacer otros melindres ante las peripecias de la corrida, reía sardónicamente, como si dudase de la sinceridad de su espanto.

Entre los varios adoradores y solicitantes que su mano tuvo, y que entraban y caían de su gracia alternativa y rápidamente, llegó uno que logró fijar algo más su atención. Llamábase Tomás Osorio. Era un joven de veintiocho a treinta años de edad, rico, exiguo y delicado de figura, de rostro agraciado y genio vivo y resuelto. Supo hacerse valer más que los otros, o por cálculo o por verdadera independencia de carácter. Al entrar en amores con ella no se entregó por completo ni abdicó su voluntad. En cuantas reyertas de alguna importancia tuvieron durante sus largas relaciones, pues no duraron menos de dos años, mantuvo con energía su dignidad. Era de temperamento bilioso, soberbio, despreciativo como ella, confiado en su dinero, y poseía un donaire maligno que le daba prestigio entre las damas. Gracias a estas cualidades, Clementina no se cansó de él tan pronto como de los otros. Al cabo de dos años, sin embargo, cuando faltaban sólo algunos días para realizarse el matrimonio, rompieron de un modo sonado y hasta escandaloso. Todo Madrid se enteró. Los comentarios fueron infinitos. De ellos resultaba que quien había tomado la iniciativa para cortar las relaciones había sido el novio. Tales dichos, exactos o no, llegaron a oídos de Clementina e hirieron su orgullo tan vivamente, que le faltó poco para enfermar de ira.

Pasó un año. Tuvo algún noviazgo de poca importancia. Osorio también galanteó a otras jóvenes. En ambos se conservaba vivo, no obstante, el recuerdo de sus amores. A ella la agitaba un deseo punzante de venganza. Mientras aquel hombre anduviese en sociedad tan contento como aparentaba, se sentía humillada. En él, a pesar de su disfraz de indiferencia, ardía el fuego del amor o por lo menos del deseo. Clementina había fascinado sus sentidos, había penetrado en su carne: por más esfuerzos que hacía no podía arrancarla de sí. A todas horas soñaba con ella, la veía ante sus ojos cada vez más incitante y apetecible. Cuanto más tiempo pasaba más crecía el fuego que le consumía y más esfuerzo y dolor le costaba adoptar un continente altivo e indiferente al encontrarse con ella en cualquier sarao. Clementina, con la sagacidad bastante común en las mujeres, llegó al cabo a adivinar que su antiguo novio seguía adorándola en secreto y sintió un regocijo maligno. Desde entonces no se vistió, no se adornó más que para él; para aturdirle, para fascinarle, para hacerle beber la amarga copa de los celos.

De esta época data la fama ruidosa que adquirió como mujer elegante. Clementina en este punto era una gran artista. Sabía vestirse de tal modo que las telas, ni por sus vivos colores, ni por su riqueza, atrajesen demasiado la vista en perjuicio de la figura. Comprendiendo que el traje en la mujer no debe ser un uniforme sino adorno, un medio de hacer resaltar las perfecciones con que la naturaleza la hubiese dotado, no obedecía ciegamente a la moda. En cuanto ésta atentase poco o mucho a la exposición de su belleza, la esquivaba con valor o la modificaba. Rehuía los colores chillones, la profusión de lazos, los peinados complicados. Consideraba a su cuerpo como una estatua y la vestía como tal. De aquí una cierta tendencia, que constantemente se manifestaba en sus trajes, hacía el ropaje, esto es, hacia la amplitud de los pliegues, hacia la vestidura larga. Su figura gallarda, majestuosa, ganaba mucho de esta manera. Algo la pronunció después de casada, pero no llegó a exagerarla, retenida por su buen gusto. Solía vestirse de blanco. Con esto y con peinar sus cabellos del modo sencillísimo que los tiene la Venus de Milo, semejaba al parecer en los salones hermosa estatua que llegase de la Grecia. Una cosa hacía muy digna de censura en el terreno moral, aunque no lo sea en el del arte: descotarse con exageración. Una de las sumas bellezas que poseía era el pecho. Parecía amasado por las Gracias para trastornar a los dioses. No había en Madrid una garganta mejor modelada, ni un seno mejor puesto, más delicado, más atractivo. El deseo vanidoso de mostrarlo, no contenido por la vigilancia saludable de una madre, le hizo incurrir en más de una ocasión en las censuras de la sociedad. Porque la infeliz D. aCarmen, a más de no hallarse muy al tanto de los usos sociales, era tan débil con los caprichos y fantasías de su hijastra, que los tomaba sin inconveniente por actos razonables, por expresión de su gusto indiscutible y su elegancia. Algún disgusto le proporcionó tal vanidad. En cierta ocasión, al presentarse en noche de baile en casa de Alcudia, la marquesa le dijo al saludarla:

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