Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS

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mejores. Yo me largo.

Eché a andar hacia la salida y él se puso a caminar a mi lado, agarrando mi brazo,

apretándome el hombro, dándome las gracias y disculpándose todo el tiempo, mientras

no dejaba de mirarme a los ojos, pero en el rel ano de la escalera, junto al teléfono de

pago, ocurrió algo inaudito. De repente, Kostia cortó sus incoherencias y me agarró por el

pecho del jersey.

—No te olvides, Sorokin —siseó salpicándome con su saliva—. No ha ocurrido nada,

¿entiendes?

Fue tan inesperado, tan terrible, que sentí por un momento un ataque de pánico, como

en el momento en que huía de aquel vampiro, de Iván Davídovich Martinsón.

—Espera, ¿qué me estás diciendo? —mascullé, tratando de liberarme de sus manos,

que de repente se habían vuelto duras, como osificadas—. Vete al demonio, ¿te has

vuelto loco o qué? —grité, levantando la voz, mientras apartaba de mí aquel a araña

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A

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pálida; lo mantuve a distancia a duras penas y le grité—: ¡Vuelve en ti, espantapájaros!

¿Qué locura te traes ahora?

Yo era mucho más fuerte que él y me daba cuenta de que podía retenerlo allí, y si

ocurría algo, podía inmovilizarlo, de manera que el primer ataque de pánico cedió,

dejando paso a un temor mezclado con asco, que no se debía a ningún miedo por mi

pellejo, sino a la repulsión de lo incómodo, al temor de estar en una situación absurda. No

quiera Dios que nadie vea cómo nos empujábamos, resoplándonos mutuamente en la

cara.

Kostia siguió salpicando saliva y estremeciéndose unos segundos, mientras repetía:

«No ha ocurrido nada, ¿entiendes? ¡Nada!...». De repente, su cuerpo se aflojó y se puso

a explicarme, entre sol ozos, que se había metido en un lío, que aquel instituto era

secreto, que ni él ni yo debíamos conocer su existencia, que era algo fuera de nuestra

incumbencia, que eso podía traernos grandes problemas, que ya se lo habían advertido, y

que si yo, en alguna parte, hacía la menor insinuación sobre lo ocurrido, entonces...

Lo solté. Con la cara torcida, se puso a frotarse las muñecas enrojecidas, mientras

continuaba repitiendo lo mismo entre lágrimas, y quedaba claro que estaba totalmente

desmoralizado, que seguía mintiendo, desde la primera hasta la última palabra. De nuevo,

yo no comprendía por qué mentía y qué había ocurrido en realidad. Sólo comprendía que

algo inconveniente había ocurrido: allí, junto al ascensor, presa del terror de la muerte,

Kostia me había comunicado algo que yo no debía saber... Aunque, ¿de qué manera

podía enterarse de algo secreto aquel Kudínov, pobre creador de ripios, especialista en

cuartetas laudatorias y aniversarios notables? ¿Será que aquel temible Martinsón

preparaba narcóticos en su cueva tras los esqueletos y Kostia los vendía en secreto?

Ahora sólo sentía asco hacia él y un profundo deseo de alejarme lo más posible.

—Está bien —dije, lo más sereno que pude—. Tranquilízate. No tengo que ver en

absoluto con eso, piénsalo tú mismo... Si no ha ocurrido nada, no ha ocurrido nada. ¿Te

lo he discutido acaso?

Comenzó a explicarme las cosas por tercera vez, pero lo eché a un lado sin la menor

lástima y bajé las escaleras lo más rápido posible. Me temblaban las piernas, la rodil a

derecha comenzó a dolerme y sentía deseos constantes de escupir. Y ni siquiera me volví

cuando llegó a mí un grito desde arriba.

—¡Piensa en ti, Sorokin! ¡Te lo digo en serio!

Dejando a un lado el tono, era un consejo totalmente válido. Vaya, si aquel cerdo de

Lionia Jerbo no me hubiera telefoneado, nada de esto habría ocurrido... Sí, el que mueve

los hilos de mi destino había trabajado hoy con esmero, ni qué decir... ¡Bien, chicos, a

casa, al hogar, a mi coñac, de vuelta a la Carpeta Azul!

En el guardarropa, mientras cerraba la cremallera de mi parka, descubrí algo conocido

en la profundidad del espejo. Directamente detrás de mí, se encontraba sentado un abrigo

negro de cuadros grises. Me di vuelta y, sin dejar de abrocharme, lo miré atentamente.

Era el mismo hombre del metro: la barba roja, las gafas de armadura metálica y el abrigo

reversible a cuadros. Estaba allí solo, sentado en un banco blanco y largo, en el vestíbulo

del hospital de Biriuliovo, ahora casi totalmente desierto, y leía un libro.

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CUATRO

Bánev. Los niños prodigio.

—Hace tiempo que no lo veo en la ciudad —dijo Pavor con la voz tomada.

—No tanto —replicó Bánev—. Apenas dos días.

—¿Puedo sentarme con ustedes, o quieren estar solos? —preguntó Pavor.

—Siéntese —dijo Diana con cortesía.

—¡Camarero, un coñac doble! —gritó Pavor después de sentarse frente a ella. Se

hacía de noche y el portero bajaba las cortinas de las ventanas. Víktor encendió la

lámpara de la mesa—. Es usted asombrosa —Pavor se dirigió a Diana—. Vivir en este

clima y conservar ese maravilloso color en el rostro... —Estornudó—. Perdón. Estas

lluvias están acabando conmigo... ¿Cómo va el trabajo? —le preguntó a Víktor.

—Mal. No puedo trabajar cuando está nublado, quiero beber constantemente.

—¿Qué escándalo fue ese que le armó al jefe de policía? —preguntó Pavor.

—Ah, una tontería. Buscaba justicia.

—¿Qué ocurrió?

—El cerdo del burgomaestre andaba cazando mohosos con trampas para osos. Uno

cayó y se lesionó la pierna. Cogí la trampa, fui a la policía y exigí una investigación.

—¿Y qué más?

—En esta ciudad hay leyes extrañas. Como la víctima no denunció nada, se considera

que no hubo delito sino sólo un accidente, del que solamente la víctima tiene la culpa. Le

dije al jefe de policía que tomaba nota de aquello, y él me dijo que lo estaba amenazando,

y ahí terminó la conversación.

—¿Y dónde ocurrió todo eso?

—Cerca del sanatorio.

—¿Cerca del sanatorio? ¿Qué andaba buscando el mohoso cerca del sanatorio?

—Creo que eso no le incumbe a nadie —intervino Diana con brusquedad.

—Por supuesto —Pavor asintió—. Simplemente, me sorprendió... —Frunció el ceño,

cerró los ojos y estornudó ruidosamente—. Diablos. Pido perdón.

Metió la mano en el bolsil o y sacó de al í un gran pañuelo. Algo cayó al piso con un

golpe seco. Víktor se inclinó. Era un puño americano. Víktor lo recogió y se lo tendió a

Pavor.

—¿Para qué l eva eso? —preguntó.

Pavor, con el rostro cubierto a medias por el pañuelo, miró el puño americano con ojos

enrojecidos.

—Por su culpa —dijo, a media voz, y se sonó la nariz—. Fue usted quien me asustó

con sus relatos... Además, dicen que por aquí actúa una banda local. No sé si son

bandidos o gamberros. Y a mí no me gusta que me peguen.

—¿Le pegan con frecuencia? —inquirió Diana.

Víktor la miró. Ella se había acomodado en el butacón, con las piernas cruzadas, y

fumaba con los ojos entrecerrados.

«Pobre Pavor —pensó Víktor—. Ahora te darán tu merecido...» Extendió la mano y

cubrió las rodillas de Diana con la falda.

56

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