Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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—No te amaré, si no es con la condición de que juntes las ajorcas de mis tobillos con mis pendientes.

Hernando detuvo sus embates. Se incorporó y liberó de su peso el cuerpo de la muchacha. ¿Qué decía? ¿Sus tobillos en las orejas? Interrogó a Fátima con la mirada y ella le sonrió pícaramente mientras empezaba a alzar las piernas. La penetró con ternura, pendiente de sus susurros: despacio, te quiero, despacio, quiéreme..., pero cuando sus cuerpos llegaron por fin a fundirse en uno solo, Fátima lanzó un aullido que rompió el hechizo y erizó el vello de Hernando. Entonces sus requerimientos se confundieron entre suspiros y jadeos, y Hernando se abandonó al ritmo que le marcaban los gemidos de placer de la muchacha. Alcanzaron el orgasmo al tiempo y tras entregarse a su propio éxtasis, quedaron en silencio. Al cabo de un rato, Hernando abrió los ojos y observó el semblante de Fátima por entre sus piernas: mantenía los labios apretados y los ojos firmemente cerrados, como si tratase de retener aquel momento.

—Te amo —dijo Hernando.

Ella continuó sin mostrarle sus preciosos ojos negros, pero sus labios se extendieron en una sonrisa.

—Dímelo otra vez —susurró.

—Te amo.

La noche se les escapó entre besos, risas, caricias, jugueteos y promesas, ¡miles de ellas! Hicieron el amor en más ocasiones y Fátima encontró por fin el sentido de todas y cada una de aquellas antiguas leyes del placer; su cuerpo atento al más leve de los contactos, su espíritu definitivamente entregado al goce de los sentidos. Hernando la siguió en su camino, descubriendo ese inmenso mundo de sensaciones que sólo logran verse satisfechas con las convulsiones y espasmos del éxtasis. Y después, cada vez, se juraban, el uno al otro, entregarse el universo entero.

La derrota de Berja no modificó la situación. Tras la batalla, el marqués de los Vélez se retiró a la costa en espera de nuevas tropas. Don Juan de Austria se limitó a reforzar acuartelamientos periféricos: Órgiva, Guadix y Adra, por lo que Aben Humeya continuó dominando las Alpujarras. El rey de Granada conquistó Purchena, donde celebró unos fastuosos juegos. Organizó competiciones de baile por parejas o de mujeres, de canto y poesía, de luchas cuerpo a cuerpo, concursos de saltos, de levantamiento de pesos, de lanzamiento de piedras y de puntería, ya fuere con arcabuces, ballestas u hondas, en los que moriscos de al-Andalus, turcos y berberiscos compitieron entre sí por el amor de las damas, y por los importantes premios que prometió el rey a los vencedores: caballos, prendas bordadas en oro, alfanjes, coronas de laurel y decenas de escudos y ducados de oro.

Y mientras todo ello sucedía, Hernando alargó su convalecencia para disfrutar de su romance con Fátima en Ugíjar. Aisha y Fátima no seguían al ejército y permanecieron en la casa, con Salah y su familia. Pese a que el rey no estaba en la ciudad, Hernando ordenó al alguacil de Ugíjar que mantuviese a un morisco de guardia en las escaleras de los sótanos; el sobrante del dinero del rey estaba allí y en cualquier momento podía retornar a la ciudad y necesitar de él.

Por su parte, el pequeño Yusuf se ocupaba de las mulas que quedaban con el ejército y le mandaba recado de su situación periódicamente. Hernando disfrutaba de su estancia en la casa. La ausencia de Brahim los había sumido en un ambiente dulce: Aisha le cuidaba y le mostraba su afecto sin reparos, y Fátima le atendía, solícita. Tras aquella noche de amor, vivida antes de su partida a la guerra, sus relaciones se habían visto limitadas a miradas cargadas de deseo y caricias fugaces.

Aisha se lo planteó a ambos tan pronto su hijo regresó de Berja; las mujeres conocían bien aquellas leyes.

—Debéis casaros —les dijo, intentando apartar de su mente las consecuencias que esa boda podría tener para ella.

Los dos consintieron mutuamente con la mirada; sin embargo, Hernando mudó el semblante.

— No tengo medios para entregarle su idaq, su zidaque... —empezó a decir. ¿Los ducados de Aben Humeya?, pensó entonces volviendo la mirada hacia el interior de la casa, pero Aisha adivinó lo que pasaba por su cabeza.

— Primero deberías pedirle permiso al rey. Es su dinero. Deberás buscar con qué dotarla porque tu padrastro, que es tu familia, difícilmente contribuirá a ello. Tú —indicó dirigiéndose a Fátima— eres una mujer libre. Tras la muerte de tu marido has cumplido con los preceptos de nuestra ley y has guardado los cuatro meses y diez días de idda o alheda. Los calculé —añadió antes de que cualquiera de ellos empezase a echar cuentas—. Ciertamente, has incumplido la obligación de permanecer en casa de tu marido durante la idda, pero la situación no lo permitía con el ejército del marqués en Terque. Por lo que respecta al idaq —continuó dirigiéndose a Hernando—, tienes aproximadamente tres meses para conseguirlo. Habéis yacido juntos sin estar casados, por lo que no podéis casaros hasta que ella haya tenido tres veces el período, salvo que... —Aisha chasqueó la lengua—. Si estuvieras preñada, no podríais casaros hasta que se produjera el parto y tampoco podríais disfrutar del amor durante ese tiempo, la ley lo prohíbe. No encontraríamos ningún testigo que quisiera comparecer al matrimonio de una mujer encinta. Recuerda hijo: tienes tres meses para conseguir esa dote.

Hacer el amor habría significado ir posponiendo el matrimonio. La primera menstruación los tranquilizó. La decisión, no por dura, dejó de ser sencilla para ambos: tres meses de abstinencia.

En cuanto al idaq, Hernando pensaba dirigirse al rey en cuanto estuviera curado del todo de la pierna. Si alguien podía ayudarle, ése no era otro que Aben Humeya, el hombre que le enseñó a montar y que le regaló un caballo. ¿Acaso no le había demostrado su aprecio en el pasado? Aunque, a su pesar, tenía serias dudas sobre ese afecto. Los rumores sobre la decadencia moral en la que había caído el rey llegaban hasta todos los rincones de la sierra. Lo que Hernando ignoraba era que el tiempo jugaba en su contra.

Por desgracia, esos rumores eran ciertos: el poder omnímodo y el dinero que después recibió a espuertas habían convertido al rey en un tirano. Aben Humeya fue vencido por la avaricia, y no existía hacienda morisca que no saquease; vivía en la lujuria, tal y como gustaba, rodeado de cuantas mujeres deseaba, a las que tomaba sin reparos; como noble granadino, de estirpe, desconfiaba de turcos y berberiscos; mentía, engañaba y se comportaba cruelmente con quienes tenía a su servicio. Su forma de actuar le había costado ya la pública enemistad de varios de sus mejores capitanes: el Nacoz en Baza, Maleque, en Almuñécar, Gironcillo, en Vélez, Garrai en Mojácar, Portocarrero en Almanzora y por supuesto Farax, su contrincante a la corona.

Pero tuvo que ser una mujer la que arruinara la esplendorosa vida de Aben Humeya. El rey se encaprichó de la viuda de Vicente de Rojas, hermano de Miguel de Rojas, su suegro, al que había hecho asesinar en Ugíjar antes de divorciarse de su primera esposa. La viuda era una mujer de gran belleza, excepcional bailarina que además tocaba con maestría el laúd. Conforme a la costumbre, tras la muerte de su esposo la pretendió su primo Diego Alguacil, de la familia de los Rojas, callado enemigo del rey. Aben Humeya entretuvo a Diego Alguacil con viajes y comisiones por todas las Alpujarras, hasta que tras volver de una de ellas, se encontró con que el rey había forzado a la viuda y la mantenía junto a él como una vulgar manceba.

Diego Alguacil, humillado, urdió un plan para acabar con Aben Humeya, a la sazón en Laujar de Andarax.

El rey no sabía escribir, por lo que todas las órdenes que remitía a sus capitanes diseminados a lo largo de las Alpujarras, las escribía e incluso firmaba con el nombre del rey, un sobrino de Alguacil, emparentado por lo tanto con los Rojas.

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