Carlos Zafón - El Juego del Ángel
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-¿Quiere decir que no habría otra manera de solucionar esto? -preguntaba yo al jefe del batallón que todo lo arreglaba a martillazos.
Otilio, que así se llamaba aquel talento, me mostraba el juego de planos de la casa que me había entregado el administrador junto con las llaves y argumentaba que la culpa la tenía la casa, que estaba mal construida.
-Mire esto -decía-. Si es que cuando las cosas están mal hechas, están mal hechas. Ahí mismo. Aquí dice que tiene usted una cisterna en la azotea. Pues no. La tiene usted en el patio de atrás.
-¿Y qué más da? A usted la cisterna no le compete,
Otilio. Concéntrese en la cuestión eléctrica. Luz. Ni gritos, ni tuberías. Luz. Necesito luz.
-Si es que todo está relacionado. ¿Qué me dice de la galería?
-Que no tiene luz.
-Según los planos, esto debería ser una pared maestra. Pues aquí el compañero Remigio le ha dado un toquecito de nada y se nos ha venido abajo medio muro. Y de las habitaciones ni le cuento. Según esto, la sala al fondo del pasillo tiene casi cuarenta metros cuadrados. Ni por asomo. Si llega a veinte me doy con un canto en los dientes. Hay una pared donde no debería haberla. Y de los desagües, ya, bueno, mejor no hablar. No hay ni uno donde se supone que debería estar.
-¿Está seguro de que sabe interpretar los planos?
-Oiga, que soy un profesional. Hágame caso, esta casa es un rompecabezas. Aquí ha metido mano todo Dios.
-Pues va a tener que apañarse con lo que hay. Haga milagros o lo que se le antoje, pero el viernes quiero las paredes tapadas, pintadas y la luz funcionando.
-No me meta prisas, que ésta es faena de precisión. Hay que actuar con estrategia.
-¿Y qué piensan hacer?
-Por de pronto irnos a desayunar.
-Pero si acaban de llegar hace media hora.
-Señor Martín, con esa actitud no llegamos a ninguna parte. El viacrucis de obras y chapuzas se prolongó una semana más de lo previsto, pero incluso con la presencia de Otilio y su escuadrón de portentos haciendo agujeros donde no tocaba y disfrutando de desayunos de dos horas y media, la ilusión de poder habitar finalmente aquel caserón con el que había soñado durante tanto tiempo me hubiera permitido vivir allí años con velas y lámparas de aceite si era necesario. Tuve la suerte de que el barrio de la Ribera fuera reserva espiritual y material de artesanos de todo tipo, y encontré a tiro de piedra de mi nuevo domicilio a quien me instalara nuevos cerrojos que no pareciesen robados de la Bastilla y apliques y grifería a los usos del siglo 20. La idea de disponer de una línea telefónica no me persuadía y, por lo que había podido escuchar en la radio de Vidal, lo que la prensa del momento llamaba los nuevos medios de comunicación de masas no me habían tenido en cuenta a la hora de buscar su público. Decidí que la mía sería una existencia de libros y silencio. No me llevé de la pensión más que una muda y aquel estuche que contenía la pistola de mi padre, su único recuerdo. Repartí el resto de mi ropa y mis efectos personales entre los otros realquilados. Si hubiera podido dejar atrás la piel y la memoria, también lo habría hecho. Pasé mi primera noche oficial y electrificada en la casa de la torre el día que apareció publicada la entrega inaugural de La Ciudad de los Malditos. La novela era una intriga imaginaria que había tejido en torno al incendio de El Ensueño en 1903 y a una criatura fantasmal que embrujaba las calles del Raval desde entonces. Antes de que la tinta se secase en aquella primera edición ya había empezado a trabajar en la segunda novela de la serie. Según mis cálculos, y partiendo de la base de treinta días de trabajo interrumpido por mes, Ignatius B. Samson debía producir una media de 6,66 páginas de manuscrito útil al día para cumplir los términos del contrato, lo cual era una locura, pero tenía la ventaja de no dejarme mucho tiempo libre para que me diese cuenta.
Apenas fui consciente de que con el paso de los días había empezado a consumir más café y cigarrillos que oxígeno. A medida que lo iba envenenando, tenía la impresión de que mi cerebro se iba transformando en una máquina de vapor que nunca llegaba a enfriarse. Ignatius B. Samson era joven y tenía aguante. Trabajaba toda la noche y caía rendido al amanecer, entregado a extraños sueños en los que las letras en la página atrapada en la máquina de escribir del estudio se desprendían del papel y, como arañas de tinta, se arrastraban sobre sus manos y su rostro, atravesando la piel y anidando en sus venas hasta cubrir su corazón de negro y nublar sus pupilas en charcos de oscuridad. Pasaba semanas enteras sin apenas salir de aquel caserón y olvidaba qué día de la semana o qué mes del año corrían. No prestaba atención a los recurrentes dolores de cabeza que a veces me asaltaban de súbito, como si un punzón de metal me taladrase el cráneo, quemándome la vista en un destello de luz blanca. Me había acostumbrado a vivir con un constante silbido en los oídos que sólo el susurro del viento o la lluvia conseguían enmascarar. A veces, cuando aquel sudor frío me cubría el rostro y sentía que las manos me temblaban sobre el teclado de la Underwood, me decía que al día siguiente acudiría al médico. Pero ese día siempre había otra escena y otra historia que contar.
Se cumplía el primer año de la vida de Ignatius B. Samson cuando, para celebrarlo, decidí tomarme el día libre y reencontrarme con el sol, la brisa y las calles de una ciudad que había dejado de pisar para ya sólo imaginarla. Me afeité, me aseé y me enfundé el mejor y más presentable de mis trajes. Dejé abiertas las ventanas del estudio y la galería para que se ventilase la casa, y aquella niebla espesa que se había transformado en su perfume pudiera esparcirse a los cuatro vientos. Al bajar a la calle me encontré un sobre grande al pie de la ranura del buzón. Dentro encontré una lámina de pergamino lacrado con el sello del ángel y tocada de aquella caligrafía exquisita en la que se leía lo siguiente:
Querido David:
Quería ser el primero en felicitarle en esta nueva etapa de su carrera. He disfrutado enormemente con la lectura de las primeras entregas de La Ciudad de los Malditos. Confío en que este pequeño obsequio sea de su agrado.
Le reitero mi admiración y mi voluntad de que algún día nuestros destinos se crucen. En la seguridad de que así será, le saluda afectuosamente su amigo y lector,
ANDREAS CORELLI
El obsequio era el mismo ejemplar de Grandes esperanzas que el señor Sempere me había regalado de niño, el mismo que le había devuelto antes de que mi padre pudiese encontrarlo y el mismo que, cuando quise recobrarlo años después a cualquier precio, había desaparecido horas antes en manos de un extraño. Contemplé aquel pedazo de papel que un día no muy lejano me había parecido contener toda la magia y la luz del mundo. En la cubierta aún se apreciaban las huellas de mis dedos de niño manchados de sangre.
-Gracias -murmuré.
El señor Sempere se puso sus lentes de precisión para examinar el libro. Lo colocó en un paño extendido sobre su escritorio en la trastienda y dobló el flexo para que el haz de luz se concentrase en el tomo. Su análisis pericial se prolongó durante varios minutos en los que guardé un silencio religioso. Le observé pasar las hojas, olerías, acariciar el papel y el lomo, sopesar el libro con una mano y luego con la otra y finalmente cerrar la tapa y examinar con una lupa las huellas tintadas en sangre seca que mis dedos habían dejado allí doce o trece años atrás.
-Increíble -musitó, quitándose los lentes-. Es el mismo libro. ¿Cómo dice que lo ha recobrado?
-Ni yo mismo lo sé. Señor Sempere, ¿qué sabe usted de un editor francés llamado Andreas Corelli?
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