Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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—¿Has entendido bien cuál es tu lugar? —le espetó Brahim, observando de soslayo al Partal. El arriero de Narila asintió con la cabeza—. Tu fama te precede: no quiero tener problemas contigo, con tus mulas o con tu forma de trabajar. Confío en no tener que recordártelo —añadió para despedirle.
Se llamaba Cecilio, pero en los caminos se le conocía por Ubaid de Narila. Así se presentó a Hernando, con cierto orgullo, una vez que, a indicación de Brahim, hubo conducido su recua hasta donde se encontraba la del muchacho.
—Yo me llamo Hernando —respondió el joven.
Ubaid esperó unos instantes.
—¿Hernando? —se limitó a repetir al ver que el muchacho no añadía más.
— Sí. Sólo Hernando. —Lo dijo con firmeza, desafiando a Ubaid, varios años mayor que él y arriero de profesión. Ubaid soltó una risa sarcástica y de inmediato le dio la espalda para ocuparse de sus animales.
«Si se enterase de mi apodo... —pensó Hernando, mientras notaba cómo se le encogía el estómago—. Quizá debería adoptar un nombre musulmán.»
Esa noche el grano y los alimentos saqueados en las casas de los cristianos se derrocharon para festejar la sublevación de las Alpujarras. Todas las taas, todos los lugares de moriscos se sumaban a la rebelión, afirmaba el Partal con entusiasmo. ¡Sólo faltaba Granada!
Mientras los principales del pueblo atendían a los monfíes, y los cristianos eran encerrados en la iglesia al cuidado del alfaquí del pueblo que, como Hamid en Juviles, debía intentar que apostataran, Hernando y Ubaid permanecieron junto a las mulas y el botín, refugiados bajo un chamizo. Sin embargo, no fueron olvidados por las mujeres de Alcútar, que les sirvieron en abundancia. Hernando sació entonces su hambre; Ubaid también, pero una vez satisfecho su estómago, intentó también satisfacer su deseo, y Hernando le vio galantear con cuantas mujeres acudieron a ellos. Alguna de ellas se acercó al muchacho y se sentó a su lado, zalamera, en busca de su contacto. Hernando se achicaba, desviaba la mirada e incluso se separaba, hasta que las mujeres cejaron en su empeño.
—¿Qué pasa, chico? ¿Te dan miedo? —Preguntó su compañero, a quien la comida y la compañía femenina parecían haber puesto de mejor humor—. No hay nada que temer, ¿verdad? —dijo, dirigiéndose a una de ellas.
La mujer se rió, mientras Hernando se sonrojaba. El arriero de Narila le miraba con expresión maliciosa.
—¿O tienes miedo de lo que pueda decir tu padrastro? —insistió—. No parece que os llevéis demasiado bien...
Hernando no contestó.
—Bueno, tampoco es de extrañar... —prosiguió Ubaid. Sus labios esbozaron una sonrisa de complicidad, que no logró embellecer en absoluto un rostro sucio y vulgar—. Tranquilo, ahora está ocupado haciéndose el importante... Pero tú y yo estamos más cerca de lo que de verdad importa, ¿no crees?
Pero en ese momento, la mujer que acosaba a Ubaid reclamó sus atenciones y éste, tras lanzar una mirada hacia Hernando que el muchacho no acabó de comprender del todo, hundió la cabeza entre sus pechos. Bien entrada la noche, Ubaid desapareció con una mujer. Al verlos marchar, Hernando recordó los comentarios del sacristán de Juviles:
—Las cristianas nuevas, las moriscas —le había explicado en una de las muchas sesiones de adoctrinamiento en la sacristía de la iglesia—, disfrutan de las prácticas amorosas solazándose sin medida con sus maridos... ¡O con quienes no lo son! Claro que el matrimonio moro no es tal: no es más que un contrato sin más trascendencia que la compra de una vaca o el arrendamiento de un campo. —El sacristán lo trataba como si el muchacho fuese un cristiano viejo, descendiente de cristianos sin tacha, y no el hijo de una morisca—. Tanto hombres como mujeres se entregan al vicio de la carne, algo que repele a Cristo Nuestro Señor. Por eso las verás gordas a todas, gordas y morenas, porque su única pretensión es proporcionar placer a sus hombres, acostarse con ellos como perras en celo y, en su ausencia, lanzarse al adulterio, pecar de gula y de pereza, y chismorrear todo el día sin más propósito que el de entretenerse hasta que llegue la hora de volver a recibirlos con los brazos abiertos.
«También hay cristianas gordas —había estado tentado de replicar en aquella ocasión—, y algunas son mucho más morenas que las moriscas», pero se había callado, como siempre hacía con el sacristán.
El día de Navidad amaneció frío y soleado en Sierra Nevada.
—Persisten en su fe —anunció el alfaquí de Alcútar al Partal y a los moriscos congregados frente a la iglesia—. Si les hablo del verdadero Dios y del Profeta, contestan rezando sus oraciones, todos al unísono; si los amenazo con maltratos, se encomiendan a Cristo. Los hemos golpeado y cuanto más lo hacemos, más invocan a su Dios. Les quitamos cruces y medallas, pero se burlan santiguándose y persignándose.
—Ya cederán... —masculló el Partal—. Cuxurio de Bérchules se alzó anoche. El Seniz y otros caudillos monfíes nos esperan allí. Recoged el botín —añadió, dirigiéndose a Brahim—. En cuanto a los cristianos, los llevaremos a Cuxurio. Sacadlos de la iglesia.
Cerca de ochenta personas fueron expulsadas de la iglesia a gritos, golpes y empellones. Entre el llanto de mujeres y niños, muchos levantaron los ojos al cielo y rezaron al encontrarse con la turba que les esperaba fuera; otros se santiguaron.
El Partal esperó a que fueran agrupados y se acercó a ellos con mirada escrutadora.
—¡Que Cristo haga caer sobre ti...!
El monfí acalló la amenaza del cristiano con un violento golpe de culata de su arcabuz. El hombre, delgado y de mediana edad, cayó de rodillas con la boca ensangrentada. La que debía de ser su esposa acudió en su ayuda, pero el Partal la derribó de un manotazo en el rostro. Luego entrecerró los ojos hasta que sus espesas cejas negras se fundieron en una sola. Todos los moriscos de Alcútar presenciaban los hechos. Entre los cristianos reinaba el silencio.
—¡Desnudaos! —Ordenó entonces—. ¡Que se desnuden todos los hombres y los niños de más de diez años!
Los cristianos se miraron unos a otros, con la incredulidad dibujada en sus semblantes. ¿Cómo iban a desnudarse en presencia de sus mujeres, sus vecinas y sus hijas? Desde el interior del grupo se alzaron algunas protestas.
—¡Desnúdate! —exigió el Partal a un anciano de barba rala que estaba frente a él, una cabeza por debajo del monfí. El hombre se santiguó como respuesta. El monfí desenvainó lentamente su larga y pesada espada, y apoyó la afilada punta en el cuello del cristiano, sobre la nuez, hasta que en ella brotó un hilillo de sangre. Entonces insistió—: ¡Obedece!
El anciano, desafiante, dejó caer los brazos a sus costados. El Partal le hundió la espada en el cuello sin dudarlo.
—Desnúdate —dijo al siguiente cristiano, al tiempo que le acercaba al cuello la espada ensangrentada. El cristiano palideció y, al ver al viejo agonizante a su lado, empezó a desabrocharse la camisa—. ¡Todos! —exigió el Partal.
Muchas de las mujeres bajaron la mirada, otras taparon los ojos de sus hijas. Los moriscos estallaron en carcajadas. Ubaid, que no se había perdido detalle de la escena, fue hacia las mulas. Hernando le siguió: debían prepararse para partir.
—¡Las pobres van cargadas! —Exclamó el arriero con ironía—. Nadie sabe lo que llevan ahí... Es una suerte: si por casualidad se perdiera algo, nadie lo notaría...
Hernando se volvió hacia él, súbitamente azorado. ¿Qué había querido decir? Pero Ubaid parecía enfrascado en su tarea, como si sus palabras no hubieran sido más que un comentario al azar. Sin embargo, casi sin pensarlo, Hernando se oyó responder, con voz más firme de lo habitual:
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