Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS

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—No puedo detenerlos —decía la voz estropajosa del jefe de policía—. No hay ley que

permita eso...

—La habrá —respondió la voz de Roscheper—. ¿Soy diputado o no?

—¿Y hay alguna ley que permita que haya un criadero de infecciones junto a la

ciudad? —gruñó el burgomaestre.

—¡Habrá esa ley! —repitió Roscheper con terquedad.

—Ellos no infectan a nadie —intervino el falsete del director del gimnasio—. Quiero

decir, médicamente hablando...

—Eh, profesor —le reconvino Roscheper—, no olvides abrirte la bragueta.

—¿Y hay alguna ley que permita arruinar a personas honestas? —chilló el

burgomaestre—. ¿Hay una ley que permita arruinarlas?

—¡Tendrás esa ley! —repitió Roscheper—. ¿Soy diputado o no?

«¿Qué podría tirarles a la cabeza?», pensó Víktor.

—¡Roscheper! ¿Eres amigo mío? —dijo el jefe de policía—. Desgraciado, yo te llevé en

brazos. Yo fui quien te eligió, maldito. Y ahora esos asquerosos andan por la ciudad y no

puedo hacer nada. No existe una ley así, ¿entiendes?

—La habrá —dijo Roscheper—. Te digo que la habrá. Tendrá que ver con la

contaminación atmosférica...

—¡Y moral! —intervino el director del gimnasio—. Moral y de las costumbres.

—¿Qué?... Digo que tendrá que ver... con la contaminación de la atmósfera, así como

con la escasez de especies piscícolas en los embalses cercanos... liquidaremos las

infecciones y los enviaremos a lugares apartados. ¿Es lo que hace falta?

—Me dan ganas de darte un beso —dijo el jefe de policía.

—¡Qué listo! —apuntó el burgomaestre—. ¡Qué cabeza! Yo también...

34

A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

—Tonterías —dijo Roscheper—. No vale la pena... ¿Cantamos algo? No, no me

apetece. Vamos a beber la última copa.

—Correcto. La última y a casa.

Los arbustos crujieron nuevamente.

—¡Oye, profesor, se te ha olvidado cerrarte la bragueta! —gritó Roscheper ya lejos.

Bajo la ventana se hizo el silencio. Víktor se quedó dormido nuevamente, tuvo un

sueño insignificante, y después se oyó el timbre del teléfono.

—Sí —respondió Diana con voz ronca—. Sí, soy yo... —Tosió—. No importa, no

importa... Todo ha ido bien, creo que está satisfecho... ¿Qué? —Ella hablaba, recostada

sobre Víktor, y de repente él percibió la tensión que se apoderó del cuerpo de la mujer—.

Qué extraño —siguió diciendo ella—. Ahora lo compruebo... Sí... Bien, se lo diré. —Colgó

el teléfono, pasó por encima de Víktor y encendió la lámpara de noche.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Víktor, soñoliento.

—Nada. Duerme, ahora vuelvo.

A través de los párpados entrecerrados, la vio recoger la ropa dispersa por la

habitación, con una expresión tan seria que lo hizo sentirse alarmado. Diana se vistió

rápidamente y se marchó, estirándose el vestido sobre la marcha.

«Seguramente Roscheper se siente mal —pensó Víktor mientras trataba de distinguir

algún sonido—. Bebió de más, ese viejo despreciable.» En el enorme edificio reinaba el

silencio y se oían nítidamente los pasos de Diana por el pasillo, pero no torció hacia la

derecha, cómo él esperaba, sino hacia la izquierda. Después se oyó chirriar una puerta y

el sonido de los pasos se extinguió. Se volvió sobre un costado e intentó volver a

dormirse, pero no lo logró. Se dio cuenta de que esperaba a Diana y que no se dormiría

hasta que ella regresara. Entonces se sentó en el lecho y encendió un cigarrillo. El

chichón en la nuca comenzó a latir, y eso le hizo fruncir el entrecejo. Diana no regresaba.

De repente, le vino a la memoria el perfil aquilino del bailarín. «¿Y qué pinta ése aquí?»,

pensó Víktor. Un artista que encarna a otro artista, que hace el papel de un tercero... Ah,

se trataba de que había salido precisamente del lado izquierdo, de ahí adonde había ido

Diana. Había llegado hasta el rellano de la escalera y, de águila, se convirtió

repentinamente en un palomo. Al principio había sido un hombre de mundo, pero después

comenzó a comportarse como un petimetre malcriado... Víktor se puso de nuevo a

escuchar. El silencio era profundo, todos dormían... Alguien roncaba. Después, la puerta

volvió a chirriar y se oyeron pasos que se aproximaban. Diana entró, su rostro seguía

serio. El asunto continuaba, aún no había concluido. Diana tomó el teléfono y marcó un

número.

—No está —dijo—. No, no, se ha marchado... También lo creo... No tiene importancia,

no se preocupe. Buenas noches.

Colgó, permaneció un momento de pie, mirando a la oscuridad reinante más allá de la

ventana, y a continuación se sentó en el lecho, junto a Víktor. Tenía en las manos una

linterna cilíndrica. Víktor encendió un cigarrillo y se lo tendió. Ella se puso a fumar en

silencio mientras meditaba.

—¿Cuándo te dormiste? —preguntó después.

—No sé, no podría precisar.

—¿Pero fue después de que me durmiera?

—Sí.

—¿No escuchaste nada? —preguntó volviéndose hacia él—. Algún escándalo, una

pelea...

35

A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

—No. Creo que estuvieron muy pacíficos. Primero cantaron, al rato Roscheper y sus

amigos mearon bajo nuestra ventana y después me quedé dormido. Estaban a punto de

irse.

—Vístete —dijo ella después de tirar el cigarrillo por la ventana y ponerse de pie.

Víktor sonrió, burlón, y extendió la mano para tomar los pantalones. «Escucho y

obedezco —pensó—. La obediencia es buena cosa. Basta con no preguntar nada.»

—¿Vamos caminando o tienes un vehículo?

—¿Qué?... Primero caminemos, después se verá.

—¿Ha desaparecido alguien?

—Eso parece.

—¿Roscheper? —Víktor vio que ella lo miraba con una expresión dubitativa. Se estaba

arrepintiendo de haberlo despertado. Se preguntaba: «¿Y quién es él para llevarlo

conmigo?»—. Estoy listo —concluyó él.

Ella seguía dudando y jugaba maquinalmente con la linterna.

—Está bien... vamos. —Pero no se movía del lugar.

—¿Quieres que le arranque una pata a la mesa? —propuso Víktor—. O, digamos, a la

cama...

Ella se estremeció.

—No. Eso no sirve. —Abrió un cajón de la mesa y sacó de allí una enorme pistola

negra. Se la tendió—. Toma.

Víktor estuvo a punto de rechazar el arma, pero resultó ser una pistola deportiva, de

pequeño calibre. Además, no tenía cargador.

—Dame las balas.

Ella lo miró, sin comprender, después llevó la vista a la pistola.

—No —dijo—. Las balas no harán falta. Vamos.

Víktor se encogió de hombros y se guardó la pistola en un bolsillo. Bajaron al vestíbulo

y de allí fueron al porche. La niebla había comenzado a disiparse y caía una fina lluvia

helada. No había coches junto a la entrada. Diana tomó un caminito entre los arbustos

empapados y encendió la linterna.

«Qué situación más idiota», pensó Víktor. Tenía muchos deseos de preguntar de qué

iba todo aquello, pero no podía hacerlo. Habría que inventar cómo formular la pregunta.

Quizá dándole la vuelta. No preguntar, sino dejar caer un comentario donde estuviera

implícita la pregunta. ¿Tendría que pelear? No tenía ganas. Ese día no le apetecía pelear.

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