Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS
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paró delante del torniquete. Me puse a rogar y a convencerlo. A medida que mis ruegos
se volvían más lastimeros, la resolución del cruel vejete se hacía más fuerte, y todo
aquello duró hasta el momento en que comprendí que me encontraba ante un obstáculo
insuperable, razón por la cual podía largarme de allí sin remordimientos, ir directamente a
la calle Bánnaia y después al club. Con gran placer le dije al vejete que era una momia
podrida, y satisfecho me di la vuelta y me marché.
¡Pero de eso, nada!
—No permite pasar —dijo con firmeza el hombre del gorro de orejeras.
—Vieja momia putrefacta —respondí.
Y entonces aquel hombre, a quien yo no le había preguntado nada, me contó con gran
placer que ahora nadie entraba por aquel acceso pues no dejaban pasar a nadie, ahora
todos cruzaban la valla, había un hueco a cien pasos; todos pasaban por allí, pues nadie
quería dar un enorme rodeo para l egar a la carretera Bogoródskoie, y pasando a través
de la valla, atravesando el territorio del instituto y cruzando otra valla se l egaba enseguida
a una venta de vino.
¿Qué otra cosa podía hacer yo? Le di las gracias a aquel buen hombre y seguí sus
instrucciones con exactitud. Desde el agujero en la valla, un caminito abierto por las
pisadas de mucha gente atravesaba el enorme territorio del instituto, cubierto de nieve. A
la derecha del caminito había una construcción a medio hacer, y a la izquierda un edificio
de cinco pisos, de ladril o blanco con enormes ventanas escolares. Al parecer se trataba
del instituto. Del caminito partía un sendero hacia el edificio, al parecer también muy
transitado.
Ante la entrada del instituto (un enorme porche con puertas de vidrio bajo una amplia
visera de hormigón), tres hombres abrían un contenedor, cubierto de letreros en lenguas
extranjeras. También iban sin abrigo y llevaban gorros de orejeras. Pasé junto a el os,
subí unos escalones y entré en el vestíbulo.
Se trataba de un local amplio, iluminado por lámparas de mercurio, lleno de personas
que, en mi opinión, no se dedicaban a nada, que estaban allí, en grupos, fumando.
Tomando en cuenta la amarga experiencia anterior, no le pregunté nada a nadie y me
dirigí hacia el guardarropa, donde dejé el abrigo, manteniendo en la cara una expresión
sombría, de preocupación, mientras ponía en primer plano mi carpeta.
Después, me peiné ante el espejo y subí por las escaleras hasta el segundo piso. Por
qué precisamente hasta el segundo piso, no hubiera podido explicarlo, y tampoco nadie
me preguntó nada al respecto. Allí el suelo también era de baldosas, también había
brillantes lámparas de mercurio y se veían grupos de personas que fumaban. Me dirigí a
un hombre joven, que estaba solo. Su expresión también era sombría y preocupada, y
pensé que no se pondría a averiguar quién era yo, por qué estaba al í y si tenía derecho a
estar.
No me equivoqué. Distraído, sin mirarme siguiera, me explicó que Martinsón
seguramente estaba ahora en los baños, en el tercer piso a la derecha, inmediatamente
detrás de los esqueletos, el número de la puerta era el treinta y siete.
No encontré ningún esqueleto en el tercer piso, no sé de qué estaría hablando aquel
joven que se expresaba tan bien, pero el baño con el número treinta y siete en la puerta
resultó ser una habitación enorme, muy iluminada. Había al í mucho vidrio, muchas luces
que parpadeaban, en varias pantallas aparecían curvas verdosas, olía a vida artificial y
máquinas inteligentes, y en el centro del recinto, de espaldas a mí, estaba sentado un
hombre que hablaba por teléfono en voz alta.
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A
r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D
e s t i n o s t r u n c a d o s
—¡Olvida eso! —gritaba—. ¿Qué ley? ¡Sigue presionando! ¡Olvídalo! Lomonósov no
tiene nada que ver con esto, Lavoisier tampoco. ¡Lo que tienes que hacer es meter más
presión! —Colgó el teléfono y se volvió hacia mí—. ¡En el comité de empresa, en el
comité de empresa!
Dije que quería ver a Iván Davídovich. El rostro se le congestionó. Era enorme, de
hombros anchos, con un cuello de toro y cabellos castaños erizados.
—¡He dicho que en el comité de empresa! —gritó—. ¡De tres a cinco! Aquí no vamos a
hablar de nada, ¿está claro?
—Vengo de parte de Kostia Kudínov —articulé finalmente.
—¿De parte de Kostia? —El hombre pareció tropezar—. ¿Qué ocurre?
Se lo conté. Mientras le narraba lo sucedido, él se levantó, caminó hacia la puerta y la
cerró.
—¿Y usted quién es? —preguntó, con el rostro repentinamente pálido y sin mirarme a
los ojos.
—Soy su vecino.
—Eso está claro —repuso, impaciente—, lo que le pregunto es quién es usted...
Me presenté.
—Ese nombre no me dice nada —dijo y clavó sus ojos en mi entrecejo, unos ojos
negros, muy juntos, parecidos a los cañones de una escopeta.
Me enfurecí. ¡Qué demonios! ¡De nuevo me obligaban a justificarme!
—Por cierto, a mí su nombre tampoco me dice nada —le respondí—. Sin embargo, he
atravesado todo Moscú en su busca...
—¿Tiene algún documento? —me interrumpió—. Lo que sea...
Yo no tenía ningún documento. Nunca los llevo conmigo. Él quedó pensativo un
momento.
—Está bien, ahora me ocupo de eso. ¿En qué hospital se encuentra? —Se lo dije—.
Vaya, adonde lo... —mascul ó—. De verás, está al otro lado de Moscú... Está bien, puede
irse. Yo me ocuparé.
Hirviendo por dentro de cólera, me di la vuelta para marcharme, y estaba abriendo la
puerta cuando él, de repente, decidió averiguar.
—¡Peeer-dón! —rugió—. ¿Y cómo ha podido entrar aquí? ¡Sin pase! ¡Ni siquiera tiene
documentos!
—¡Por un hueco! —dije, en tono cáustico.
—¿Qué hueco?
—En la valla —fue mi respuesta vengativa, y me largué, blanco de rabia.
Mientras bajaba las escaleras se me ocurrió una idea horrible: de repente, el salvaje de
Martinsón llamaba por teléfono y los guardias saldrían corriendo en busca de todos los
huecos en la valla, acompañados por carpinteros, y yo quedaría atrapado en un bolsón
como un Von Paulus cualquiera derrotado.. .4 No pude contenerme y eché a correr,
maldiciendo una y otra vez a Kostia Kudínov con su botulismo y su destino truncado. Sólo
al ver que la gente me miraba logré serenarme, y comparecí ante el encargado del
guardarropa como corresponde a una persona diligente, sombría y preocupada, con
bolsil os rebosantes de pases y documentos.
4 Se refiere al mariscal Friedrich von Paulus, jefe del Sexto Ejército alemán, copado y
aniquilado en Stalingrado a finales de enero de 1943. (N. del T.)
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A
r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D
e s t i n o s t r u n c a d o s
Al bajar del porche, se me ocurrió mirar atrás. No sé qué me impulsó a ello. Esto fue lo
que vi: tras la puerta de vidrio, con las manos enormes apoyadas en el cristal, con el
rostro muy pálido, Iván Davídovich Martinsón me seguía con la vista. Como un vampiro
que mira a la víctima que se le ha escapado.
Me da vergüenza reconocerlo, pero eché a correr nuevamente. A pesar de mis
problemas circulatorios. A pesar de mi panza. A pesar de mi cojera intermitente. Sólo
cuando atravesé el hueco y salí a la carretera Bogoródskoie, mi amor propio volvió a
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