Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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Hernando había tenido que correr tras el overo de su padrastro. Cuando en la iglesia nadie se atrevió a poner en duda las palabras del alfaquí, Brahim espoleó a su caballo, dio media vuelta y ordenó al chico que le siguiera. Hernando ni siquiera había podido despedirse de Hamid o de su madre; con todo, sonrió al pasar junto a ellos. En la plaza de la iglesia le esperaban hombres y mulas.
—Como pierdas un animal o una carga, te arrancaré los ojos.
Tales fueron las únicas palabras que le dirigió su padrastro antes de iniciar la marcha.
Desde entonces, la única preocupación del muchacho consistió en arrear las mulas tras la montura de su padrastro y de los hombres que le seguían a pie. Las mulas de Juviles atendían a las órdenes; las requisadas lo hacían o no, según les viniese en gana. Una de ellas, la de mayor alzada, le lanzó una dentellada cuando la azuzó para que volviese a la fila. Hernando brincó con agilidad y evitó el mordisco, pero al ir a castigar al animal se encontró con las manos vacías.
«Ya te pillaré», maldijo entre dientes. La mula continuó a su aire mientras Hernando buscaba a su alrededor. «Un palo lo vería», pensó. Las mulas no eran tontas, pero aquélla necesitaba una lección. No podía arriesgarse a que le desobedecieran con su padrastro por ahí cerca, ya que sería él quien acabaría recibiendo el castigo, así que cogió un pedrusco de buen tamaño y volvió a acercarse al animal por su costado derecho, con el brazo a la espalda. En cuanto percibió la presencia del muchacho, la mula fue a morderle de nuevo, pero Hernando le propinó un fuerte golpe en el belfo con la piedra. El animal sacudió la cabeza y soltó un potente rebuzno. Hernando la arreó con suavidad y la mula volvió sumisa a su lugar en la recua. Al levantar la mirada se encontró con la de su padrastro que, girado en su montura, lo observaba con atención, atento, como siempre, a que el muchacho cometiera el más nimio error para poder castigarle.
Siguieron ascendiendo en dirección a Alcútar. Transitaban por un estrecho sendero en fila de a uno, y todavía no habían perdido de vista Juviles cuando el eco de una voz reverberó por desfiladeros, cañadas y montañas. Hernando se detuvo. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. ¡Cuántas veces se lo había contado Hamid! Aun en la distancia, el muchacho reconoció el timbre de voz del alfaquí y lo percibió orgulloso, alegre, vivaz, chispeante; denotaba la misma satisfacción que el día en que le había mostrado la espada del Profeta.
—¡Venid a la oración! —escucharon que gritaba Hamid, seguramente desde la torre de la iglesia.
La llamada se deslizó por los abruptos despeñaderos, chocando contra las rocas y enredándose en la vegetación, hasta llenar todo el valle de las Alpujarras, desde Sierra Nevada hasta la Contraviesa y de allí, al mismo cielo. ¡Hacía más de sesenta años que en aquellas tierras no resonaba la llamada del muecín!
La comitiva se detuvo. Hernando buscó el sol y se irguió para comprobar que su sombra alcanzaba el doble de su estatura: era el momento exacto.
—No hay fuerza ni poder, sino en Dios, excelso y grande murmuró, sumándose a las palabras de los demás. Tal era la contestación que recitaban desde sus casas todos los días, ya fuera por la noche o al mediodía, con suma discreción, atentos a que ningún cristiano pudiera oírlas desde la calle.
—¡Alá es grande! —gritó después Brahim, poniéndose en pie sobre los estribos y blandiendo el arcabuz sobre su cabeza.
Hernando se encogió atemorizado ante la figura y el despiadado semblante de su padrastro.
Al instante, su grito se vio arropado por el de todos los hombres que le acompañaban. Con el mismo arcabuz, Brahim hizo señal de continuar. Uno de los hombres se pasó el dorso de la mano por los ojos antes de echar a andar. Hernando le escuchó sorber la nariz y carraspear en varias ocasiones, como si pretendiera reprimir el llanto, y arreó a las mulas con el canto de Hamid resonando en sus oídos.
La población de Alcútar, situada a algo más de una legua de Juviles, los recibió con las mismas zambras, cánticos, bailes y fiestas que se celebraban en Juviles. Tras alzar en armas a los moriscos del pueblo, el Partal y sus monfíes se habían dirigido a la cercana Narila, su lugar de origen, sin esperar la llegada de Brahim.
Como todos los pueblos de la Alpujarra alta, Alcútar era un entresijo de callejuelas que subían, bajaban y serpenteaban, encerradas por pequeñas casas encaladas de terrados planos. Brahim se dirigió a la iglesia.
Un grupo de entre quince y veinte cristianos se hallaba congregado frente a las puertas del templo, estrechamente vigilado por moriscos armados con palos que asediaban a sus cautivos con gritos y golpes, cual pastores a las ovejas. Hernando siguió la mirada aterrada de una niña cuyo pelo pajizo destacaba en el grupo de cristianos; junto a la fachada de la iglesia, el cadáver asaeteado del beneficiado del lugar era objeto de escarnio por parte de cuantos pasaban por su lado, que le escupían o pateaban. Junto al beneficiado, de rodillas, un hombre joven con la mano derecha cercenada intentaba cortar la hemorragia por la que se le escapaba la vida. La sangre se encharcaba sobre el aguanieve y la mano se había convertido en el juguete de un perro, que se divertía mordisqueándola ante la atenta mirada de unos niños moriscos.
—¡Empieza a cargar el botín!
La voz de Brahim sonó en el momento en que uno de los niños, más osado que el resto, le quitaba al perro su macabro juguete y lo lanzaba a los pies del mutilado. El perro corrió hacia él, pero antes de que pudiera llegar, una mujer soltó una carcajada, escupió al hombre cuando éste le mostró el muñón y pateó la mano para que el can pudiera dar buena cuenta de ella.
Hernando negó con la cabeza y siguió a los soldados al interior de la iglesia. La niña cristiana, con el pelo pajizo empapado por el aguanieve, seguía con los ojos clavados en el cadáver del beneficiado.
Poco después, el muchacho salía del templo cargado con ropa de seda bordada en oro y un par de candelabros de plata que se sumaron al montón de enseres de todo tipo que ya se acumulaban a las puertas de la iglesia. Entonces se detuvo para hacerse con algo de ropa de abrigo procedente del saqueo de las casas cristianas. Desde lo alto del overo, Brahim torció el gesto.
—¿Pretendes que muera de frío? —se defendió, adelantándose a la reprimenda de su padrastro.
Las alforjas de las doce mulas se hallaban colmadas cuando el sol empezó a ponerse y una orla rojiza se dibujó por encima de las cumbres que rodeaban las Alpujarras. El cadáver desangrado del manco yacía sobre el del beneficiado. El perro había dejado de mordisquear la mano. Los cristianos permanecían inquietos, agrupados frente a la iglesia. La voz del muecín sonó enérgica, los moriscos extendieron las ropas de seda y lino sobre el barro y se postraron.
El rojo del cielo se trocó en ceniciento, ya finalizada la oración de la puesta del sol, y el Partal y sus monfíes se presentaron en Alcútar. Al grupo de cerca de treinta hombres rudos —algunos a caballo, otros a pie, todos bien abrigados y armados con ballestas, espadas o arcabuces, además de dagas al cinto— se le habían unido algunos gandules de Narila, la milicia urbana, ocupados a la sazón en controlar la fila de cautivos cristianos que habían llevado desde Narila hasta Alcútar. A los monfíes no parecía importarles el frío ni el aguanieve que caía: charlaban y reían. Hernando observó que, al final del grupo, una recua de mulas transportaba el botín obtenido en Narila.
Los nuevos cautivos pasaron a engrosar el ya numeroso grupo de detenidos frente a la iglesia. Los moriscos atajaron a golpes cualquier comunicación entre ellos y al cabo volvió a reinar el silencio mientras los niños moriscos correteaban alrededor de los monfíes, señalando sus dagas y sus caballos, y se henchían de satisfacción cuando alguno de ellos les revolvía el cabello. Brahim y el alguacil de Alcútar dieron la bienvenida al Partal y se apartaron para despachar con el monfí. Hernando vio cómo su padrastro señalaba en dirección hacia donde se hallaba él con las mulas cargadas, y cómo asentía el Partal. Luego este último señaló a las mulas que transportaban el botín de Narila e hizo ademán de llamar al arriero que las mandaba, pero Brahim se negó de forma ostensible. A pesar de la distancia y en la oscuridad rota por las antorchas, Hernando se percató de que ambos hombres discutían. Brahim gesticulaba y meneaba la cabeza: resultaba evidente que el tema de conversación era el nuevo arriero. El Partal parecía querer aplacar los ánimos y convencerle de algo. Al final parecieron ponerse de acuerdo, y el monfí mandó acercarse al arriero recién llegado para darle instrucciones. El arriero de Narila ofreció la mano a Brahim, pero éste no se la estrechó y lo miró con recelo.
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