Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS
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hacer. Pero ¿qué era exactamente?
En el camino de vuelta me acordé. Debía telefonear y saber qué tal andaba Kostia
Kudínov, el poeta, si no se habría muerto. Yo andaba bebiendo vodka con Petia
Skorobogátov, mientras Kostia quizá estaba estirando la pata. Qué injusticia.
La mujer de Kostia respondió al teléfono. Parecía bastante animada.
—¿Qué tal está Kostia? —pregunté después de presentarme.
—¡Ay, qué bien que haya l amado, Félix Alexándrovich! Acabo de regresar del hospital,
ahora mismo he llegado a casa... Él le ruega que pase a verlo.
—Sin falta —dije—. Y, en general, ¿cómo está?
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r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D
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—Gracias a Dios, todo se ha resuelto. Entonces, ¿irá a verlo?
—Quizá... —balbuceé, sin convicción—. Es posible que mañana, a esta misma hora.
—¡No! No, Félix Alexándrovich, él ha pedido que fuera a verlo hoy, sin falta. Eso es lo
que me ha dicho: «¡Llama a Félix Alexándrovich y dile que venga a verme hoy sin-fal-ta!
Es algo muy urgente, muy importante...».
—Está bien —le dije, y nos despedimos.
«No se pueden hacer buenas acciones —pensé mientras regresaba al restaurante—.
Uno hace la primera y eso no tiene fin. Además, prestad atención, ni una palabra de
agradecimiento. Llevo todo el día recorriendo Moscú por culpa de este farsante, cuánto
miedo he pasado, y al caer la noche, ahí tenéis, a empezar todo de nuevo, vete quién
sabe adonde, como un camello en el desierto, y ni una palabra de agradecimiento...»
Garik ya se había ido, se había marchado a su seminario; en su lugar estaba un amigo
de Petia. Lo conocía, me lo habían presentado en varias ocasiones pero no recordaba su
nombre ni sabía qué relación tenía con la literatura. Creo que pasaba todo el día en la
sala de bil ar del club y ahí terminaba toda su relación con la literatura soviética.
Además, mientras estuve fuera, en la mesa apareció una enorme botella de vodka de
trigo, y antes había aparecido mi buen amigo del portal de al lado, Slava Krutoiarski,
escuálido, cetrino, de pelo largo, cubierto de un bril o artificial y proclive a teorizar.
—¿Qué es la crítica? —le preguntaba a Zhora Naúmov, que se había quitado su
chaqueta lanuda y la había colgado del respaldo de la silla—. Además, no estoy hablando
de la crítica que tenemos ahora, ¿me entiendes?
Cada dos frases, Slava preguntaba a su interlocutor si lo entendía.
Zhora asintió solemnemente, asegurando que sí, entendía; también lo hizo Valia
Démchenko, con aire pensativo; y yo también asentí, mientras me sentaba; lo mismo
hicieron Petia y su amigo, con tanta energía que el vodka de sus copas salpicó la mesa.
—La crítica es una ciencia —prosiguió Slava, mirando fijamente a Zhora—. Se trata de
vincular, de correlacionar la histeria del creador con las necesidades de la sociedad, ¿me
entiendes? Esclarecer la relación entre los terribles sufrimientos del creador y la vida
cotidiana del socium, en eso consiste la tarea de la crítica. ¿Me has entendido?
Aquel a idea le pareció tan saludable e interesante al socium que todos se pusieron a
pedirse mutuamente lápiz y papel. Para escribirla. Pero nadie tenía lápiz ni papel;
llamaron a Aliónushka, le mendigaron un trocito de lápiz y una hoja de su cuaderno de
notas, y Petia exigió que Slava repitiera su formulación, cosa que éste intentó con toda
honestidad, pero no le salió. Zhora Naúmov tampoco logró repetirla, lo confundió todo, le
introdujo una tal quintaesencia y, mientras todos gritaban interrumpiéndose, pensé que no
importa cómo se definiera la crítica, no aportaba utilidad alguna y no había manera de
evitar el daño que causaba. Nuestra crítica no se dedicaba en absoluto a la quintaesencia
de la histeria del creador, sino a nivelar la literatura para que resultara más fácil saldar las
cuentas personales y estéticas con los escritores. Así mismo.
Bebí y comí un trocito de filete frío. Mientras tanto, el debate terminológico sobre la
crítica se convirtió, de modo natural, en una discusión sobre la política de pago de
honorarios.
Mi visión sobre la política de pago de honorarios es simple: mientras más paguen,
mejor; todos los debates de los escritores sobre la estimulación material no valen un
comino. Gentes como Trepa Nacional gritan constantemente que si les pagaran como a
Pedro, el os escribirían como León. Miente el muy chapuzas. No importa cuánto le
paguen, siempre escribirá como una mierda. Págale quinientos por página, setecientos,
de todos modos escribirá la misma idiotez: niños, estudiar bien es muy bueno, estudiar
mal es feo, feo, eso no está bien y no se debe ofender a los más pequeños. Y lo seguirán
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publicando, porque en todas las redacciones de literatura infantil han reservado, digamos,
el treinta por ciento del volumen editorial para la literatura sobre los escolares, pero habría
que discutir si hay suficientes buenos escritores para cubrir ese treinta por ciento. Se
supone que sí. Pero a Valia Démchenko le puedes pagar doscientos, cien solamente, de
todos modos va a escribir bien, no va a escribir peor porque le paguen peor, aunque no
tiene ningún espacio reservado para su urbanismo crítico, y los reseñistas se lanzan
sobre él como perros rabiosos.
En ese momento me tocaron el hombro y, al volverme, vi a Lidia Nikoláievna, la gerente
de turno. Con sequedad me informó que llevaba una hora entera buscándome, que
Konstantín Ilich Kudínov había telefoneado desde el hospital y pedía que fuera a verlo de
inmediato. No sé qué historia le habría contado aquel farsante, pero el a habló en tono de
extrema hostilidad. Seguramente pensaría que yo había prometido visitar al amigo
enfermo, pero me había ido de copas, traicionando mi palabra y a mi amigo. De nuevo
culpable. ¿De qué?
Le di dinero a Slava para que pagara mi parte, y eché a andar con decisión por la
alfombra del pasillo hacia el vestíbulo.
El salón, bien iluminado, estaba totalmente l eno, ya no quedaba ni un lugar libre; varios
grupos numerosos habían unido varias mesas, el humo del tabaco flotaba en capas sobre
las cabezas de los comensales; en las copas que se alzaban para los brindis, los líquidos
transparentes emitían destel os cambiantes; se oían los múltiples golpes del metal sobre
el vidrio y la porcelana, se gritaban juramentos de amistad; incluso en uno de los rincones
más lejanos, un tipo con canas en las sienes, que vestía un mono de lujo, declamaba
unos versos con voz de diácono, mientras que en otro rincón un grupo de miembros de la
guardia imperial, de pie en posición de firmes, levantaba sus copas al nivel del pecho, en
un brindis que expresaba las más firmes esperanzas, lamentando seguramente el hecho
de que no sería posible, como se hacía con el director anterior del club, lanzar las copas
por encima del hombro al terminar de beber y pisotear los fragmentos con los tacones. Y
ya se movía de mesa en mesa, saludando con una sonrisa, Shura Peklevani, amado por
casi todos aunque poco conocido por los lectores; palmeaba las espaldas de los que
estaban sentados, se inclinaba a besar las manos de las damas y rechazaba
continuamente las invitaciones a compartir mesa, ya que se dirigía hacia una claramente
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