Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS

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—Quiero jugar a los caballitos —gimió el parlamentario, implorante—. ¡Vamos, a los

caballitos! ¡Arreeee! —insistía.

Víktor se liberó con delicadeza y echó una mirada a la última habitación. Vio a Diana

al í. Al principio no se dio cuenta de que se trataba de Diana, y después, molesto, pensó:

«¡Qué tierno!». Había mucha gente, hombres y mujeres vagamente conocidos, formaban

un corro y marcaban el ritmo con las manos, y en el centro del corro Diana bailaba con el

mismo pijo del bronceado amarillento, dueño del perfil aguileño. Los ojos de el a ardían, al

igual que sus mejillas, el cabello volaba sobre sus hombros y se movía como una

diablesa. El del perfil aguileño intentaba estar a su altura.

«Qué raro —pensó Víktor—. ¿De qué se trata? Algo está fuera de lugar. Él baila bien,

en realidad baila maravillosamente. Como un profesor de danza. No baila, sino que

muestra cómo hay que bailar... Pero ni siquiera como un profesor, sino como un alumno

en un examen. Anhela recibir un sobresaliente. No, no es eso. ¡Escucha, querido, estás

bailando con Diana! ¿Acaso no te das cuenta de el o?» Víktor aguzó su imaginación,

como hacía habitualmente. El actor baila en el escenario, todo va bien, perfecto, todo

marcha de la forma debida, sin falsedades, pero en casa ocurre una desgracia... no, no

tiene que ser una desgracia, simplemente esperan el momento en que él regresará, y él

también espera a que bajen el telón y apaguen las luces... y no hace falta que sea un

actor, sino un hombre cualquiera que encarna a un actor, que a su vez encarna a un

hombre cualquiera... ¿Es que Diana no se da cuenta? Es una falsificación.

Un maniquí. Entre ellos no hay nada que los aproxime, ninguna seducción, ni una

sombra de deseo... Es imposible imaginarse que puedan decirse el uno al otro algo que

no sean palabras vacías. ¿Ha sudado usted? Sí, lo he leído, dos veces incluso... En ese

momento vio que Diana, apartando a los invitados, corría hacia él.

—¡Vamos a bailar! —le gritó, todavía a cierta distancia.

Alguien se le interpuso en el camino, otro la tomó de un brazo, pero ella se liberó,

riendo, mientras Víktor buscaba con los ojos al del rostro amaril ento y no lo encontraba, y

eso lo preocupaba de forma desagradable.

Ella llegó corriendo junto a él, lo agarró por la manga y lo arrastró al corro.

—¡Vamos, vamos! Todos los que aquí están son de los nuestros, los borrachos, los

harapientos, la escoria... ¡Muéstrales lo que es bailar! Ese chico no sabe nada.

Lo arrastró al corro. Alguien en la multitud gritó: «¡Tres hurras por el escritor Bánev!».

El tocadiscos calló por un segundo, y al momento volvió a aullar y ladrar. Diana se le

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A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

pegó, después dio un paso atrás, olía a perfume y a vino, su cuerpo ardía y ahora Víktor

no veía otra cosa que no fuera su rostro, excitado y maravilloso, y su cabello que flotaba.

—¡Baila! —gritó el a, y él comenzó a bailar—. Qué bien que has venido.

—Sí, sí.

—¿Por qué estás sobrio? Siempre estás sobrio cuando no se necesita.

—Me emborracharé.

—Hoy te necesito borracho.

—Lo estaré.

—Quiero hacer contigo lo que se me ocurra. No tú conmigo, sino yo contigo.

—Sí.

Ella reía, satisfecha, y a continuación bailaron sin hablar, sin ver nada y sin pensar en

nada. Como en sueños. Como en el combate. Así era ella ahora, como un sueño, como

un combate. Diana, la posesa... En torno a ellos daban palmadas y gritaban, al parecer

alguien intentaba bailar, pero Víktor lo apartó de un empujón para que no interfiriera,

mientras Roscheper gritaba sin parar: «¡Oh, mi pobre pueblo borracho!».

—¿Es impotente?

—Por supuesto. Yo lo baño.

—¿Y qué tal?

—Del todo.

—¡Oh, mi pobre pueblo borracho! —gemía el diputado.

—Vámonos de aquí —dijo Víktor.

La tomó de la mano y la condujo afuera. Borrachos y harapientos, que apestaban a

alcohol rancio y a ajo, les abrían paso, y en la puerta un mocoso de labios gruesos, con

manchas rojas en las mejil as, se interpuso y dijo algo grosero, mientras agitaba los

puños, pero Víktor le dijo: «Más tarde, más tarde», y el mocoso desapareció. Sin soltarse

las manos, corrieron por el pasillo vacío, después Víktor abrió la puerta sin liberar la mano

de el a, la cerró a sus espaldas e hizo calor, hizo un calor insoportable, asfixiante, y la

habitación, que primero había sido amplia y espaciosa, se volvió estrecha e incómoda, y

entonces Víktor se levantó y abrió de par en par las ventanas, y un aire negro y húmedo

envolvió sus hombros y su pecho desnudo. Retornó al lecho, buscó en la oscuridad la

botel a de ginebra, dio un trago y se la pasó a Diana. A continuación se acostó, a su

izquierda fluía un aire frío y a la derecha había algo sedoso y tierno. Oía la prolongación

de la borrachera: los invitados cantaban a coro.

—¿Durará mucho tiempo? —preguntó.

—¿Qué? —replicó Diana, medio dormida.

—Que si van a seguir aullando mucho tiempo.

—No sé. ¿Y qué nos importa? —Se volvió sobre un lado y colocó la mejil a sobre el

hombro de él—. Hace frío —se quejó.

Se metieron bajo la colcha.

—No duermas —dijo él.

—Aja —balbuceó el a.

—¿Te sientes bien?

—Sí.

—¿Y si te tiro de la oreja?

—Aja... Suelta, me duele.

—Oye, ¿no podría vivir aquí una semanita?

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A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

—Sí.

—¿Y dónde?

—Quiero dormir. Deja dormir a una pobre mujer ebria.

Él calló y permaneció acostado, sin moverse. Ella dormía ya. «Eso es lo que haré —

pensó él—. Aquí se está bien, hay silencio. Pero de noche, no. O quizá también de noche.

No se pondría a beber cada noche, tiene que curarse... Vivir aquí tres o cuatro días...

cinco o seis... y beber menos, no beber del todo, trabajar un poquito... l evo tiempo sin

trabajar... Para comenzar a trabajar hay que añorarlo mucho, tanto que no se desee otra

cosa... —Se estremeció mientras se dormía—. Y con respecto a Irma... Lo que haré será

escribirle a Rotz-Tusov con relación a Irma. Ojalá no se asuste, ese Rotz-Tusov, cobarde.

Me debe novecientas coronas... Cuando se trata del señor Presidente, eso no tiene la

menor importancia, todos nos volvemos cobardes. ¿Por qué somos todos tan cobardes?

¿A qué tenemos miedo? Le tenemos miedo a los cambios. No podremos ir a una taberna

de escritores y darnos un trago de algo bueno... el portero no inclinará la cabeza a nuestro

paso... y, en general, no habrá portero, me harán portero a mí. Pero si me mandan a las

minas, entonces me irá mal... Pero eso ocurre rara vez, los tiempos han cambiado... las

costumbres no son ya tan brutales. He pensado cien veces en ello, y cien veces he

descubierto que no tenía de qué sentir miedo, pero lo sigo teniendo de todos modos.

Porque se trata de una fuerza bruta —se contestó—. Es terrible, cuando contra uno se

lanza una fuerza bruta, un cerdo con colmillos, una bestia invulnerable, tanto ante la

lógica como ante las emociones... Y no tendré a Diana...»

Se quedó dormido y se despertó de nuevo porque bajo la ventana abierta hablaban en

voz alta, con carcajadas que parecían relinchos. Los arbustos crujían.

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