Arkadi Strugatsky & Boris Strugatsky
Ciudad condenada
—¿Cómo va la vida, truchas?
—Bastante bien, gracias muchas.
V. Kataev
Conozco tu conducta, tus fatigas y tu paciencia; y que no puedes soportar a los malvados y que pusiste a prueba a los que se llaman apóstoles sin serlo y descubriste su engaño…
Apocalipsis
ePub r1.0
SoporAeternus 05.06.15
Título original: Град обреченный
Arkadi Strugatsky & Boris Strugatsky, 1988
Diseño de cubierta: SoporAeternus
Editor digital: SoporAeternus
ePub base r1.2
Los bidones estaban herrumbrosos y abollados, con las tapas fuera de su lugar. De ellos sobresalían jirones de periódicos y mondas de patatas. Se asemejaban a la boca de un pelícano desaliñado, capaz de devorar cualquier cosa. Por su aspecto parecían pesar muchísimo, pero en realidad, con la ayuda de Van, no costaba nada levantar de un tirón uno de los bidones hasta los brazos extendidos de Donald y colocarlo sobre el borde de la plataforma del camión. Solo había que tener cuidado de no pillarse los dedos. A continuación, uno podía arreglarse las mangas y respirar un poco por la nariz mientras Donald balanceaba el bidón y lo hacía rodar para acomodarlo en el camión.
Por las puertas abiertas de par en par entraba un húmedo frío nocturno, bajo el arco de la entrada del patio se balanceaba una bombilla desnuda, amarillenta, que colgaba de un cable mugriento. A la luz de la bombilla, el rostro de Van parecía el de una persona enferma de ictericia, mientras que el sombrero lejano de ala ancha no permitía ver la cara de Donald. Las paredes, grises y desconchadas, estaban surcadas por grietas horizontales. Bajo los arcos colgaban jirones oscuros de telarañas polvorientas. Había algunos dibujos de mujeres en poses provocativas, de tamaño natural, y junto a la entrada a la caseta del conserje se amontonaban en desorden botellas y latas vacías que Van recogía, clasificaba después con minuciosidad y llevaba a reciclar.
Cuando solo quedaba el último bidón, Van cogió un recogedor y una escoba, y se dedicó a recoger la basura que quedaba sobre el asfalto.
—No trabaje tanto, Van —dijo Donald, molesto—. Siempre se esmera demasiado. De todos modos, no va a estar más limpio.
—El conserje tiene la obligación de barrer —apuntó Andrei en tono preceptivo, mientras hacía rotar la mano derecha, prestando atención al movimiento: le parecía que se había distendido levemente un tendón.
—En cualquier caso, seguirán tirando basura —dijo Donald con rencor—. Tan pronto nos demos la vuelta, tirarán más de la que había antes.
Van echó la basura en el último bidón, la apisonó con el recogedor y cerró la tapa de un tirón.
—Listo —dijo, echando una mirada a la entrada del patio que ya estaba limpia. Miró a Andrei y sonrió. Después, volvió el rostro hacia Donald y masculló—: Yo solo quería recordarles…
—¡Vamos, vamos! —gritó Donald con impaciencia.
Uno-dos. De un tirón, Andrei y Van levantaron el bidón. Tres-cuatro. Donald lo agarró con dificultad, soltó un gemido y no pudo retenerlo. El bidón se balanceó y cayó de costado sobre el asfalto. Su contenido se esparció hasta diez metros de distancia, como disparado por un cañón, y el bidón echó a rodar estruendosamente por el patio. El eco subió en espiral hacia el cielo negro, retumbando en las paredes.
—Mecachis en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —dijo Andrei, que a duras penas había logrado apartarse de un salto—. ¡Tienen mantequilla en las manos!
—Yo solo quería recordarles —masculló Van con aire sumiso— que ese bidón tiene el asa rota.
Tomó la escoba y el recogedor y se puso a trabajar. Donald, por su parte, se agachó al borde de la plataforma del camión y dejó caer los brazos entre sus rodillas.
—Maldición —masculló sordamente—. Maldita porquería.
Le pasaba algo raro en los últimos días, y sobre todo esa noche. Por eso Andrei no se puso a decirle qué pensaba de los catedráticos y de su talento para ocuparse de tareas concretas. Fue a buscar el bidón y cuando regresó junto al camión se quitó los guantes de trabajo y sacó el tabaco. El hedor del bidón vacío era insoportable, por lo que se apresuró a encender un cigarrillo y solo después convidó a Donald, que lo rechazó en silencio con un movimiento de la cabeza. Había que entender su estado de ánimo, Andrei tiró la cerilla apagada al bidón.
—En una ciudad vivían dos trabajadores de saneamiento, padre e hijo —comenzó a contar—. Allí no tenían alcantarillado, solo fosas con eso mismo. Y ellos sacaban eso mismo con cubos y lo echaban en su bidón. El padre, que era el obrero con más experiencia, bajaba a la fosa y le pasaba el cubo al hijo, que estaba arriba. En una ocasión, el hijo no pudo retener el cubo y le cayó encima al padre. El padre se limpió, miró al hijo desde abajo y le dijo, con amargura: «¡Eres un espantapájaros, un ratón de la tundra! Nunca aprenderás nada útil. Te pasarás la vida asomado allá arriba».
Esperaba de Donald aunque fuera una sonrisa. Por lo general, era una persona alegre y comunicativa, nunca estaba abatido. En él había algo del estudiante que había marchado al frente de batalla. Sin embargo, en ese momento Donald se limitó a toser.
—No es posible vaciar todas las fosas —apuntó, con voz sorda.
Pero Van, que se afanaba junto al bidón, reaccionó de manera extraña.
—¿Y cuánto vale eso aquí? —preguntó de repente, con súbito interés.
—¿El qué? —Andrei no comprendió.
—Los excrementos. ¿Son caros?
—Cómo decirte… —Andrei, inseguro, soltó una carcajada—. Depende de quién sea…
—¿Acaso aquí se diferencian? —se asombró Van—. En mi país son iguales. ¿Y cuáles son aquí los más caros?
—Los de catedrático —dijo Andrei al momento: no había podido contenerse.
—¡Ah! —Van vació una vez más el recogedor en el bidón y asintió con la cabeza—: Está claro. Pero en las zonas rurales de mi país no había catedráticos, y por eso el precio era el mismo: cinco yuanes por cubo. Eso, en Sichuán. Pero en Tziansi, por ejemplo, los precios subían hasta siete yuanes, ocho incluso.
Finalmente, Andrei lo entendió. De repente, sintió ganas de preguntar si era verdad que un chino, cuando lo invitaban a comer en una casa, debía dejar sus excrementos en el huerto del anfitrión, pero le resultaba incómodo preguntar aquello.
—No sé cómo funciona eso allí ahora —prosiguió Van—. En los últimos tiempos yo no vivía ya en la aldea… ¿Y por qué aquí son más caros los de catedrático?
—Estaba bromeando —explicó Andrei, con aire culpable—. Aquí no se venden los excrementos.
—Se venden —intervino Donald—, Andrei, usted ni siquiera sabe eso.
—Pero usted sí está bien enterado —replicó este, molesto.
Un mes atrás se habría enzarzado en una feroz disputa con Donald. Lo irritaba muchísimo el hecho de que el americano contaba a veces cosas sobre Rusia de las que él, Andrei, no tenía la menor noticia. En aquellos momentos estaba convencido de que Donald simplemente contaba embustes o repetía las charlatanerías difamatorias de los diarios de Hearst. «¡Váyase al infierno con esa porquería que publica Hearst!», decía, para concluir. Pero después apareció Izya Katzman, aquel aborto de la naturaleza, y Andrei dejó de discutir. Se limitaba a molestarse. Cómo demonios sabrían todas aquellas cosas. Y explicaba su impotencia por haber llegado aquí desde el año 1951, mientras que los otros dos provenían de 1967.
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