Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS

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hecho daño. Me siento muy herido... Ahora temen insultarme, solamente me alaban. Cada

vez que me alaba un canalla es una nueva herida. Otro canal a me alaba, otra herida.

Pero ahora, todo eso queda atrás. Ellos todavía no saben... ¡Oye, Bánev! Qué mujer más

maravillosa tienes... Te lo ruego... Pídele que venga a mi estudio... ¡No, imbécil! ¡De

modelo! No entiendes nada, llevo buscando una modelo así diez años...

—Un cuadro alegórico —le explicó Víktor a Diana—: El Presidente y la nación

eternamente joven...

—Idiota —dijo, con tristeza, el doctor R. Kvadriga—. Siguen pensando que me vendo...

¡Es verdad, ocurrió una vez! Pero ya no hago retratos de presidentes... ¡Es un

autorretrato! ¿Entiendes?

—No —replicó Víktor—. No lo entiendo. ¿Quieres hacer tu autorretrato, tomando a

Diana como modelo?

—Idiota. Será el rostro del artista...

—Mi trasero —explicó Diana a Víktor.

—¡El rostro del artista! —repitió R. Kvadriga—. Tú también eres un artista... Y todos los

que están presos sin derecho a correspondencia... y todos los que están muertos sin

derecho a correspondencia... y todos los que viven en mi edificio... quiero decir, los que

no viven... ¿Sabes?, Bánev, tengo miedo. Te lo pedí: ven a vivir a mi casa aunque sea por

poco tiempo. Tengo una villa, una fuente... Pero el jardinero huyó. Cobarde. Yo mismo no

puedo vivir al í, es mejor en el hotel... ¿Crees que bebo porque me he vendido? Tonterías,

eso sólo ocurre en las novelas de moda. Si vives un tiempo en mi casa lo entenderás.

Quizá hasta puedas reconocerlos. Quizá no sean conocidos míos, sino tuyos. Entonces,

quizá yo podría entender por qué no me reconocen... Andan descalzos, se ríen... —De

repente, sus ojos se l enaron de lágrimas—. ¡Señores, qué suerte que ese Pavor no está

ahora con nosotros! A su salud.

—Salud —dijo Víktor, intercambiando una mirada con Diana que, a su vez, miró a R.

Kvadriga con alarma y asco—. Aquí nadie quiere a Pavor. Sólo yo, porque soy un

monstruo.

—Agua clara —pronunció R. Kvadriga—. Y una rana saltarina. Charlatán. Siempre está

cal ado.

—Ya está totalmente borracho —le explicó Víktor a Diana—. No hay nada que temer.

63

A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

—¡Señores! —dijo el doctor R. Kvadriga—. ¡Señorita! ¡Considero mi deber

presentarme! Rem Kvadriga, doctor honoris causa.

Víktor llegó al gimnasio media hora antes de lo convenido, pero Bol-Kunats ya lo

esperaba. A propósito, era un chico con mucho tacto. Le informó de que el encuentro

tendría lugar en la sala de actos, y al momento se marchó, alegando asuntos urgentes.

Víktor quedó solo y se dedicó a caminar por los pasillos, metiendo la cabeza en las aulas

vacías, respirando los aromas olvidados de la tinta, la tiza, el polvo que nunca se

asentaba, el olor de las peleas a primera sangre, de los agotadores interrogatorios de pie

ante la pizarra, los olores de la cárcel, de la ausencia de derechos, de la mentira...

elevados a principios. Todo el tiempo tenía la esperanza de despertar en su memoria

dulces recuerdos de la niñez y la adolescencia: la caballerosidad, la camaradería, el

primer amor puro; pero no lograba nada por mucho que se esforzara, por mucho que

estuviera preparado para enternecerse a la primera oportunidad. Aquí todo seguía como

antes: las aulas claras, silenciosas; los pupitres, con iniciales talladas y entintadas, e

inscripciones apócrifas sobre la esposa y la mano derecha; y las paredes cuartelarias,

pintadas hasta media altura de un alegre color verde, y el revoque, roto en los ángulos;

todo seguía siendo como antes, odioso, asqueroso, alimentando la rabia y la ignorancia.

Tardó un rato, pero encontró su aula; encontró su puesto, junto a la ventana, aunque el

pupitre era diferente, lo único que seguía igual era el emblema de la Legión de la Libertad,

tallado profundamente en el antepecho de la ventana, y recordó vivamente el embriagador

entusiasmo de aquellos tiempos, los brazaletes blancos y rojos, las huchas de lata para el

fondo de la Legión, las peleas con los rojos, feroces y sangrientas, y los retratos en todos

los diarios, en todos los libros de texto, en todas las paredes, aquel rostro que entonces

parecía importante, maravilloso, y que en este momento era marchito, brutal, parecido al

hocico de un jabalí, con su enorme boca babeante de grandes colmillos. Eran tan jóvenes,

tan grises, tan idénticos... Y tontos, y uno no se alegra de reconocer esta tontería, por

saber que es ahora más inteligente, sólo siente una vergüenza ardiente por lo que era

entonces, un polluelo gris, diligente, que imaginaba ser bril ante, insustituible y muy

especial... Hubo otros penosos recuerdos infantiles, el agobiante miedo frente a la chica

de la que tanto te habías jactado y ante la cual no podías retroceder; y al otro día, la ira

aplastante del padre, las orejas ardientes de vergüenza. A todo eso se le daba el nombre

de «época feliz»: un tiempo gris, salpicado de entusiasmo y concupiscencia...

«Mal andan las cosas —pensó—. ¿Y si de repente, dentro de quince años, me doy

cuenta de que ahora soy tan gris y carente de libertad como entonces, o peor todavía, me

doy cuenta de que me considero adulto, conocedor de muchas cosas, con la suficiente

experiencia para estar satisfecho conmigo mismo y para juzgar a los demás?»

Humildad, sólo una humildad que llegue a la autonegación... y sólo la verdad, nunca

mientas, al menos nunca te mientas a ti mismo, aunque eso es terrible, autonegarte

cuando en torno a ti hay tantos idiotas, pervertidos, mentirosos rapaces, cuando hasta los

mejores están l enos de manchas, como si tuvieran lepra... ¿Quieres volver a ser

adolescente? No. ¿Y quieres vivir otros quince años? Sí. Porque vivir es bueno. Hasta

cuando te golpean. Lo único que necesitas es la oportunidad de devolver el golpe... Basta,

es suficiente. Detengámonos en el hecho de que la vida actual es una forma de existencia

que permite devolver los golpes. Y ahora, vamos a ver cómo son...

En el salón había una multitud de estudiantes y reinaba el escándalo acostumbrado,

que cesó cuando Bol-Kunats llevó a Víktor al estrado y lo sentó bajo el enorme retrato del

Presidente (regalo del doctor R. Kvadriga) tras una mesa, cubierta con un mantel

rojiblanco. Después, Bol-Kunats avanzó hasta el borde del estrado.

64

A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

—Hoy va a conversar con nosotros el famoso escritor Víktor Bánev, nacido en nuestra

ciudad —dijo, y se volvió hacia Víktor—: ¿Qué prefiere, señor Bánev, que formulen las

preguntas en voz alta o por escrito?

—Me da igual —respondió Víktor sin pensar—. Sólo quiero que haya muchas

preguntas.

—Entonces, le doy la palabra.

Bol-Kunats saltó del estrado y se sentó en primera fila. Víktor se rascó una ceja

mientras recorría el salón con la vista. Había unas cincuenta personas, chicas y chicos,

con edades entre diez y catorce años, que lo miraban con serena expectación. Le pasó

por la mente la idea de que todos fueran niños prodigio. En la segunda fila, a la derecha,

vio a Irma y le dedicó una sonrisa. Ella le respondió con otra.

—Yo estudié en este mismo gimnasio —comenzó Víktor—, y una vez, en este mismo

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