Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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Por aquellas fechas, Aben Humeya se había librado de los molestos y arrogantes turcos y berberiscos mandándolos a combatir con el ejército de Aben Aboo, en los alrededores de Órgiva. A través de su sobrino, Diego Alguacil supo de una carta que el rey dirigía a Aben Aboo. Interceptó al mensajero, lo mató y compinchado con su sobrino, escribió otra en la que el rey ordenaba a Aben Aboo que, utilizando a las tropas moriscas, degollase a todos los turcos y berberiscos que estaban con él.

Fue el propio Diego Alguacil quien llevó esa carta a Aben Aboo, que no pudo reprimir la ira de los turcos, principalmente la de Huscein, Caracax y Barrax. Aben Aboo, Brahim con él, Diego Alguacil, turcos y arráeces se apresuraron en dirección a Laujar de Andarax donde encontraron a Aben Humeya en la posada del Cotón.

Ninguno de los trescientos moriscos que conformaban la guardia personal de Aben Humeya impidieron el acceso de Aben Aboo y de sus acompañantes a la posada. Ya en su interior, otro cuerpo de guardia selecta compuesta por veinticuatro arcabuceros, permitió que los turcos descerrajasen a patadas la puerta del dormitorio del rey. Tal era el odio que Aben Humeya se había ganado entre sus más próximos seguidores.

Aben Aboo, turcos y berberiscos sorprendieron al rey en el lecho, acompañado de dos mujeres, una de ellas la viuda de la familia de los Rojas.

Aben Humeya negó el contenido de la carta, pero su suerte ya estaba echada. Aben Aboo y Diego Alguacil enrollaron una cuerda a su cuello y, cada uno por un lado, tiraron de ella hasta estrangular al rey. Luego se repartieron a sus mujeres, las dos que compartían lecho y otras tantas que llevaba consigo, así como las muchas riquezas personales que atesoraba junto a sí.

Antes de morir, Fernando de Válor, rey de Granada y de Córdoba, apostató de la Revelación del Profeta y clamó que fallecía en la fe cristiana.

19

No pude desear más ni contentarme con menos.» Ése fue el lema que Aben Aboo, que se proclamó nuevo rey de al-Andalus, estampó en su nuevo estandarte colorado. El monarca fue presentado al pueblo vestido de grana, como su antecesor, con una espada desnuda en su mano derecha y el estandarte en la izquierda. A excepción de Portocarrero, todos los capitanes enemistados con Aben Humeya juraron obediencia al nuevo rey, quien elevó a los turcos a los más altos puestos de su ejército. El dinero y las cautivas acumuladas por Aben Humeya fueron inmediatamente enviados a Argel para comprar armas, que luego Aben Aboo repartió a bajo precio entre los moriscos hasta llegar a reunir un ejército compuesto por seis mil arcabuceros. Con independencia del reparto de los botines, estableció un sueldo mensual de ocho ducados para turcos y berberiscos, y la comida para los moriscos. Nombró nuevos capitanes y alguaciles entre los que repartió el territorio de las Alpujarras y ordenó que las atalayas estuvieran permanentemente en funcionamiento, con ahumadas de día o fuegos de noche, para comunicar cualquier incidencia e impedir el paso de persona alguna que no perteneciera al ejército. El castrado Aben Aboo estaba dispuesto a lograr lo que su caprichoso antecesor no había conseguido: vencer a los cristianos.

Hernando recibió la noticia de la ejecución de Aben Humeya. Las piernas le temblaron y un sudor frío empapó su espalda al conocer el nombre del nuevo rey: Aben Aboo. Salah, que también escuchaba al mensajero, entrecerró los ojos y sopesó mentalmente el cambio de poder.

Hernando fue en busca de Aisha y de Fátima, que se hallaban en la cocina preparando la comida junto a la esposa del mercader.

—¡Vámonos! —les gritó—. ¡Huyamos!

Aisha y Fátima le miraron sorprendidas.

—Ibn Umayya ha sido asesinado —explicó atropelladamente—. Ibn Abbu es el nuevo rey y con él... ¡Brahim! Vendrá a por nosotros. ¡Vendrá a por Fátima! Es el lugarteniente del rey, su amigo, su hombre de confianza.

—Brahim es mi esposo —musitó Aisha interrumpiéndole. Luego miró a Fátima y a su hijo y se apoyó aturdida en una de las paredes de la cocina—. Huid vosotros.

— Pero si lo hacemos —intervino Fátima—, Brahim... ¡Te matará! — Ven con nosotros, madre. —Aisha negó con la cabeza, las lágrimas asomaban ya a sus ojos—. Madre... —volvió a rogar.

El muchacho se acercó a ella.

—No sé lo que hará Brahim: si me matará o no si no os encuentra conmigo —murmuró Aisha, intentando controlar el pánico que le atenazaba la voz—, pero lo que sí sé es que moriré en vida si vosotros no escapáis. No podría soportar veros... Huid, os lo ruego. Escapad a Sevilla o a Valencia... ¡a Aragón! Escapad de esta locura. Yo tengo más hijos. Son hijos suyos. Quizá... quizá no pase de los golpes. ¡No puede matarme! ¡No he hecho nada malo! La ley se lo prohíbe. No puede culparme de lo que hagáis vosotros...

Hernando trató de abrazarla. Aisha mudó la voz y se irguió oponiéndose al abrazo.

—No puedes pedirme que abandone a tus hermanos. Ellos son menores que tú. Me necesitan.

Hernando negó con la cabeza ante la imagen de lo que podría sucederle a su madre por la ira de Brahim. Aisha buscó la ayuda de Fátima y le suplicó con la mirada. La muchacha entendió.

—Vamos —afirmó con resolución. Empujó a Hernando fuera de la cocina pero, antes de abandonarla, se volvió y lanzó una triste mirada a Aisha, que le contestó con una sonrisa forzada—. Prepáralo todo —le urgió ella una vez fuera de la cocina—. ¡Rápido! —insistió. Tuvo que zarandearle ante la conmoción del muchacho, que mantenía sus ojos clavados en Aisha—. Yo me ocuparé de Humam.

¿Prepararlo todo? Vio cómo Fátima cogía a su niño en brazos. ¿Qué tenía que preparar? ¿Cómo llegar hasta Aragón? ¿Y su madre? ¿Qué sería de ella?

—¿No la has oído? —insistió Aisha bajo el umbral de la puerta de la cocina. Hernando hizo ademán de volver a ella, pero Aisha fue contundente"—: ¡Huye! ¿No te das cuenta? Primero te matará a ti. El día en que tengas hijos entenderás mi decisión, la decisión de una madre. ¡Vete!

«No pude desear más ni contentarme con menos.» Brahim, encumbrado al poder por el hombre al que salvó de una muerte segura, saboreó aquel lema y lo que significaba para él.

A Hernando lo capturaron en el sótano, junto a Salah, mientras se apropiaba de los dineros que restaban de los trescientos ducados que le entregara el mercader. Él y Fátima los necesitarían más que el malogrado Aben Humeya. Desde el sótano, escucharon los gritos de los soldados enviados por Brahim al irrumpir en la casa, y se quedaron paralizados. Luego, tras unos instantes de confusión, oyeron los pasos de aquellos hombres que descendían en tropel por las escaleras que llevaban hasta los tesoros del mercader.

Alguien abrió la puerta entrecerrada de una fuerte patada. Cinco hombres accedieron al sótano con las espadas desenvainadas. Aquel que parecía mandarlos fue a decir algo pero enmudeció a la vista de los objetos sacros que se amontonaban en su interior; los demás, tras él, trataban de escrutar en la penumbra.

Crucifijos, casullas bordadas en oro, la imagen de una Virgen, algún cáliz y otras piezas, descansaban a los pies de Aben Aboo. Junto a ellas, Hernando y Salah maniatados, y detrás Fátima y Aisha. Al contrario que Aben Humeya, el nuevo rey no seguía protocolo alguno y escuchó a Brahim allí donde se encontraron: en una estrecha callejuela de Laujar de Andarax con una comitiva de turcos y capitanes apelotonados a su alrededor. Los soldados que acompañaban a Brahim habían dejado caer al suelo con gran estrépito los objetos que tomaron del sótano del mercader.

Antes de que se apagase el tintineo de un cáliz que continuaba rodando sobre las piedras, Salah lloriqueó e intentó excusarse. El propio Brahim le hizo callar de un golpe dado con la culata de su arcabuz; de la boca del mercader empezó a manar un reguero de sangre. Hernando miraba directamente a Aben Aboo, mucho más gordo y flácido que cuando le conoció en la fiesta nupcial en Mecina. En las ventanas y balcones de las pequeñas casas encaladas de dos pisos se asomaban mujeres y niños.

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