Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS

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vencer y me puse a caminar, mientras me abrochaba la parka y me ponía correctamente

el gorro de piel. No me había gustado nada aquella aventura, y en particular no me había

gustado Iván Davídovich Martinsón, y volví a maldecir a Kostia una y otra vez por su

botulismo, y me juré a mí mismo que en el futuro, nunca más, nadie más y por ninguna

razón...

Después de todos aquel os líos, ni hablar de ir a la cal e Bánnaia. Únicamente al club.

¡Sólo al club! ¡A nuestro restaurante, con paredes forradas de cedro! ¡A aquel a atmósfera

de olores cautivantes! ¡A sentarme a mi mesa, cubierta por un mantel almidonado! Bajo el

ala de Sáshenka... aunque no, hoy era día impar. ¡O sea, bajo el ala de Alió-nushka!

Exacto, y pagarle enseguida lo que le debía, y pedir una ración de arenque, reluciente

bajo el aceite, las lonchas gruesas cubiertas de cebollino picado muy fino, además de tres

o cuatro patatas hervidas, bien calientes, con un trozo de mantequilla sacado

directamente del agua helada, y una botel ita panzuda (sin eso no es posible, además hoy

me lo he ganado)... además de setas marinadas en su jugo, con aros de cebolla, y un

poco de agua mineral... ¿o de cerveza? No, agua mineral... Y después de acallar el primer

ataque de hambre y de sentir auténtico apetito, pediremos una solianka de carne, la que

preparan en el club, por suerte todavía no se les ha olvidado la buena cocina, la traerán

en una sopera metálica de color mate, con todas esas carnes delicadas ocultas bajo el

caldo ambarino, con sus aceitunas negras brillantes... ¡Dios mío, se me olvidaba lo

principal! ¡Un bollo! Nuestro famoso bollo que hornean en el club, esponjoso, suave,

dorado... debería l evarme un par de el os a casa. El segundo plato...

Pero no pude deleitarme imaginándome el segundo plato, porque de repente sentí

cierta incomodidad, una molestia indefinible, y al volver a la realidad me di cuenta de que

viajaba en el metro, embutido entre dos tipos altos que llevaban mochilas deportivas, y

por el espacio que quedaba libre entre el os, me miraban fijamente unos ojos claros a

través del vidrio de unas gafas. Sólo vi aquellos ojos durante un segundo, así como una

barba noruega, rojiza, y una bufanda de seda blanca que salía del cuello de un abrigo a

cuadros, pero el tren comenzó a frenar, los dos tipos altos se juntaron y el observador

desapareció de mi vista.

Me pareció que me había mirado con una atención indecente, como si algo en mi

vestimenta estuviera fuera de lugar o tuviera el rostro enfangado. Por si acaso, comprobé

que l evaba el gorro puesto correctamente. Por cierto, cuando un minuto después los dos

tipos altos se separaron, mi observador dormitaba pacíficamente, con las manos cruzadas

sobre el vientre. Era un hombre de mediana edad, con gafas de montura metálica, y

llevaba un abrigo a cuadros, de esos que estuvieron de moda unos años atrás. Recuerdo

que aquel os abrigos me impresionaban porque también se podían llevar del revés: por un

lado eran, digamos, de cuadros negros y grises, y por el otro de cuadros grises y negros.

Aquel episodio momentáneo me apartó de mis visiones gastronómicas y por alguna

razón recordé una vez que estuve un mes entero en el hospital, donde me daban una

comida monstruosamente insípida, hecha puré a propósito, y aquel o me causaba tal

angustia que finalmente los médicos le permitieron a Katia traerme una ración fría de pollo

a la caucasiana. Daba miedo pensar lo que le esperaba a Kostia en ese sentido. Y no

tenía tiempo para meditar sobre tales asuntos, pues el tren se detuvo en la estación

Kropótkinskaia y me dirigí a la salida.

47

A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

La portera del club, una mujer medio ciega, me exigía que le presentara el carné de

escritor, y por enésima vez yo intentaba meterle en la cabeza que llevaba un cuarto de

siglo escribiendo y que al menos los últimos cinco años entraba al club pasando por

delante de el a. No creyó ni una de mis palabras, pero en ese momento el tío Kolia rugió

desde las profundidades del guardarropa: «¡Es de los nuestros, María Trofímovna!», y ella

me dejó pasar.

Me quité el abrigo lentamente mientras conversaba con el tío Kolia sobre el tiempo

reinante, agarré un ejemplar del periódico del club y dejé una moneda en su lugar, me

arreglé el cabello y los bigotes, saludando las imágenes de gente conocida que aparecía

en lo profundo del espejo, y a continuación, mientras seguía saludando, me fue

invadiendo una cálida sensación de comodidad que me apartaba de todo lo incómodo y

peligroso. Entré en el restaurante caminando alegremente.

De ahí en adelante, todo fue según el programa. Lo único que fal ó fueron las setas

marinadas. Cuando terminaba de tomar la solianka, los amigos de siempre comenzaron a

acudir a mi mesa. El primero fue Garik Aganián, que una hora después comenzaba un

seminario. Por esa razón no bebió y pidió una tontería. No tuvimos tiempo ni de

intercambiar dos palabras cuando Zhora Naúmov se acercó, cojeando. Llevaba en una

mano un botellín medio lleno, y en la otra un cuenco con restos de ensalada capitalina.

Resulta que esa misma mañana había decidido pasar por Moscú, mientras viajaba de

Krasnodar a Tallinn. La cosecha en el sur tenía buen aspecto, y lo demás, como siempre,

quedaba en manos de Dios. Y en ese momento apareció en el horizonte Valia

Démchenko, que llevaba bajo el brazo un bastón nuevo, cuya empuñadura tenía la forma

de la garra de un león.

Discutimos sobre aquel bastón, hablamos de la cosecha de otoño y de la plaga de

filoxera del año anterior; Garik nos explicó, dibujando con el tenedor en el mantel, cómo

había que entender el artículo publicado en la prensa central, titulado «Un hueco en el

universo», y después conté mis desgracias de ese día con Kostia Kudínov.

Mi relato dio lugar a una reacción apática, inesperada para mí.

—Nada, saldrá a flote, la mierda no se hunde —mascul ó Garik, despectivo.

Valia citó un chiste sobre Kostia que él mismo se había inventado.

—Ayer, el ayudante del presidente de la Comisión Extranjera, camarada Kudínov,

recibió en el Salón Blanco a un grupo de escritores de Paraguay, a quienes tomó por

escritores de Uruguay...

Y Zhora Naúmov, que examinaba el mundo a través de su copa de vodka, narró la

intervención de Kostia Kudínov, estudiante del Instituto Literario, en aquella época un tipo

rubicundo, audaz y sobrio, ante la asamblea general de su curso en el memorable año de

1949. Cuando Zhora terminó, todos quedaron en silencio.

—Y tú, ¿qué dijiste entonces? —preguntó Valia con interés.

—Yo, ¿qué? —replicó Zhora, agresivo—. Tenía ganas de romperle la cara, pero en

aquella época él era levantador de pesas, un fortachón, ¿entiendes?, y yo tenía heridas

de bala en ambas piernas y andaba sacudiéndome con dos muletas, como las

vergüenzas de un anciano...

—Pero más tarde, cuando ya no llevabas muletas —intervino Garik—, en el bendito

año cincuenta y nueve... ¿no se disculpó ante ti?

—¡Por supuesto! Hasta me dedicó unos versos. En la Gaceta Literaria. Al estilo de

Pushkin, hablando de la amistad estudiantil...

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A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

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