Carlos Zafón - El Juego del Ángel

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-Por de pronto suena más italiano que francés, aunque lo de Andreas parece griego...

-La editorial está en París. Editions de la Lumiére.

Sempere permaneció pensativo unos instantes, dudando.

-Me temo que no me resulta familiar. Le preguntaré a Barceló, que lo sabe todo, a ver qué me dice.

Gustavo Barceló era uno de los decanos del gremio de libreros de viejo de Barcelona, y su enciclopédico acervo era tan legendario como su temple vagamente abrasivo y pedante. En la profesión, el dicho aconsejaba que, ante la duda, había que preguntar a Barceló. En aquel instante se asomó el hijo de Sempere, que aunque era dos o tres años mayor que yo era tan tímido que a veces se hacía invisible, y le hizo una seña a su padre.

-Padre, vienen a recoger un pedido que creo tomó usted. El librero asintió y me tendió un tomo grueso y batallado a fondo.

-Aquí tiene el último catálogo de editores europeos. Si quiere vaya mirando a ver si encuentra algo y entretanto atiendo al cliente -sugirió. Me quedé a solas en la trastienda de la librería, buscando en vano Editions de la Lumiére mientras Sempere regresaba al mostrador. Hojeando el catálogo, le oí conversar con una voz femenina que me resultó familiar. Oí que mencionaban a Pedro Vidal e, intrigado, me asomé a curiosear.

Cristina Sagnier, hija del chofer y secretaria de mi mentor, repasaba una pila de libros que Sempere iba anotando en el libro de ventas. Al verme sonrió cortésmente, pero tuve la certeza de que no me reconocía. Sempere alzó la vista y al registrar mi mirada de bobo trazó una rápida radiografía de la situación.

-¿Ya se conocen ustedes, verdad? -dijo.

Cristina alzó las cejas, sorprendida, y me miró de nuevo, incapaz de ubicarme.

-David Martín. Amigo de don Pedro -ofrecí.

-Ah, claro -dijo-. Buenos días.

-¿Qué tal su padre? -improvisé.

-Bien, bien. Me espera en la esquina con el coche.

Sempere, que no dejaba pasar una, intervino:

-La señorita Sagnier ha venido a recoger unos libros que encargó Vidal. Como son un tanto pesados quizá pueda usted tener la bondad de ayudarla a llevarlos hasta el coche...

-No se preocupen... -protestó Cristina.

-Faltaría más -salté yo, presto a levantar la pila de libros que resultó pesar como la edición de lujo de la Enciclopedia Británica, anexos incluidos. Sentí que algo crujía en mi espalda y Cristina me miró, azorada.

-¿Está usted bien?

-No tema, señorita. Aquí el amigo Martín, aunque sea de letras, está hecho un toro dijo Sempere-. ¿Verdad que sí, Martín? Cristina me observaba poco convencida. Ofrecí mi sonrisa de macho invencible.

-Puro músculo -dije-. Esto es simple calentamiento.

Sempere hijo iba a ofrecerse a llevar la mitad de los libros, pero su padre, en un golpe de diplomacia, le retuvo por el brazo. Cristina me sostuvo la puerta y me aventuré a recorrer los quince o veinte metros que me separaban del Hispano-Suiza aparcado en la esquina con Portal del Ángel. Llegué a duras penas, con los brazos a punto de prender fuego. Manuel, el chófer, me ayudó a descargar los libros y me saludó efusivamente.

-Qué casualidad verle aquí, señor Martín.

-Pequeño mundo.

Cristina me ofreció una sonrisa leve como agradecimiento y subió al coche.

-Lamento lo de los libros.

-No es nada. Un poco de ejercicio levanta la moral -aduje, ignorando el nudo de cables que se me había formado en la espalda-. Recuerdos a don Pedro. Los vi partir hacia la plaza de Catalunya y cuando me volví avisté a Sempere a la puerta de la librería, que me miraba con una sonrisa gatuna y me hacía gestos para que me limpiase la baba. Me acerqué hasta él y no pude evitar reírme de mí mismo.

-Ahora ya conozco su secreto, Martín. Le hacía yo más templado en estas lides.

-Todo se oxida.

-A quién se lo va a contar. ¿Me puedo quedar el libro unos días? Asentí.

-Cuídemelo bien.

Volví a verla meses más tarde, en compañía de Pedro Vidal, en la mesa que siempre tenía reservada en la Maison Dorée. Vidal me invitó a unirme a ellos, pero me bastó cruzar una mirada con ella para saber que debía declinar el ofrecimiento.

-¿Cómo va la novela, don Pedro?

-Viento en popa.

-Me alegro. Buen provecho.

Nuestros encuentros eran fortuitos. A veces me tropezaba con ella en la librería de Sempere e Hijos, donde acudía a menudo a buscar libros para don Pedro. Sempere, si se terciaba, me dejaba a solas con ella, pero pronto Cristina descubrió el truco y enviaba a uno de los mozos desde Villa Helius a recoger los pedidos.

-Ya sé que no es asunto mío -decía Sempere-. Pero a lo mejor debería usted quitársela de la cabeza.

-No sé de qué me habla, señor Sempere.

-Martín, que nos conocemos de hace tiempo...

Los meses pasaban al trasluz sin que me diese ni cuenta. Vivía de noche, escribiendo desde el atardecer hasta el amanecer y durmiendo durante el día. Barrido y Escobillas no cesaban de congratularse por el éxito de La Ciudad de los Malditos, y cuando me veían al borde del colapso me aseguraban que tras un par de novelas más me concederían un año sabático, para que descansara o me dedicase a escribir una obra personal que publicarían a bombo y platillo con mi verdadero nombre en grandes letras mayúsculas en la portada. Siempre faltaban sólo un par de novelas más. Los pinchazos, dolores de cabeza y los mareos se iban haciendo más frecuentes y más intensos, pero yo los atribuía a la fatiga y los ahogaba con nuevas inyecciones de cafeína, cigarrillos y unas píldoras de codeína y Dios sabe qué que me proporcionaba de tapadillo un farmacéutico de la calle Argentería y que sabían a pólvora. Don Basilio, con quien comía jueves sí jueves no en una terraza de la Barceloneta, me instaba a que acudiese al médico. Yo siempre decía que sí, que tenía hora para aquella misma semana.

Aparte de mi antiguo jefe y de los Sempere, no disponía de demasiado tiempo para ver a mucha más gente que a Vidal, y cuando lo hacía era más porque él acudía a visitarme que por mi propio pie. No le gustaba la casa de la torre y siempre insistía en que saliésemos a dar un paseo hasta acabar en el bar Almirall en la calle Joaquim Costa, donde tenía cuenta y mantenía una tertulia literaria los viernes por la noche a la que no me invitaba porque sabía que todos los asistentes, poetastros frustrados y lameculos que le reían las gracias a la espera de una limosna, una recomendación para un editor o una palabra de elogio con la que tapar las heridas de la vanidad, me detestaban con una consistencia, vigor y empeño de la que carecían sus empresas artísticas, que el público trapacero se empeñaba en ignorar. Allí, a golpes de absenta y habanos caribeños, me hablaba de su novela, que nunca se acababa, de sus planes para retirarse de su vida de retirado y de sus amoríos y conquistas; cuanto mayor se hacía él, más jóvenes y nubiles eran ellas.

-No me preguntas por Cristina -decía, a veces, malicioso.

-¿Qué quiere que le pregunte?

-Si ella me pregunta por ti.

-¿Le pregunta ella por mí, don Pedro?

-No.

-Pues eso.

-La verdad es que el otro día te mencionó.

Le miré a los ojos para ver si me estaba tomando el pelo.

-¿Y qué dijo?

-No te va a gustar.

-Suéltelo.

-No lo dijo con estas palabras, pero me pareció entender que no entendía cómo te prostituías escribiendo seriales de medio pelo para ese par de ladrones, que estabas tirando por la borda tu talento y tu juventud.

Sentí como si Vidal me acabase de clavar un puñal helado en el estómago.

-¿Eso es lo que piensa?

Vidal se encogió de hombros.

-Pues por mí puede irse al infierno.

Trabajaba todos los días excepto los domingos, que dedicaba a callejear y que casi siempre acababa en alguna bodega del Paralelo donde no costaba encontrar compañía y afecto pasajero en los brazos de alguna alma solitaria y a la espera como la mía. Hasta la mañana siguiente, cuando despertaba a su lado y descubría en ellas a una extraña, no me daba cuenta de que todas se le parecían, en el color del pelo, en el modo de caminar, en un gesto o una mirada. Tarde o temprano, para ahogar aquel silencio cortante de las despedidas, aquellas damas de una noche me preguntaban cómo me ganaba la vida, y cuando me traicionaba la vanidad y les explicaba que era escritor me tomaban por mentiroso, porque nadie había oído hablar de David Martín, aunque algunas sí sabían quién era Ignatius B. Samson y conocían de oídas La Ciudad de los Malditos. Con el tiempo empecé a decir que trabajaba en el edificio de aduanas portuarias de las Atarazanas o que era un pasante en el despacho de abogados de Sayrach, Muntañer y Cruells.

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