Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS

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—¿A mí? —repuso Pavor—. ¿Tengo el aspecto de alguien a quien le pegan con

frecuencia? Eso habría que arreglarlo. ¡Camarero, otro coñac doble!... Pues, un día

después, fui a un taller de mecánica y allí me hicieron esto en dos segundos. —Miró el

puño americano con aire satisfecho—. Es bueno, hasta a Gólem le gustó.

—¿No le permitieron entrar finalmente a la leprosería? —preguntó Víktor.

—No. No me dejaron entrar, y seguramente no lo harán. Estoy convencido de ello. He

enviado quejas a tres departamentos y ahora estoy escribiendo un informe. El precio de

los calzones que la leprosería ha recibido este año. En dos categorías, para hombre y

para mujer. Es muy divertido.

—Informe de que no tienen suficientes medicamentos —aconsejó Víktor.

Pavor, asombrado, levantó las cejas.

—Deje de escribir, mejor tómese un vaso de vino caliente y métase en la cama —dijo

Diana, sin convicción.

—Lo he pescado al vuelo —dijo Pavor, suspirando—. Entonces, me marcho... ¿Sabe

cuál es mi habitación? —le preguntó a Víktor—. Podría pasar alguna vez a visitarme.

—La doscientos veintitrés. Pasaré sin falta.

—Hasta la vista —se despidió Pavor—. Que pasen una buena velada.

Lo miraron acercarse al mostrador, coger una botel a de vino tinto y dirigirse a la salida.

—Tienes una lengua muy larga —dijo Diana.

—Sí. Es verdad. Compréndelo, no sé por qué me cae bien.

—Pero a mí, no.

—Y al doctor R. Kvadriga tampoco. Quisiera saber por qué.

—Tiene jeta de canalla. La bestia rubia. Conozco bien a ésos. Hombres auténticos. Sin

honor, sin conciencia, señores de los tontos.

—Vaya —se asombró Víktor—, y yo pensaba que esos hombres deberían gustarte.

—Ahora no hay hombres —replicó Diana—. Ahora sólo hay fascistas o mujerzuelas.

—¿Y yo? —preguntó Víktor con interés.

—¿Tú? Te gustan demasiado los pulpos marinados. Y al mismo tiempo, la justicia.

—Correcto, yo opino que eso está bien.

—No está mal. Pero si tuvieras que escoger, optarías por los pulpos, eso es lo que está

mal. Tienes suerte de tener talento.

—¿Por qué estás hoy tan rabiosa?

—En general, soy así. Tú tienes talento, yo tengo rabia. Si te quitan el talento y a mí la

rabia, queda solamente una pareja de ceros que copulan.

—Pero no todos los ceros son iguales —precisó Víktor—. De ti saldría un precioso

cero, esbelto, con un cuerpo maravilloso. Además, si te quitan la rabia, serías bondadosa,

cosa que en general no es mala...

—Si me quitan la rabia, me convierto en una medusa. Para que me vuelva bondadosa,

hay que sustituir la rabia por la bondad.

—Qué divertido. Por lo general, a las mujeres no les gusta razonar. Pero cuando se

ponen a ello, son asombrosamente categóricas. Tú misma, ¿de dónde has sacado que

solamente tienes rabia y ninguna bondad? Eso nunca es así. También hay bondad en ti,

pero no se percibe a causa de la rabia. En cada persona hay un poquito de todo, y la vida

hace que sólo una cosa salga a la superficie...

Un grupo de jóvenes entró al salón, que enseguida se l enó de ruido. Se comportaban

con soltura: se metieron con el camarero, lo mandaron a buscar cerveza, el os mismos se

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A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

acomodaron en una mesa, en el rincón más alejado, y se pusieron a conversar en voz

alta, a reírse a todo pulmón. Un fortachón grandote, de mejil as sonrosadas, chasqueaba

los dedos mientras se dirigía, bailando, al mostrador. Teddy le sirvió algo, el tipo tomó la

copa con dos dedos, levantando el meñique, se volvió de espaldas al mostrador, se apoyó

en él con los codos, cruzó las piernas y, con aire de vencedor, examinó el salón casi

vacío.

—¡Hola, Diana! ¿Cómo va la vida? —gritó.

Diana le sonrió con indiferencia.

—¿Quién es ese personaje? —preguntó Víktor.

—Un tal Flamin Yuventa. Sobrino del jefe de policía.

—Lo he visto antes en alguna parte.

—Al diablo con él —repuso Diana con impaciencia—. Todas las personas son medusas

y no hay ninguna mezcla dentro de ellas. De vez en cuando aparecen personas

auténticas, que tienen algo suyo: bondad, talento, rabia... quítales eso y no quedará nada,

se convertirán en medusas, como todos. Creo que has imaginado que me gustas por tu

pasión hacia el pulpo y la justicia, ¿no? ¡Tonterías! Tienes talento, has escrito libros, eres

famoso, pero por lo restante, eres igual de remolón que los demás.

—Eso que estás diciendo es tan incorrecto que ni siquiera me ofendo. Pero continúa,

cuando hablas tu rostro cambia de una manera impresionante. —Encendió un cigarrillo y

le tendió otro—. Continúa.

—Medusas —dijo el a, con amargura—. Medusas tontas, babosas. Se agitan, se

arrastran, no saben qué quieren, no son capaces de hacer nada, no aman nada

verdaderamente... como gusanos en una letrina.

—Eso es una grosería. Una imagen epatante, pero nada apetitosa. Diana, querida mía,

no eres una pensadora. El siglo pasado, y en provincias, quién sabe cómo hubiera

sonado eso... al menos la sociedad hubiera recibido una dulce sacudida, y tendrías una

multitud de jóvenes pálidos, de ojos ardientes, arrastrándose detrás de ti. Pero hoy todo

eso es obvio. Hoy, todos saben qué es el ser humano. La pregunta es: qué hacer con el

ser humano. Y hay que reconocer que ya aburre preguntarse eso.

—¿Y qué hacen con las medusas?

—¿Quién? ¿Las medusas?

—Nosotros.

—Por lo que sé, nada. Creo que preparan conservas con el as.

—Está bien —dijo Diana—. Durante todo este tiempo, ¿has trabajado en algo?

—¡Claro que sí! He escrito una carta terriblemente tierna a mi amigo Rots-Tusov. Si

después de esta carta no enchufa a Irma en un internado, eso querrá decir que no sirvo

para nada.

—¿Y eso es todo?

—Sí. El resto lo he tirado.

—¡Dios mío! Y yo te cuidaba, trataba de no molestarte, espantaba a Roscheper...

—Me bañabas en la bañera —le recordó Víktor.

—Te bañaba en la bañera, te preparaba café...

—Aguarda. Yo también te bañaba en la bañera...

—Da igual.

—¿Cómo que da igual? ¿Crees que es fácil trabajar después de bañarte en la bañera?

Escribí seis variantes para describir ese proceso, y ninguna sirve para nada.

—Déjame leerlas.

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A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

—Son sólo para hombres. Además, las tiré, ya te lo he dicho. En general, ahí había

poco patriotismo y conciencia nacional, por lo que, de todos modos, no se lo podía

mostrar a nadie.

—Dime entonces: ¿tú primero escribes, y después introduces la conciencia nacional?

—No —respondió Víktor—. Primero, me impregno de la conciencia nacional hasta lo

más profundo del alma: leo los discursos del señor Presidente, me aprendo de memoria

las sagas de los titanes, visito las asambleas patrióticas... Después, cuando eso me hace

vomitar, no cuando me da náuseas, sino cuando vomito, me pongo a escribir... Hablemos

de otra cosa. Por ejemplo, de lo que vamos a hacer mañana.

—Mañana tienes un encuentro con los estudiantes del gimnasio.

—Eso termina rápido. ¿Y después?

Diana no respondió. Miró detrás de él. Víktor se volvió. Un leproso se acercaba a el os,

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