Carlos Zafón - El Juego del Ángel
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Sin más familia ahora que aquella tenebrosa Barcelona, el periódico se convirtió en mi refugio y mi mundo hasta que, a los catorce años, mi sueldo me permitió alquilar aquel cuarto en la pensión de doña Carmen. Llevaba apenas una semana viviendo allí cuando la casera acudió un día a mi habitación y me informó de que un caballero preguntaba por mí en la puerta. En el rellano de la escalera encontré a un hombre vestido de gris, de mirada gris y voz gris que me preguntó si yo era Daniel Martín y, ante mi asentimiento, me tendió un paquete envuelto en papel de estraza y se perdió escaleras abajo dejando su ausencia gris apestando aquel mundo de miserias al que me había incorporado. Me llevé el paquete al cuarto y cerré la puerta. Nadie, a excepción de dos o tres personas en el periódico, sabía que vivía allí. Deshice el envoltorio, intrigado. Era el primer paquete que recibía en mi vida. El interior resultó ser un estuche de madera vieja cuyo aspecto me resultó vagamente familiar. Lo apoyé sobre el catre y lo abrí. Contenía la vieja pistola de mi padre, el arma que el ejército le había dado y con la que había regresado de las Filipinas para labrarse una muerte temprana y miserable. Junto al arma había una cajetilla de cartón con unas balas. Tomé la pistola en las manos y la sopesé. Olía a pólvora y a aceite. Me pregunté cuantos hombres habría matado mi padre con aquella arma con la que seguramente él esperaba acabar con su propia vida hasta que se le adelantaron. Devolví el arma al estuche y lo cerré. Mi primer impulso fue tirarla a la basura, pero me di cuenta de que aquella pistola era cuanto me quedaba de mi padre. Supuse que el usurero de turno, que había confiscado lo poco que teníamos en aquel antiguo piso suspendido frente al tejado del Palau de la Música a la muerte de mi padre, en compensación por sus deudas, había decidido enviarme ahora aquel macabro recordatorio para saludar mi entrada en la edad adulta. Escondí el estuche encima del armario, contra la pared donde se acumulaba la mugre y a donde doña Carmen no llegaba ni con zancos, y no lo volví a tocar en años. Aquella misma tarde volví a la librería de Sempere e Hijos y, sintiéndome ya hombre de mundo y de recursos, manifesté al librero mi intención de adquirir aquel viejo ejemplar de Grandes esperanzas que me había visto forzado a devolverle años atrás. Póngale el precio que quiera -le dije-. Póngale el precio de todos los libros que no le he pagado en los últimos diez años.
Recuerdo que Sempere me sonrió con tristeza y me posó la mano en un hombro. Lo he vendido esta mañana -me confesó abatido.
Trescientos sesenta y cinco días después de haber escrito mi primer relato para La Voz de la Industria llegué, como era de costumbre, a la redacción del periódico y la encontré casi desierta. Apenas quedaban un grupo de redactores que meses atrás me habían dedicado desde afectuosos apodos hasta palabras de apoyo y que aquel día, al verme entrar, ignoraron mi saludo y se cerraron en un corro de murmullos. En menos de un minuto habían recogido sus abrigos y desaparecido como si temiesen algún contagio. Me quedé sentado solo en aquella sala insondable, contemplando el extraño espectáculo de decenas de mesas vacías. Pasos lentos y contundentes a mi espalda anunciaron que se aproximaba don Basilio.
-Buenas noches, don Basilio. ¿Qué pasa hoy aquí que se han ido todos? Don Basilio me miró con tristeza y se sentó a la mesa contigua.
-Hay una cena de Navidad de toda la redacción. En el Set Portes -dijo con voz queda-. Supongo que no le han dicho nada.
Fingí una sonrisa despreocupada y negué.
¿No va usted? -pregunté.
Don Basilio negó.
Se me han quitado las ganas.
Nos miramos en silencio.
¿Y si le invito yo a usted? -ofrecí-. Donde quiera.
Can Solé, si le parece. Usted y yo, para celebrar el éxito de Los misterios de Barcelona.
Don Basilio sonrió, asintiendo lentamente.
-Martín -dijo al fin-. No sé cómo decirle esto.
-¿Decirme el qué?
Don Basilio carraspeó.
-No le voy a poder publicar más entregas de Los misterios de Barcelona. Le miré sin comprender. Don Basilio rehuyó mi mirada.
-¿Quiere que escriba otra cosa? ¿Algo más galdosiano?
-Martín, ya sabe usted cómo es la gente. Ha habido quejas. Yo he intentado parar el asunto, pero el director es un hombre débil y no le gustan los conflictos innecesarios.
-No le entiendo, don Basilio.
-Martín, me han pedido que sea yo el que se lo diga.
Por fin me miró y se encogió de hombros.
-Estoy despedido -murmuré.
Don Basilio asintió.
Sentí que, a mi pesar, se me llenaban los ojos de lágrimas.
-Ahora le parece el fin del mundo, pero créame cuando le digo que en el fondo es lo mejor que le podría suceder. Éste no es sitio para usted.
-¿Y cuál es el sitio para mí? -pregunté.
-Lo siento, Martín. Créame que lo siento. Don Basilio se incorporó y me posó la mano en el hombro con afecto.
-Feliz Navidad, Martín.
Aquella misma noche vacié mi escritorio y dejé para siempre el que había sido mi hogar para perderme en las calles oscuras y solitarias de la ciudad. De camino a la pensión me acerqué hasta el restaurante Set Portes bajo los arcos de la casa. Me quedé fuera, contemplando a mis compañeros reír y brindar tras los cristales. Confié en que mi ausencia les hiciese felices o que cuando menos les hiciera olvidar que no lo eran ni lo serían jamás. Pasé el resto de aquella semana a la deriva, refugiándome todos los días en la biblioteca del Ateneo y creyendo que al regresar a la pensión iba a encontrarme con una nota del director del periódico solicitándome que me reincorporase a la redacción. Escondido en una de las salas de lectura acaba aquella tarjeta que había encontrado en mis manos al despertar en El Ensueño, y empezaba a escribir una carta a aquel anónimo benefactor, Andreas Corelli, que siempre acababa por romper y volver a rescribir al da siguiente. Al séptimo día, harto de compadecerme, decidí hacer el inevitable peregrinaje hasta el hogar de m creador. Tomé el tren de Sarriá en la calle Pelayo. Por entonces aún circulaba por la superficie, y me senté al frente del vagón a contemplar la ciudad y las calles tornarse más amplias y señoriales cuanto más se alejaba uno del centro. Me bajé en el apeadero de Sarria y allí tomé un tranvía que dejaba a las puertas del monasterio de Pedralbes. Era un día de calor insólito para la época del año y podía oler en la brisa el perfume de los pinos y la ginesta que salpicaban las laderas de la montaña. Enfilé la boca de la avenida Pearson, que ya empezaba a urbanizarse, y pronto vislumbré la inconfundible silueta de Villa Helius. A medida que ascendía la pendiente y me acercaba pude ver que Vidal estaba sentado en la ventana de su torreón en mangas de camisa y saboreando un cigarrillo. Se escuchaba música flotando en el aire y recordé que Vidal era uno de los pocos privilegiados que poseían un receptor de radio. Qué bien se debía de ver la vida desde allí arriba y qué poca cosa me debía de ver yo.
Le saludé con la mano y me devolvió el saludo. Al llegar a la villa me encontré con el chofer, Manuel, que se dirigía a las cocheras portando un puñado de paños y un cubo con agua humeante.
-Una alegría verle por aquí, David -dijo-. ¿Qué tal la vida? ¿Siguen los éxitos?
-Hacemos lo que podemos -contesté.
-No sea modesto, que hasta mi hija se lee esas aventuras que publica usted en el diario.
Tragué saliva, sorprendido de que la hija del chofer supiese no sólo de mi existencia sino que incluso hubiera llegado a leer alguna de las tonterías que escribía.
-¿Cristina?
-No tengo otra -replicó don Manuel-. El señor está arriba en su estudio, por si quiere subir.
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