Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS

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bajo la lluvia! Ha abierto los ojos y no son tan horribles... Un mohoso. Sí, más bien un

leproso, no un gafudo. ¿Cómo fue a parar a un cepo? ¿Y de dónde salen esos cepos

aquí? Es el segundo mohoso con el que me tropiezo hoy, y ambos estaban en

dificultades. Ellos tienen dificultades, y a causa de eso, también yo las tengo...»

Diana hablaba por teléfono en el vestíbulo. Víktor prestó atención.

—¡La pierna! Sí. Fractura múltiple. Bien... De acuerdo... Apresúrese, estamos aquí

esperando.

A través de la puerta de vidrio, Víktor vio que ella colgaba el teléfono y subía corriendo

las escaleras. Algo malo ocurre en la ciudad con los mohosos. Hay cierta agitación en

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torno a el os. Por alguna razón, ahora molestan a todos, hasta al director del gimnasio.

Hasta a Lola, recordó de repente. Creo que dijo algo sobre ellos... Miró al leproso. El

leproso lo miraba.

—¿Cómo se siente? —se interesó Víktor. El leproso callaba—. ¿Necesita algo? ¿Un

trago de ginebra? —preguntó Víktor, alzando la voz.

—No grite —respondió el leproso—. Lo oigo.

—¿Le duele? —inquirió Víktor con simpatía.

—¿Y qué cree?

«Un tipo particularmente desagradable —pensó Víktor—. A fin de cuentas, qué me

importa, nunca más volveremos a vernos. Y seguro que le duele...»

—No importa. Aguante unos minutos más. Ahora vendrán a buscarlo.

El leproso no respondió; en su frente aparecieron arrugas y cerró los ojos. De repente,

se asemejaba a un muerto, plano e inmóvil bajo el aguacero. Diana salió al porche con un

maletín de médico, se agachó junto a ellos y comenzó a hacer algo con la pierna herida.

El leproso gimió en voz baja, pero Diana no dijo nada de lo que dicen en esos casos los

médicos para calmar a los pacientes.

—¿Te ayudo? —preguntó Víktor. Ella no respondió.

—Espera, no te vayas —masculló Diana sin levantar la cabeza cuando Víktor se

incorporó.

—No me voy —replicó Víktor, mientras contemplaba cómo el a colocaba hábilmente

una tablil a.

—Me harás falta.

—No me voy —repitió Víktor.

—Es mejor que subas, ve y come algo mientras aún hay tiempo, pero regresa

enseguida.

—No, no quiero.

Después, tras la cortina de lluvia se oyó el bramido de un motor y aparecieron unos

faros. Víktor vio un todoterreno que entraba con cuidado por el portón. El vehículo se

acercó al porche y de él salió trabajosamente Yul Gólem, enfundado en su aparatoso

impermeable. Subió los escalones de la entrada, se inclinó sobre el leproso y le tomó la

mano.

—No me inyecte —dijo el herido sordamente.

—Está bien —dijo Gólem y miró a Víktor—. Levántelo.

Víktor alzó en brazos al leproso y lo llevó hasta el todoterreno. Gólem se le adelantó,

abrió la puerta y entró en el vehículo.

—Colóquelo aquí —dijo, desde la oscuridad—. No, con las piernas por delante... No

tema... Sosténgalo por los hombros...

Resoplaba dentro del coche y se agitaba. El leproso gimió nuevamente y Gólem le dijo

algo incomprensible, o quizá dijo una palabrota, fue algo así como «Seis inyecciones en el

pescuezo...». Después, salió nuevamente, cerró la portezuela y volvió a entrar, para

acomodarse tras el volante.

—¿Fue usted quién los l amó? —le preguntó a Diana.

—No —respondió Diana—. ¿Debo l amarlos?

—Ya no vale la pena, podrían echarlo todo a perder —replicó Gólem—. Hasta la vista.

El todoterreno comenzó a moverse, rodeó los arbustos y siguió adelante por el

caminito.

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—Vámonos.

—Será nadando —replicó Víktor.

Ahora, cuando todo había terminado, lo único que sentía era irritación.

En el vestíbulo, Diana lo tomó del brazo.

—No pasa nada. Ahora te cambias de ropa, bebes unas copas de vodka y todo estará

bien.

—Parezco un perro mojado —Víktor, molesto, se quejó—. Además, ¿tendrías la

bondad de explicarme qué ha ocurrido aquí?

—Pues no ha ocurrido nada de particular. —Diana suspiró, cansada—. No debiste

olvidarte de tu linterna.

—¿Y los cepos en los caminos, es algo habitual aquí?

—Los pone el burgomaestre, el muy canalla...

Subieron al segundo piso y echaron a andar por el pasillo.

—¿Está loco? Eso es un delito. ¿Está verdaderamente mal de la cabeza?

—No. Simplemente es un canal a y odia a los gafudos. Como todos en la ciudad.

—Me he dado cuenta de eso. Nosotros tampoco los queremos, pero poner cepos... ¿Y

qué les han hecho los gafudos?

—Hay que odiar a alguien —explicó Diana—. En unos sitios odian a los hebreos, en

otros a los negros, y aquí a los gafudos.

Se detuvieron ante la puerta. Diana hizo girar la llave, entró y encendió la luz.

—Espera —dijo Víktor, mientras examinaba el recinto—. ¿Adonde me has traído?

—A un laboratorio —respondió Diana—. Espera un momento...

Víktor se quedó en la puerta, mirando cómo el a caminaba por la enorme habitación,

cerrando las ventanas bajo las cuales se veían charcos.

—¿Y qué hacía aquí esta noche? —preguntó Víktor de repente.

—¿Dónde? —inquirió Diana, sin volver la cabeza.

—En el sendero... Tú sabías que él estaba ahí, ¿verdad?

—Se trata de que en la leprosería no alcanzan las medicinas. A veces vienen aquí a

pedir...

Cerró la última ventana, recorrió el laboratorio, revisó las mesas, cubiertas de equipo y

objetos de cristal para investigación química.

—Todo esto me da asco —insistió Víktor—. Qué país éste. Por doquier hay mierda...

Vamos, que estoy helado.

—Enseguida.

Tomó de una mesa una pieza de ropa de color oscuro y la sacudió. Era un frac. Lo

colgó con cuidado en el armario donde dejaban las batas de trabajo.

«¿Qué hace ese frac aquí? —pensó Víktor—. Para colmo, parece conocido...»

—Es todo —dijo Diana—. No sé tú, pero yo voy a meterme en una bañera con agua

caliente.

—Escucha, Diana —dijo Víktor, con suspicacia—. Aquel tipo... el de la nariz grande...

de piel amarillenta... El tipo con el que bailabas...

Diana lo tomó de la mano. Calló un instante.

—Pues ése es mi marido —respondió finalmente—. Mi ex marido.

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e s t i n o s t r u n c a d o s

TRES

Félix Sorokin. Una aventura.

Por la noche no tomé los comprimidos, y no porque me olvidara de hacerlo, sino

porque de repente se me ocurrió que no podía pasarlos con licor. Y por eso, desde que

me levanté me sentía decaído, apático, y todo el tiempo me obligaba a hacer las cosas:

me aseé a la fuerza, me vestí sin deseos, arreglé la casa, desayuné... Quedaba más de la

mitad del coñac y seguramente había gaseosa suficiente en el vaso; estuve dudando si

bebía algo para quitarme la borrachera, pero en ese momento recordé, muy a mi pesar,

que el signo fundamental del alcoholismo, según los médicos de ahora, consiste en beber

por la mañana después de una borrachera, y por esa razón renuncié a hacerlo.

«Dios mío —pensé—, qué bien que Klara no está aquí, cuidándome, ¡qué bien que

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