Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS
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repulsiva, la corriente de amoníaco golpeó su cerebro y se derramó en algún lugar tras los
ojos. Víktor respiró por la nariz un aire que se había vuelto insoportablemente frío, y metió
los dedos en el paquete de té.
—Bien, Teddy, gracias. Anota en mi cuenta lo que se debe. Ellos te dirán cuánto es.
Me voy.
Masticando té, volvió a su mesita. El joven de gafas gruesas y su acompañante
larguirucho devoraban presurosos la cena. Ante ellos había una botel a con agua mineral
de una marca local. Pavor y Gólem habían hecho sitio sobre el mantel para jugar a los
dados, mientras que el doctor R. Kvadriga se aguantaba la cabeza con las manos y
cantaba monótonamente:
— La Legión de la Libertad es el baluarte del Presidente. Mural... En el feliz aniversario
de Vuestra Excelencia... El Presidente es el padre de los niños. Cuadro alegórico... —Me
voy —dijo Víktor.
—Lástima —respondió Gólem—. Bien, te deseo suerte.
—Saluda a Roscheper —dijo Pavor, guiñando un ojo.
— Roscheper Nant, diputado —se animó R. Kvadriga—. Retrato. Barato. De medio
cuerpo...
Víktor recogió su encendedor y el paquete de cigarril os y caminó hacia la salida. A sus
espaldas, el doctor R. Kvadriga pronunció, con voz clara: «Supongo, señores, que es hora
de presentarnos. Soy Rem Kvadriga, doctor honoris causa, pero ustedes, señores, no sé
quiénes son...». Al llegar a las puertas, Víktor tropezó con el robusto entrenador del
equipo de fútbol Hermanos de Raciocinio. El entrenador estaba muy preocupado, muy
mojado y le cedió el paso a Víktor.
El autobús se detuvo.
—Hemos llegado —dijo el chofer.
—¿El sanatorio? —preguntó Víktor.
30
A
r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D
e s t i n o s t r u n c a d o s
Fuera había una niebla lechosa, densa. En ella se dispersaba la luz de los faros y no se
veía nada.
—El sanatorio, el sanatorio —gruñó el chofer, mientras encendía un cigarril o.
Víktor se acercó a la puerta.
—¡Qué niebla! —dijo al bajar del estribo—. No veo nada.
—Encontrará el camino —le prometió el chofer con indiferencia, y escupió por la
ventanilla—. Vaya lugar para poner un sanatorio. Por el día, niebla, por la noche, niebla...
—Que tenga buen viaje —se despidió Víktor.
El chofer no respondió. El motor comenzó a zumbar, las puertas se cerraron y el
enorme autobús vacío, de grandes ventanillas e iluminado por dentro como un
supermercado de madrugada, giró en busca del camino de vuelta, y a los pocos minutos
no era más que una mancha de luz difusa que se alejaba en dirección a la ciudad. Víktor
recorrió con las manos la cerca metálica, encontró la portezuela con dificultad y echó a
andar por el caminito sin ver nada. Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad,
comenzó a distinguir confusamente las ventanas iluminadas del ala derecha y una
oscuridad especialmente profunda en el lugar del ala izquierda, donde ahora dormían los
miembros del equipo Hermanos de Raciocinio, agotados tras pasar el día bajo la lluvia. En
la niebla se escuchaban los sonidos habituales como a través de algodón: sonaba un
tocadiscos, se oía el entrechocar de platos, alguien gritaba con voz ronca. Víktor siguió
adelante, intentando mantenerse en el centro del caminito de arena para no tropezar con
ninguno de los jarrones de yeso. Apretaba con cuidado contra el pecho una botella de
ginebra y se movía con muchas precauciones, pero a los pocos momentos tropezó con
algo blando, cayó y se quedó a cuatro patas. Detrás de él, alguien dijo un improperio con
voz cansada y soñolienta, y después pidió que encendieran la luz. Víktor buscó en las
tinieblas la botella caída y siguió adelante, con la mano libre extendida al frente. A los
pocos pasos tropezó con un coche, lo palpó para rodearlo y tropezó con otro. Demonios,
al í había un montón de coches. Víktor, maldiciendo, caminaba entre el os como en un
laberinto, y durante largo rato no logró avanzar en dirección al turbio resplandor que
indicaba la entrada al vestíbulo. Los laterales lisos de los coches estaban empapados por
la niebla que se les depositaba encima. En algún lugar cercano se oían risitas y gemidos
de rechazo.
Esta vez, el vestíbulo estaba vacío, nadie jugaba al escondite, nadie corría sacudiendo
el gordo trasero, nadie dormía en los butacones. Por doquier yacían impermeables
arrugados, y algún tío listo había colgado su sombrero de una planta ornamental. Víktor
subió al segundo piso por la escalera alfombrada. La música retumbaba. Por el pasillo a la
derecha, todas las puertas que daban a los alojamientos del diputado estaban abiertas; de
el as salían olores grasientos de comida, cigarrillos y cuerpos calientes. Víktor giró a la
izquierda y tocó en la puerta de la habitación de Diana. Nadie respondió. La puerta estaba
cerrada, la l ave colgaba de la cerradura. Víktor entró, encendió la luz y colocó la botella
sobre la mesita del teléfono. Se oyeron pasos y él sacó la cabeza y miró afuera. Por el
pasillo, a la derecha, se alejaba a pasos largos y firmes un hombre corpulento que vestía
un frac. En el descansillo de la escalera se detuvo ante el espejo, levantó la cabeza, se
arregló la corbata (Víktor logró distinguir el perfil aguileño, de un bronceado amarillento, y
la barbil a aguda), y a continuación su aspecto cambió: se encogió, se inclinó levemente a
un lado y, con un grotesco meneo de caderas, se perdió por una de las puertas abiertas
de par en par.
«Qué pijo», pensó Víktor sin estar muy seguro. Había ido a vomitar... Miró a la
izquierda. Allí todo estaba oscuro.
Se quitó el impermeable, cerró la habitación y se dedicó a buscar a Diana. «Habrá que
ir al dormitorio de Roscheper —pensó—. ¿En qué otra parte puede estar?»
31
A
r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D
e s t i n o s t r u n c a d o s
Roscheper ocupaba tres habitaciones. En la primera habían cenado hacía poco: sobre
las mesas, cubiertas por manteles manchados, se amontonaban platos sucios, ceniceros,
botel as, servilletas arrugadas, y no había nadie, a no ser una calva sudorosa y solitaria
que roncaba encima de un plato con áspic de pescado.
En la habitación central el humo era denso y pesado. Sobre la enorme cama de
Roscheper saltaban unas chicas forasteras, semidesnudas. Jugaban un extraño juego
con el señor burgomaestre, rojo al borde de la apoplejía, que metía su hocico entre las
dos como un cerdo entre bellotas, y también emitía chillidos y gruñidos de satisfacción.
También estaban al í otras personas: el jefe de policía, sin guerrera; el juez de la ciudad,
con ojos que estaban a punto de salírsele de las órbitas del nerviosismo y la falta de aire;
y una vivaracha desconocida, vestida de color lila. Los tres jugaban en una mesa de billar
infantil, colocada sobre el tocador. En un rincón, recostado en la pared, estaba sentado el
director del gimnasio, con las piernas extendidas, la chaqueta manchada y una sonrisa
idiota en el rostro. Víktor se disponía ya a marcharse cuando alguien le agarró la pernera
del pantalón. Miró hacia abajo y se apartó de un salto. Allí estaba, a cuatro patas, el
diputado, caballero de diversas órdenes, autor del sonado proyecto sobre la repoblación
de los embalses de Kitchingan, el mismísimo Roscheper Nant.
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