Carlos Zafón - El Juego del Ángel

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-Así que es usted escritor. Pues mire, yo le podría contar historias que le darían para buenos libros.

-No lo dudo. ¿Por qué no empieza por contarme la de la casa de Flassaders, treinta?

Clavé adoptó un semblante de máscara griega.

-¿La casa de la torre?

-La misma.

-Créame, joven, no quiera usted vivir allí.

-¿Por qué no?

Clavé bajó la voz y, murmurando como si temiese que las paredes nos oyesen, dejó caer una sentencia en tono fúnebre:

-Esa casa tiene mala sombra. Yo la visité cuando fuimos con el notario a precintarla y le puedo asegurar que la parte vieja del cementerio de Montjuic es más alegre. Ha estado vacía desde entonces. El lugar tiene malos recuerdos. Nadie la quiere.

-Sus recuerdos no pueden ser peores que los míos y, en cualquier caso, seguro que ayudarán a rebajar el precio que piden por ella.

-A veces hay precios que no se pueden pagar con dinero.

-¿Puedo verla?

Visité por primera vez la casa de la torre una mañana de marzo en compañía del administrador, su secretario y un interventor del banco que ostentaba el título de propiedad. Al parecer, la finca había pasado años atrapada en un espeso laberinto de disputas legales hasta revertir finalmente en la entidad de crédito que había avalado a su último propietario. Si Clavé no mentía, nadie había vuelto a entrar allí por lo menos en veinte años. Años después, al leer la crónica de unos exploradores británicos adentrándose en las tinieblas de un milenario sepulcro egipcio con laberintos y maldiciones incluidos, habría de rememorar aquella primera visita a la casa de la torre de la calle Flassaders. El secretario venía pertrechado de un farol de aceite porque en la casa nunca se había llegado a instalar la luz. El interventor traía un juego de quince llaves con el que liberar los incontables candados que aseguraban las cadenas. Al abrir el portal, la casa exhaló un aliento pútrido, a tumba y humedad. El interventor se echó a toser y el administrador, que había traído su mejor semblante de escepticismo y censura, se colocó un pañuelo en la boca.

-Usted primero -invitó.

El vestíbulo era una suerte de patio interior al uso de los antiguos palacios de la zona, con un empedrado de grandes losas y una escalinata de piedra que ascendía hasta la puerta principal de la vivienda. Una claraboya de vidrio completamente anegada de excrementos de palomas y gaviotas parpadeaba en lo alto.

-No hay ratas -anuncié al penetrar en el edificio.

-Alguien debía de tener buen gusto y sentido común -dijo el administrador a mi espalda.

Procedimos escaleras arriba hasta el rellano de entrada al piso principal, ¿donde el interventor del banco necesitó diez minutos pira encontrar la llave que encajase en la cerradura. El mecanismo cedió con un quejido que no sonaba a bienvenida. El portón se abrió para desvelar un infinito corredor sembrado de telarañas que ondulaban en la tiniebla.

-Madre de Dios -murmuró el administrador.

Nadie se atrevió a dar el primer paso, así que una vez más fui yo quien lidere la expedición. El secretario sostenía el farol en alto, observándolo todo con aire compungido. El administrador y el interventor se miraron de un modo indescifrable. Cuando vieron que los estaba observando, el banquero sonrió plácidamente.

-Se le quita el polvo y con cuatro apaños esto es un palacio -dijo.

-Palacio de Barbí Azul -comentó el administrador.

-Seamos positivos -enmendó el interventor-. La casa lleva desocupada cierto tiempo y eso siempre supone pequeños desperfectos.

Yo apenas les prestaba atención. Había soñado tantas veces con aquel lugar al pasar frente a sus puertas que apenas veía el aura fúnebre y oscura que lo poseía. Avancé por el corredor principal, explorando habitaciones y cámaras en las que muebles viejos yacían abandonados bajo una espesa capa de polvo. Sobre una mesa había todavía un mantel deshilachado, un servicio de mesa y una bandeja con frutas y flores petrificadas. Las copas y los cubiertos seguían allí, como si los habitantes de la casa se hubiesen levantado a media cena.

Los armarios estaban repletos de ropas raídas, prendas descoloridas y zapatos. Había cajones enteros repletos de fotografías, lentes, plumas y relojes. Retratos velados de polvo nos observaban desde las cómodas. Las camas estaban hechas y cubiertas de un velo blanco que relucía en la penumbra. Un gramófono monumental descansaba sobre una mesa de caoba. Había un disco colocado sobre el que la aguja se había deslizado hasta el final. Soplé la lámina de polvo que lo cubría y el título de la grabación emergió a la vista, el Lacrimosa de W. A. Mozart.

-La sinfónica en casa -dijo el interventor-. ¿Qué más se puede pedir? Va a estar usted aquí como un pacha.

El administrador le lanzó una mirada asesina, negando por lo bajo. Recorrimos el piso hasta la galería del fondo, donde un juego de café reposaba en la mesa y un libro abierto seguía esperando que alguien pasara página en una butaca.

-Parece que se hubieran ido de golpe, sin tiempo de llevarse nada-dije. El interventor carraspeó.

-¿Quizá el señor desee ver el estudio?

El estudio estaba situado en lo alto de una afilada torre, una peculiar estructura que tenía por alma una escalera de caracol a la que se accedía desde el corredor principal y en cuya fachada exterior podían leerse las huellas de tantas generaciones como recordaba la ciudad. La torre dibujaba una atalaya suspendida sobre los tejados del barrio de la Ribera y rematada por un estrecho cimborio de metal y cristal tintado que hacía las veces de linterna y del que asomaba una rosa de los vientos en forma de dragón. Ascendimos por la escalinata y accedimos a la sala, donde el interventor se apresuró a abrir los ventanales y dejar entrar el aire y la luz. La cámara describía un salón rectangular de techos altos y suelos de madera oscura. Desde sus cuatro grandes ventanales en arco abiertos por los cuatro costados podía contemplar la basílica de Santa María del Mar al sur, el gran mercado del Born al norte, la vieja estación de Francia al este y hacia el oeste el laberinto infinito de calles y avenidas atropellándose unas sobre otras en dirección al monte del Tibidabo.

-¿Qué me dice? Una maravilla -argumentó el banquero con entusiasmo. El administrador lo examinaba todo con reserva y disgusto. Su secretario mantenía el farol en alto, aunque ya no hacía falta alguna. Me aproximé a uno de los ventanales y me asomé al cielo, embelesado.

Barcelona entera aparecía a mis pies y quise creer que cuando abriese aquellas mis nuevas ventanas sus calles me susurrarían historias al anochecer y secretos al oído para que yo los atrapase sobre el papel y se los contase a quien quisiera escucharlos. Vidal tenía su exuberante y señorial torre de marfil en lo más serrano y elegante de Pedralbes, rodeada de montes, árboles y cielos de ensueño. Yo tendría mi siniestro torreón levantado sobre las calles más antiguas y tenebrosas de la ciudad, rodeado de los miasmas y tinieblas de aquella necrópolis que los poetas y los asesinos habían llamado la “Rosa de Fuego”. Lo que acabó de decidirme fue el escritorio que dominaba el centro del estudio. Sobre él, como una gran escultura de metal y luz, descansaba una impresionante máquina de escribir Underwood por la que ya hubiese pagado el precio del alquiler. Me senté en la butaca de mariscal que había frente a la mesa y acaricié las teclas de la máquina, sonriendo.

-Me la quedo -dije.

El interventor suspiró de alivio y el administrador, poniendo los ojos en blanco, se santiguó. Aquella misma tarde firmé un contrato de alquiler por diez años. Mientras los operarios de la compañía eléctrica instalaban el tendido de luz por la casa me dediqué a limpiar, ordenar y adecentar la vivienda con la ayuda de tres sirvientes que Vidal me envió en tropa sin preguntarme antes si quería asistencia o no. Pronto descubrí que el modus operando de aquel comando de expertos consistía en taladrar paredes a diestro y siniestro, y luego preguntar. A los tres días de su desembarco, la casa no tenía ni una sola bombilla en activo, pero cualquiera hubiera dicho que había una infestación de carcomas devoradoras de yeso y minerales nobles.

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