Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS

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Golpearé con la culata. En la frente, entre los ojos... ¿Cómo anda el chichón? El chichón

estaba en su lugar y seguía doliendo. Qué raras eran las obligaciones de las enfermeras

en aquel sanatorio. Siempre consideré que Diana era una mujer con un secreto. Desde la

primera mirada, todo el tiempo... Qué humedad, sería bueno darse un trago antes de salir.

Tan pronto regrese, me daré ese trago... «Qué duro soy —pensó—. No hay preguntas.

Escucho y obedezco.»

Rodearon el ala del edificio, atravesaron las lilas y l egaron a la cerca. Diana la examinó

con la linterna y descubrió que faltaba una barra metálica.

—Víktor —dijo, en voz baja—, ahora seguiremos por el sendero. Irás detrás de mí. Mira

dónde pisas y no des ni un paso a los lados. ¿Comprendido?

—Comprendido —repitió Víktor, obediente—. Un paso a la izquierda o un paso a la

derecha, disparo3.

3 Repite la fórmula utilizada por los custodios de los campos de concentración

estalinistas cuando conducían a los reclusos al trabajo forzado. (N. del T.)

36

A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

Diana cruzó la cerca la primera y le alumbró el camino a Víktor. Bajaron la cuesta

lentamente. Se hallaban en la ladera oriental de la colina sobre la que se alzaba el

sanatorio. A su alrededor se escuchaba el rumor de la l uvia que caía sobre árboles

invisibles. En una ocasión Diana resbaló, y Víktor apenas tuvo tiempo de sostenerla,

aguantándola por los hombros. Ella se soltó con impaciencia y siguió adelante. A cada

momento repetía: «Mira dónde pisas... Sigue detrás de mí». Víktor, obediente, miraba

hacia abajo, hacia las piernas de Diana, que aparecían y desaparecían en el círculo de luz

saltarín. Al principio, esperaba un golpe en la nuca, directamente sobre el chichón o algo

así, pero después decidió que eso no ocurriría. No tenía sentido. Lo más probable es que

algún loco se hubiera escapado, por ejemplo que Roscheper sufriera de delirium tremens

y hubiera que hacerlo volver, amenazándolo con la pistola descargada...

Diana se detuvo de repente y dijo algo, pero sus palabras no llegaron a la conciencia

de Víktor, pues un segundo después vio, junto al camino, unos ojos bril antes, inmóviles,

enormes, que miraban fijamente por debajo de una frente empapada y convexa,

solamente la frente y los ojos, nada más, ni boca, ni nariz, ni cuerpo, nada. Una oscuridad

húmeda y pesada, y en el círculo de luz unos ojos brillantes y una frente de blancura

antinatural.

—Canallas —exclamó Diana, con voz entrecortada—. Sabía que harían algo así.

Bestias.

Cayó de rodillas, la luz de la linterna se deslizó por el cuerpo oscuro y Víktor vio un

arco metálico, una cadena sobre la hierba. Diana le ordenó que se apresurara y él se

agachó junto a el a; sólo en ese momento comprendió que se trataba de un cepo, y que el

cepo aprisionaba la pierna de un ser humano. Intentó separar las mandíbulas metálicas

con ambas manos, pero se limitaron a ceder un poco y después volvieron a cerrarse.

—¡Idiota! —gritó Diana—. ¡Con la pistola!

Víktor, haciendo rechinar los dientes, se sentó sobre el terreno y tensó los músculos

hasta que sus hombros crujieron y las mandíbulas se le desencajaron.

—¡Arrástralo! —ordenó, con voz ronca.

La pierna desapareció, los arcos metálicos se cerraron de nuevo, apresando esta vez

sus dedos.

—Sostén la linterna —le dijo Diana.

—No puedo —replicó Víktor con aire culpable—. Me ha pillado. Toma la pistola, está en

el bolsil o...

Diana, maldiciendo, le metió la mano en el bolsillo. Él entreabrió nuevamente el cepo,

el a introdujo la culata y Bánev pudo liberarse.

—Ten la linterna —repitió ella—. Veré cómo tiene la pierna.

—El hueso está destrozado —dijo una voz tensa desde la oscuridad—. Llévenme al

sanatorio y l amen a un coche.

—Es lo correcto —repuso Diana—. Ahora. Víktor, dame la linterna, cárgalo.

Diana iluminó la escena. El hombre estaba sentado sobre el terreno, con la espalda

apoyada en el tronco de un árbol. La mitad inferior de su rostro estaba oculta bajo una

venda negra.

«Un gafudo —pensó Víktor—. Un mohoso. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?»

—Levántalo —le apuró Diana, impaciente—. Échatelo a la espalda.

—Ahora mismo —repuso Víktor, pensando en los círculos amaril os que rodeaban los

ojos; sintió una náusea—. Ahora... —Se agachó junto al mohoso y se volvió,

presentándole la espalda—. Agárrese a mi cuello.

37

A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

El leproso era muy delgado y pesaba poco. No se movía, parecía que ni siquiera

respiraba, y no gemía ni cuando Víktor resbalaba, pero un estremecimiento lo sacudía. El

camino tenía más pendiente de lo que Víktor recordaba, y cuando alcanzaron la valla

apenas le quedaba aliento. Le resultó difícil arrastrar al gafudo a través de la abertura en

la cerca, pero finalmente lo lograron.

—¿Adonde lo l evamos? —preguntó Víktor cuando se acercaron a la puerta.

—Por el momento, al vestíbulo —respondió Diana.

—No es necesario —intervino el leproso con la misma voz tensa—. Déjenme aquí.

—Aquí l ueve —objetó Víktor.

—No hable más. Me quedo aquí.

Víktor permaneció en silencio y comenzó a subir la escalera.

—Déjalo —le dijo Diana.

—Pero qué demonios, aquí llueve —replicó Víktor, que se había detenido.

—No sea idiota —balbuceó el leproso—. Déjeme... aquí...

Víktor, sin decir palabra, subió los escalones de tres en tres, llegó a la puerta y entró en

el vestíbulo.

—Cretino —dijo el leproso en voz baja y dejó caer la cabeza sobre el hombro de Víktor.

—Imbécil —gritó Diana, que alcanzó a Víktor y lo agarró de la manga—. ¡Lo vas a

matar, idiota! ¡Sácalo de inmediato y déjalo bajo la lluvia! ¡De inmediato! ¿Me has oído?

¡Muévete!

—Todos os habéis vuelto locos —replicó Víktor, irritado y confuso.

Giró sobre sí mismo, propinó una patada a la puerta y salió al porche. Era como si la

lluvia lo hubiera estado esperando. Antes salpicaba holgazana, pero de repente comenzó

a caer un auténtico aguacero. El gafudo gimió muy quedo, levantó la cabeza y, de

repente, comenzó a jadear, como si lo persiguieran. Víktor se detuvo un momento,

buscando instintivamente dónde cubrirse.

—Bájeme —dijo el leproso.

—¿En un charco? —preguntó Víktor, con sarcasmo y amargura.

—Eso da lo mismo. Bájeme.

Víktor lo colocó con cuidado sobre los mosaicos del porche y el leproso abrió al

momento los brazos y se estiró. Su pierna derecha estaba torcida en una posición

antinatural, y la enorme frente parecía de un blanco azulado a la luz de la potente farola.

Víktor se sentó en un escalón, a su lado. Tenía muchas ganas de entrar en el vestíbulo,

pero le resultaba imposible dejar a aquel hombre herido bajo la incesante cortina de agua

y escapar a un lugar calentito.

«¿Cuántas veces me han l amado tonto hoy? —se preguntó, secándose la cara con la

mano—. Creo que muchas. Y al parecer, en ello hay algo de verdad, ya que el ignorante

que persevera en su ignorancia es tonto, idiota, imbécil y cretino. ¡Pero se siente mejor

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