Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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—¡Corre, niña! ¡Apártate! —gritó uno de ellos mientras intentaba cebar su arcabuz.
Pero Isabel se mantuvo quieta.
En la distancia, Hernando buscó la mirada del marqués de los Vélez, que se la sostuvo durante unos instantes. Por fin pareció comprender lo que pretendía el morisco. Con un gesto de la mano indicó a los hombres que se retirasen.
—La paz sea contigo, Isabel —le deseó Hernando tan pronto como los soldados cristianos obedecieron a su general.
Volvió grupas y abandonó el lugar a galope tendido, volteando el alfanje en el aire y aullando como hacían los moriscos cuando atacaban a las tropas cristianas.
18
Tenemos noticia de que nos han de asaltar veinte y dos mil moros no mal armados, y nosotros no somos más que dos mil; yo, por mí solo, me encargo de dos mil y a mi caballo le sobran otros tantos. ¿Y qué son nueve mil moros para la infantería de nuestro valeroso campo, y otros nueve mil para vosotros, mis ilustres caballeros, que tenéis tanto ánimo y tan acreditado esfuerzo? Pero todavía nos sobra el bélico sonido de nuestras claras trompetas, cuyo espantable estrépito basta para desmayar a otros tantos diez mil moriscos.
Ginés Pérez de Hita, Guerras civiles de Granada,
arenga del marqués de los Vélez a su ejército
Habrían servido de algo sus desvelos por salvar a Isabel?, se preguntaba Hernando algo más de un mes después de dejarla en manos del marqués de los Vélez, de nuevo a la vista de Berja. ¿Continuaría la niña en el interior de la ciudad? Si así era, la volverían a capturar... quizá hasta descubrieran que no la había vendido.
Aben Humeya se había decidido a atacar Berja, obligado por los moriscos del Albaicín de Granada, que exigían la derrota del sanguinario noble para sumarse a la rebelión. Aquél era el momento adecuado: las tropas del marqués estaban más que diezmadas por las deserciones, pero esperaban refuerzos de Nápoles que, junto a la flota real, acababan de arribar a las costas andaluzas. ¿A quién le cabía la menor duda de que los musulmanes arrasarían al ejército del Diablo Cabeza de Hierro?
El rey dispuso que el ataque se efectuara durante la noche y empezaba a oscurecer. El gran campamento morisco, a las afueras de la ciudad, hervía de actividad. Los hombres se preparaban para la guerra. Disponían de armas; gritaban, cantaban y se encomendaban a Dios. Sin embargo, aun entre los preparativos y el alboroto, muchos de ellos, igual que Hernando sobre su morcillo, igual que el rey y su corte, desviaban constantemente su atención hacia cerca de medio millar de soldados algo separados del resto.
Se trataba de muyahidin turcos y berberiscos que se ataviaban con camisas blancas sobre sus ropas para distinguirse en la oscuridad, al modo de las encamisadas nocturnas de los tercios españoles, y que convencidos de la victoria, adornaban sus cabezas con guirnaldas de flores. El hashish corría con abundancia entre aquellos soldados de Alá que habían jurado morir por Dios; también solicitaron del rey el honor de encabezar el ataque a la ciudad.
Una vez que Aben Humeya dio la orden, los observó abalanzarse ciegamente contra la ciudad. ¿Cómo no iban a vencer esos hombres?, volvió a preguntarse Hernando. Los gritos y los alaridos de guerra; los disparos de los arcabuces; el retumbar de los atabales y el sonido de las dulzainas envolvieron al muchacho. ¿Qué importaba Isabel frente a esos mártires de Dios? Hernando, como la casi totalidad de los hombres del ejército que quedaban atrás, sintió un escalofrío y gritó con fervor en el momento en el que los muyahidin aplastaron a los cristianos que defendían el acceso al pueblo. Aben Humeya dispuso entonces que el grueso del ejército morisco se sumase al asalto.
Varios monfíes que se hallaban a su lado aullaron y espolearon a sus caballos para cubrir la distancia que les separaba de la villa. Hernando desenvainó su alfanje y se sumó al frenético galope, gritando enloquecido.
Pero en el interior de las callejuelas de Berja no se podía luchar. Hernando ni siquiera podía dominar al morcillo; debido a la gran cantidad de soldados musulmanes que accedieron al pueblo, éstos se apretujaban entre los edificios y con ellos, los caballos. No encontró ningún enemigo en el que descargar un golpe de alfanje. ¡Todos eran musulmanes! Los cristianos los esperaban apostados en las casas, en su interior y en sus terrados planos, desde donde disparaban sin cesar. ¡No necesitaban ni apuntar! Los hombres caían heridos o muertos por doquier. El olor a pólvora y salitre inundaba las calles y el humo de los disparos de arcabuz casi le impedía ver qué era lo que sucedía. Tuvo miedo, mucho miedo. En un instante comprendió que, como los demás jinetes, sobresalía por encima de todos: era, pues, un blanco fácil y atractivo para los cristianos, amén de un estorbo para los moriscos que disparaban sus arcabuces y sus saetas desde las calles hacia los terrados. Espoleó al morcillo para escapar de aquella encerrona, pero el caballo fue incapaz de abrirse paso entre la muchedumbre. Una pelota de plomo voló junto a su cabeza. Hernando oyó su silbido cortando el aire. Aguantó sobre el morcillo, rezando agachado sobre su cuello. De repente sintió un lacerante dolor en el muslo derecho; una saeta le había dado por encima de la rodilla. El dolor se le hacía insoportable cuando el ejército musulmán empezó a retirarse. El morcillo estuvo a punto de caer al suelo ante el gentío que ahora empujaba en su retroceso. Hernando se vio incapaz de dominarlo, pero milagrosamente el caballo se revolvió, giró por sí solo y salió de la villa entre la riada de gente.
Aben Humeya insistió en sus ataques a lo largo de toda la noche. En el campamento morisco, un barbero obligó a Hernando a beber agua con hashish. Le hizo esperar mientras curaba a otros heridos para después sajar la carne de su muslo, arrancar la saeta y coser la herida con habilidad. Entonces se desmayó.
Al amanecer, Aben Humeya cejó en su empeño y ordenó la retirada. Durante toda la noche, el marqués de los Vélez supo usar con acierto su posición estratégica y continuó rechazando a los moriscos. Hernando se sumó al alocado galope de la corte del rey, con su pierna derecha colgando, incapaz de calzar el estribo, y los dientes apretados, esforzándose por no caer.
Detrás quedaron casi mil quinientos muertos.
—Que el Profeta y la victoria te acompañen.
Éstas habían sido las palabras con que Fátima se había despedido de él antes de que partiera hacia Berja. ¡Era la despedida que se brinda a un guerrero!
El ejército del marqués de los Vélez no los perseguía —habría sido absurdo que saliera a campo abierto— y los moriscos caminaban maltrechos y desanimados hacia las sierras. Él dejó que el morcillo avanzase a su paso, a la querencia de los demás caballos, y se refugió en el recuerdo de Fátima para olvidar la humillante derrota y el punzante dolor que sentía en la pierna.
Durante los días posteriores a la liberación de Isabel, antes de que Aben Humeya decidiera atacar Berja, Fátima se le había ido acercando más y más, sin rencores y sin miedos. Aisha cuidaba de Humam y de sus hijos, mientras Brahim, que había pasado por la casa donde vivía su familia sólo para dejar constancia de su existencia, continuaba en Válor al lado de Aben Aboo; Barrax disfrutaba impúdicamente con sus garzones y Ubaid desapareció en el pueblo, a la espera de ser llamado por el arráez. Salah se movía compungido por sus trescientos ducados y los costosos ropajes con que se hizo Hernando, siempre atento a los sótanos en los que guardaba su tesoro.
Fátima y Hernando se buscaban y aprovechaban cualquier momento. Charlaban, paseaban y rememoraban juntos, a la luz del día o bajo las estrellas, rozándose siempre, los acontecimientos vividos durante los meses anteriores. En uno de esos paseos, Fátima se sinceró y le habló de su marido, aquel joven aprendiz a quien había querido más como un hermano que como a un amante.
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