Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS

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un leproso con todos sus atributos: negro, empapado, con una venda en la cara.

—Hola —le dijo a Diana—. ¿Gólem no ha vuelto?

A Víktor le asombró el cambio que había tenido lugar en el rostro de Diana. Como en

un cuadro antiguo. No, un cuadro no, un icono. La extraña inmovilidad de los rasgos. Y

uno se pregunta si eso era lo que quería el pintor o si fue por incapacidad del artesano.

Ella no respondía. Cal aba, y el leproso también la miraba sin decir nada, y en aquel

silencio no había nada incómodo: el os estaban juntos, mientras Víktor y todos los demás

estaban en otra parte. A Víktor no le gustó aquello.

—Seguramente Gólem vendrá ahora —dijo él, en voz alta.

—Sí —dijo Diana—. Siéntese, espérelo.

La voz de el a era la de siempre y le sonreía al leproso con una expresión de

indiferencia. Todo era como siempre, Víktor estaba con Diana, mientras el leproso y todos

los demás estaban en otra parte.

—¡Por favor! —dijo Víktor con alegría, indicando el butacón del doctor R. Kvadriga.

El leproso se sentó y puso sobre sus rodillas las manos, enfundadas en guantes

negros. Víktor le sirvió coñac. El leproso, con un gesto descuidado y habitual, tomó la

copa, la sacudió, como si la estuviera sopesando, y la volvió a poner sobre la mesa.

—Espero que no lo haya olvidado —le dijo a Diana.

—Claro. Por supuesto, ahora se lo traigo. Víktor, dame la l ave de la habitación; vuelvo

enseguida.

Tomó la l ave y se dirigió con rapidez a la salida. Víktor encendió un cigarrillo. «¿Qué te

está pasando, amigo? —se dijo—. Últimamente tienes demasiadas visiones. Te has

vuelto sensible, demasiado... celoso. Y no vale la pena. Eso no tiene la menor relación

contigo: todos esos antiguos maridos, todos esos conocidos extraños... Diana es Diana, y

tú eres tú. ¿Que Roscheper es impotente? Pues es impotente. A ti, eso no te importa.»

Sabía que todo aquello no era tan sencillo, que ya había recibido una dosis de veneno,

pero se dijo: «ya basta», y ese día, en ese momento al menos, logró convencerse a sí

mismo de que, verdaderamente, ya bastaba.

El leproso seguía sentado frente a él, inmóvil y terrible como un espantapájaros. Olía a

humedad y a medicamentos. ¿Se me hubiera ocurrido pensar que alguna vez estaría

sentado a la misma mesa con un mohoso en un restaurante? El progreso, chicos, avanza

poco a poco. O será que nos hemos vuelto omnívoros: ¿acaso nos hemos convencido

finalmente de que todos los hombres son hermanos? La humanidad, amigo mío, estoy

orgulloso de ti... Y usted, caballero, ¿le entregaría su hija a un mohoso?

—Mi apel ido es Bánev. —Víktor se presentó y decidió preguntar—: ¿Cómo está de

salud vuestro... lesionado? Me refiero al que cayó en el cepo.

59

A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

El leproso volvió rápidamente la cabeza hacia él. «Mira como desde una aspillera»,

pensó Víktor.

—Bien —respondió el leproso con sequedad.

—En su lugar, yo hubiera hecho una denuncia en la policía.

—No tiene sentido.

—¿Por qué? —insistió Víktor—. No está obligado a dirigirse a la comisaría local, puede

ir a la regional...

—No tenemos necesidad de ello.

—Cada crimen impune genera un nuevo crimen —dijo Víktor encogiéndose de

hombros.

—Sí. Pero eso no nos interesa.

Los dos callaron.

—Me l amo Zurzmansor —dijo el leproso al rato.

—Un apellido famoso —repuso Víktor con cortesía—. ¿No es usted pariente del

sociólogo Pável Zurzmansor?

—Ni siquiera su tocayo —replicó el leproso entrecerrando los ojos—. Bánev, me han

dicho que mañana va a hablar en el gimnasio...

Víktor no tuvo tiempo de responder. A sus espaldas alguien arrastró un butacón.

—¡Tú, asqueroso, lárgate de aquí! —se oyó una joven voz de barítono.

Víktor se volvió. Encima de él estaba la mole de Flamin Yuventa, o como quiera que se

llamara, en una palabra, el sobrino. Víktor lo había visto durante un instante, pero ya

sentía una irritación tremenda.

—¿Con quién está hablando, joven? —preguntó.

—Con su amigo —respondió gentilmente Flamin Yuventa, y de nuevo rugió—: ¡Es

contigo, pellejo sarnoso!

—Un momento —dijo Víktor, y se levantó.

Flamin Yuventa lo miraba desde su altura con una sonrisa burlona. Un joven Goliat con

chaqueta deportiva, l ena de insignias de todo tipo, nuestro Sturmführer7 nacional del

modelo más corriente, fiel puntal de la nación con una porra de goma en el bolsillo

trasero, flagelo de la izquierda, la derecha y el centro. Víktor extendió la mano hacia la

corbata del jovenzuelo, con aire preocupado y curioso.

—¿Qué es esto que tiene aquí? —preguntó.

Y cuando el joven Goliat bajó maquinalmente la cabeza para ver de qué se trataba,

Víktor le agarró con fuerza la nariz entre el índice y el pulgar.

—¡Eh! —gritó asombrado el joven Goliat e intentó liberarse, pero Víktor no lo soltó y

estuvo un rato dedicado a retorcer aquella nariz descarada, con un gélido placer y un

profundo celo.

—Pórtate bien —dijo—, cachorro de hiena, sobrinito, esbirro asqueroso, hijo de perra,

saco de mierda... —La posición era excepcionalmente cómoda: el joven Goliat se resistía

desesperadamente, pero entre el os estaba el butacón; sacudía el aire con sus puños,

pero los brazos de Víktor eran más largos y podía seguir retorciendo, tironeando,

arrancando y empujando hasta que una botella voló por encima de su cabeza. Entonces

miró atrás: la banda completa, unos cinco, dos de los cuales eran muy corpulentos,

avanzaba hacia él apartando mesas y tirando asientos. Durante un segundo todo quedó

7 Grado de oficial de las SS nazis. (N. del T.)

60

A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

congelado, como en una foto: Zurzmansor, de negro, reclinado tranquilamente en el

butacón; Teddy, en el aire mientras saltaba por encima del mostrador; Diana, con un

envoltorio blanco en las manos, en el centro del salón; y en un plano posterior, junto a la

puerta, el rostro enfurecido y bigotudo del portero; muy cerca de él, aquellas jetas

rabiosas, de bocas abiertas. Al instante la foto terminó y comenzó el cine.

Víktor logró golpear al primer gorila en la mejilla y lo tiró al suelo, dejándolo fuera de

combate durante cierto tiempo. Pero otro de los gorilas logró golpear a Víktor en la oreja.

Alguien le pegó con el canto de la mano en el mentón; el golpe iba dirigido claramente a la

garganta, pero había fallado. Otro más (¿Sería Goliat, que se había liberado?) le saltó a la

espalda. Todo aquello no era más que gamberrismo callejero, puro y duro, de aquellos

puntales de la nación. Sólo uno de ellos sabía boxear, los demás no tenían verdaderos

deseos de pelea, lo que querían era destrozar: sacar un ojo, rasgar una boca, patear un

bajo vientre. Si Víktor hubiera estado solo, lo habrían dejado inválido, pero Teddy l egó en

su ayuda por la retaguardia. Teddy seguía invariablemente un principio, la regla de oro de

todos los encargados de cantinas: terminar toda pelea tan pronto empezaba; por el flanco

apareció Diana, Diana Enfurecida, transformada por el odio, muy distinta a la de siempre,

sin el envoltorio blanco y con una enorme botella forrada de paja en la mano; también

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